No podríamos vivir sin miedo. Las consecuencias autopunitivas de cualquier paso al acto, incluyendo la propia muerte, no serían tenidas en cuenta.
Hay núcleos neuronales que sostienen una explicación neurobiológica al miedo. La amígdala cerebral parece implicada. La evolución, basada en contingencias múltiples y en resultados de una selección natural, algo más complicado que lecturas simplistas, nos ha dotado de lo que percibimos como carencial y amenazador, nos ha dado el miedo, esa emoción compleja que activa un comportamiento que elude el estímulo causal. El miedo va ligado, de modo ancestral, a nuestra posición en la Naturaleza. Hay temores a depredadores, a tempestades, a terremotos, a lo desconocido, a la oscuridad, a semejantes que tornan en enemigos…
Pero la civilización nos ha traído otros miedos. Tememos lo real, pero también lo fantasmático. Podemos temer a fantasías nocturnas siendo niños; también, como adolescentes y jóvenes, a ser frustrados en la conquista amorosa. El horror al fracaso en la relación erótica alimenta un sector del mercado farmacéutico. Muchos temen suspender un examen, no conseguir un trabajo o desempeñarlo mal si lo logran. Libros y libros de autoayuda intentan, sin éxito, que ignoremos el miedo.
Hay un miedo que surge de lo natural y de lo cultural, es el miedo a la muerte. Lo hay incluso, culturalmente, también a ese hipotético más allá que inspiró el “Ars moriendi” medieval.
Pensar en la muerte es perturbador, la veamos como la veamos. Sea como tránsito, sea como la gran castración, es el absurdo definitivo.
Culturalmente, el miedo tiene mucho que ver con la ausencia y la presencia de otros. Hay miedo a la soledad, que se expresa del modo más crudo cuando el ser querido, necesario, muere. Es el miedo terrible del duelo, de la herida del alma. También el que acompaña al amor que se quiebra cuando no es correspondido. En algunos casos, la propia muerte parece balsámica ante el desvalimiento implícito a la gran soledad.
A la vez, la presencia de los otros puede ser terrible. El “mobbing” o el “bullying” son tristes ejemplos actuales de víctimas acosadas por el grupo. La necesidad de integración social puede soportar una alienación por suponerla más aceptable que el miedo a la propia libertad, como tan bien nos mostró Erich Fromm. La tentación del servilismo totalitario siempre está presente.
Miedos y miedos. Hay tal variedad de objetos e intensidad de ellos que se habla, curiosamente, de miedos normales y patológicos, esos que pueden incluirse bajo el término “fobias”. Alguien puede sufrir mucho en un avión a causa de su miedo a volar, un excelente escritor puede preferir una enfermedad a tener que hablar en público sobre su obra, hay quien sencillamente no puede salir de casa. De nada valdrá lo racional ante el miedo que no sabe de razones.
Muchos proyectos vitales han sido bloqueados por miedo. Otros han sido posibles por él.
El miedo y el valor van íntimamente unidos. No es valiente quien no tiene miedo, sino quien es capaz de asumirlo y sobreponerse éticamente a él. Gary Cooper, en “Solo ante el peligro” encarnaba a un sheriff que tenía miedo real a que lo mataran; podría haberse ido, escapar dignamente como todos le sugerían, pero su coherencia ética fue superior a esa salida, a su miedo. Ahí residió su valor.
A veces, sin embargo, la relación entre miedo y valor es extraña. Una gran valentía en una faceta vital puede ser la respuesta a una cobardía en otro orden. En su novela “La impaciencia del corazón”, Zweig mostraba este efecto; la incapacidad de romper una relación amorosa presuntamente compasiva (“impaciente”) impulsa el valor militar del personaje en la guerra, una heroicidad que no es tal porque no podrá compensar la gran cobardía biográfica.
El miedo no es comparable a la angustia. Tiene objeto, percibido con mayor o menor claridad. En cierto modo, sin miedos definidos, quedaríamos desprotegidos, no sólo ante la temeridad, sino ante la angustia. Cuando no hay “nada” aparentemente a lo que temer, puede surgir la angustia que la inhibición o el síntoma velaban, como nos enseñó Freud.
El miedo patológico puede ser paralizante y causar él mismo más miedo. Miedo al miedo, algo que se produce tras un ataque de pánico. Sin saber por qué, surge, aterra y se va, pero deja un temor brutal a que algo así, demoníaco, pueda volver.
Los miedos, personales, tienen siempre algo de comunitario, de colectivo, de histórico. Delumeau lo destacó en su obra “El miedo en Occidente”, en la que, no obstante, incide en el anterior aspecto comentado: “El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”.
Los miedos colectivos han recurrido con demasiada frecuencia en la Historia a la búsqueda de chivos expiatorios. Los judíos han sido muchas veces el blanco preferido del odio ligado al miedo. Se les hizo responsables, en épocas de peste, de envenenar el agua. Los nazis legitimaron su exterminio. La iglesia católica tenía en cuenta hasta hace relativamente poco en sus oraciones pascuales a “los pérfidos judíos”, como si su referencia, Jesús, no perteneciera a ese pueblo. Otros grupos han sido perseguidos o esclavizados por razones étnicas, tribales, de opción sexual… (incluso llevar gafas podía suponer la muerte bajo el régimen de Pol Pot ).
Solemos pensar en lo malos que han sido otros que atemorizaron a gente por distintos motivos. Y, si eso es la cruz de la moneda, su cara es el puritanismo imperante que pretende negar la propia Historia como narración de avances y retrocesos éticos y culturales de los hombres. Estos días vemos la condena “in effigie” a muertos como Churchill o Cervantes por atribuirles a posteriori un supremacismo racial. En la época del nacional-catolicismo se consideraba pecaminoso ver la película “Lo que el viento se llevó” o “Gilda”, por sus connotaciones eróticas. El neopuritanismo actual, pretendidamente ateo, hace esas películas abominables por suponerlas supremacistas o machistas.
Nuestro actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, no fue tan desencaminado al hablarnos de la “nueva normalidad”. Aunque es un oxímoron, tiene pretensión idealizadora. Se aspira a una normalidad estadística en la que los valores sean los neopuritanos; todos distintos pero, a la vez, todos iguales, todos mediocres y “educados” por una televisión muy plural en cadenas pero única en pretensión alienante. Y se pretende nueva, porque la Historia, con sus abundantes personajes negativos, es algo a desterrar. No sería descartable que acabemos contando con un ministerio de Historia al estilo orwelliano.
Vivimos realmente una época nueva en la que la influencia de la televisión y redes sociales facilita como nunca el rebañismo. El término “herd immunity” es así tristemente acertado.
Y esta genial dosis de creatividad es comprensible por parte de alguien cuya acción política ha salvado 450.000 vidas, que no es poco, de las garras de un virus devastador. El difícil equilibrio entre la salud y la economía de nuestro país ha propiciado esa meta, la “nueva normalidad” a la que hemos llegado tras fases sucesivas de desconfinamiento y movilidad.
Abiertos ya los aeropuertos al turismo, las playas a los bañistas y las terrazas a la charla amistosa, carece de sentido permanecer en un alarmismo que ya no se fundamenta, por más que la OMS diga lo contrario, que la pandemia va a más.
Aquí afortunadamente, el turismo estará bajo triple control, térmico, de cuestionario y facial, nada menos. Un control aparentemente inútil, pero control a fin de cuentas.
Empieza el verano y empieza la fiesta, con la responsabilidad de todos que, sin embargo, no se ve. Más bien, parece que la sociedad se ha hecho, con esta nueva normalidad, maníaco-depresiva. Es de suponer que la cantidad de personas con tristeza y depresión haya aumentado claramente por razones obvias, como pérdidas de familiares, afectación por la enfermedad, descalabro económico o miedo incluso aunque no haya ocurrido nada de lo anterior. Pero, en las calles y terrazas hay aparentes notas hipomaníacas, con narcisistas buscando con sus risas estrepitosas ser centros de atención, con ciclistas circulando a alta velocidad y haciendo malabarismos en zonas peatonales, con una agresividad que ya ha conducido a peleas callejeras, etc.
Esa aparente hipomanía, que brilla más que la eutimia también existente, es facilitada por los mensajes políticos y comerciales que dan, en la práctica, por finalizado el incordio del virus. Lo que antes podía ser superfluo se ha convertido en esencial.
El riesgo de ese frenesí de alegría, mostrado especialmente en encuentros multitudinarios en discotecas o en la calle en ciudades europeas tras el confinamiento, es evidente en forma de contagios potenciales y parece que una ciertadosis de miedo racional podría neutralizar parcialmente estas conductas. Sería deseable que, tanto el gobierno central como los autonómicos y todos los que anuncian con voz empalagosa sus productos en radio y televisión, dejaran de temer al miedo y más bien lo propiciasen. Además de la ley, parece que sólo desde un miedo realista podría adoptarse la necesaria prudencia.
Si en cada parrilla de anuncios se incluyeran cinco segundos de ruidos corporales e instrumentales de una cama de UCI con un paciente intubado en decúbito prono afectado por Covid-19, quizá la hipomanía social decayera algo para bien de todos y como muestra de respeto a tantos muertos habidos, a tantas familias destrozadas. Ya se hicieron anuncios así, "crueles", para evitar accidentes de tráfico. No sobrarían otros análogos enfocados a la prevención de una enfermedad muy dura y tantas veces letal.