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jueves, 1 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 3. La necesidad de entenderlo. 3.1. Johann Hari y las conexiones perdidas.

 

Imagen obtenida de Wikimedia Commons


    Sufrir depresión es algo frecuente. Y eso plantea dos grandes preguntas. Una tiene que ver con su etiopatogenia, previa a la concepción de un tratamiento más adecuado que los actuales, así como de su prevención. La otra deriva de su alta prevalencia. 

    La primera cuestión se da siempre en singular. ¿Por qué alguien concreto cae en depresión? ¿Se trata de algo ligado a un problema existencial? ¿Reside la causa en los genes, en carencias nutricionales o en agentes biológicos externos (a principios de siglo se hablaba de una posible etiología vírica), en el mal funcionamiento de circuitos cerebrales, en alteraciones en el nivel sináptico de algunos neurotransmisores como la serotonina? ¿En algo más o en todo ello? ¿Por qué ocurre y cómo resolverla? 

    Esta cuestión abarca a algo muy extraño, ¿Por qué una fracción de pacientes alternan, si no reciben el tratamiento adecuado (algo tan simple como una sal de litio puede serlo) fases depresivas con otras maníacas o hipomaníacas, en lo que se conoce como trastorno bipolar (antes llamado psicosis maníaco-depresiva)?

    Pero existe también el otro enigma, ¿Por qué la evolución ha “conservado” la depresión hasta el punto de hacerla tan prevalente? ¿Cuál es su "ventaja" adaptativa?

    En ocasiones, hay circunstancias biográficas que precipitan el hundimiento en el absurdo de una angustia sin causa aparente, pero no siempre ocurre así. Hace tiempo, se hablaba de depresión exógena o endógena (término descartado por Joanna Moncrieff) para referirse a una posible relación causal clara o a su ausencia ante la mirada clínica. El auge de los antidepresivos, y la inferencia, desde ellos y la experimentación que los permitió, de mecanismos neuroquímicos, ha borrado en gran medida esas diferencias a la hora de enfrentarse clínicamente a ese dolor del alma.

    Johann Hari es un periodista, graduado en el King’s College (Cambridge) en Ciencias Sociales y Políticas, que a los 18 años empezó a ser tratado con paroxetina en dosis crecientes. Tomó antidepresivos durante bastantes años, sin que el efecto sobre su depresión fuera claro. Se dio algo curioso en su caso; cuando él pensaba que estaba libre de depresión, su médico le hacía notar lo contrario, desde la atenta mirada clínica. Hari acabó reconociendo el fracaso terapéutico habido con los antidepresivos y tuvo la suficiente energía para afrontar el enigma de la depresión, lo cual indica que ésta no era lo suficientemente intensa. Para ello viajó, en un periplo de tres años, por muchos lugares del mundo, entrevistando a más de doscientas personas, incluyendo profesionales relevantes, que le sirvieron para inferir la importancia de los aspectos familiares y sociales a la hora de caer en depresión, sin obviar la importancia de los procesos neuroquímicos y sus bases genéticas.


    El resultado de lo aprendido lo plasmó en un libro, traducido al español como “Las conexiones perdidas”. En él muestra la importancia que el contexto social, desde el familiar hasta el laboral, tiene en la caída en depresión.

 
    La depresión es un concepto mal definido, constituyendo un problema nosológico. Pero la intuición de lo que por depresión se entiende está más o menos clara desde el punto de vista intuitivo, tanto por quienes la padecen como por los profesionales de la salud que se enfrentan a ella.  Hari la engloba en un trastorno anímico en el que la ansiedad y la depresión serían 
como versiones de una misma canción, si bien interpretadas por grupos diferentes”. Esta afirmación y la tarea realizada sugiere que en él predominaba la ansiedad. 


    Contamos con antidepresivos, pero su efecto dista de tener un alcance general, habiendo ensayos clínicos y meta-análisis con resultados contradictorios. Hari tuvo el arrojo de abrir la mirada al efecto de la relación humana sobre el equilibrio anímico. Y lo que encontró fue, por un lado, lo que suponía desde su propia experiencia, que los antidepresivos “funcionaban” en mayor o menor grado en un porcentaje de pacientes, pero no en todos ni explicaban propiamente mucho. Los mecanismos neuroquímicos, probablemente dependientes de una predisposición genética, no eran la única explicación.


    La depresión suele asociarse a una "pérdida de objeto", incluyendo en ocasiones a otra persona, y en su libro, Hari invoca la importancia de la pérdida de lo que él llama conexiones, que lo son esencialmente con los demás en el trabajo, el ocio, la relación en general. Él concreta y desarrolla varias de esas pérdidas o desconexiones, como la de un trabajo con sentido, la de otras personas, así como la pérdida de valores significativos, del respeto que cada cual merece, la desconexión de la naturaleza o la de un futuro esperanzador. Está abierto a cualquier intervención de mejora cuando esas conexiones no se dan y así, siendo ateo, admite la posibilidad de un efecto benéfico de la oración, citando el discutible estudio de Boelens. A la vez, desligado de las drogas, también contempla la ya algo antigua administración de psilocibina, con sus beneficios y sus “malos viajes”, droga que cobra actualmente un vigor renovado.


    El estudio ofrecido se basa en conversaciones con muchas personas, algunas en posiciones antagónicas con respecto al papel de los neurotransmisores (como Kirsch y Kramer), que el autor asume, aunque en un contexto mucho más dinámico que el que habitualmente rige. 

 

    Parece claro que la mejor perspectiva para salir de la depresión sería el restablecimiento de las condiciones perdidas, pero eso resulta cada vez más difícil. La soledad, por ejemplo, crece de un modo sólo en apariencia paradójico a la vez que lo hace la hiperconexión electrónica. 


    La conclusión del libro es interesante a la luz de esta afirmación: “Aprendí algo que al principio se me habría antojado imposible. Incluso si te atenaza el dolor, casi siempre vas a ser capaz de ayudar a que otra persona se sienta un poco mejor”. Lo que no indica Hari es que esa ayuda puede ser amorosa o egoísta. La ayuda real al otro es por serlo, por ser otro quien la necesita, desde el desprendimiento de uno, y no como solución a los propios problemas. Aunque el efecto en el otro sea similar, la ayuda será auténtica cuando uno considere que cuidar a los demás no es el medio para cuidarse a uno mismo, aunque esto pueda ser un efecto colateral.