“… pondrás el último beso en mis labios helados cuando se me ofrende una caja de ónice llena de perfumes sirios” (Sexto Propercio)
“Pero después una luz maravillosa le alcanza y le dan la bienvenida lugares de pureza y praderas en los que le rodean sonidos y danzas y solemnidades de músicas sagradas y visiones santas” (Plutarco)
“¿Qué es esa locura de que la vida comienza de nuevo con la muerte?” (Plinio el Viejo)
Podría decirse que, a pesar de tiempo transcurrido desde la caída del Imperio Romano, las migraciones, invasiones, cambios en general de Occidente, seguimos siendo romanos. Es por eso que la concepción de la muerte, de los ritos que se le asocian, las creencias en una vida más allá de la reducción a polvo y cenizas del cuerpo que animó, se anclan en un modo de civilización, de ser humanos, que duró unos mil años.
En Roma hubo quien creía que todo acababa para uno con su muerte, y ese momento podía incluso ser querido, y nos dice Valerio Máximo que en alguna ciudad había un veneno disponible para quien mostrara un gran deseo de morir, bien porque temía que su buena vida empeorase, bien porque ya le era insoportable.
Pero, de un modo u otro, creyendo o no en una vida futura, lo religioso siempre estuvo presente, como mito y, sobre todo, como ritual que abarcaba todos los aspectos relacionados con la muerte. Desde la errancia terrible de las almas de los insepultos, de la implícita en la damnatio ad gladius o ad bestias, también en la damnatio memoriae, hasta la apoteosis de unos pocos, pasando por un camino, tras la llegada al Hades, hacia otra vida, todo era posible, pero dependiente no sólo de merecimientos o desvaríos de quien moría, sino de su recuerdo y de rituales apotropaicos por parte de sus familiares y amigos.
Tras la muerte, uno podía pasar a ser un dios más y su imagen podía formar parte, en las familias nobles, de las maiorum imagines. Pero todo requería el acto ritual religioso, con la adecuada preparación del cadáver y purificación de los vivos que se le habían aproximado, con la conclamatio y el duelo, a veces incluso con la pompa funebris. Leyendo el libro nos resulta fácil situarnos frente a los rostra y oír los discursos laudatorios.
Los lugares de enterramiento estarían fuera del pomerium, con excepciones muy honorables, pero próximos a la ciudad, en las vías de entrada principales. Debían ser vistos, visitados. Además del deseo generalizado (S.T.T.L.), los epígrafes funerarios recordaban lo esencial biográfico e incitaban a su lectura en voz alta por parte de quien los visitara, sugiriendo que esa evocación por gente extraña podía ser de utilidad.
Miguel Requena Jiménez es Profesor Titular del Departamento de Prehistoria, Arqueología e Historia Antigua de la Universidad de Valencia. En este libro, fruto de un exhaustivo trabajo bibliográfico y analítico, continúa una línea iniciada hace años (en este blog le dediqué ya alguna entrada), mostrándonos lo que suponía el ser para la muerte en Roma. Estamos ante algo religioso, que va más allá de creencias individuales en otra vida o su ausencia. Se trata de una religión que podríamos decir, aunque el autor no lo declare abiertamente, que responde, en general, más a la concepción del “relegere” que del “religare”, aunque se sacralicen lugares por el hecho de albergar el cadáver o sus cenizas. Es el ritual escrupulosamente seguido lo que proporcionará paz a vivos y muertos. Se pide que la tierra sea leve, se entierra o se incinera, haciéndolo según la posición familiar, contemplando todas las circunstancias posibles en que se produce y donde ocurre el óbito del ser querido. Los antepasados nobles serán mostrados en sus imágenes céreas acompañadas del correspondiente cursus honorum. Los que no sean adecuadamente despedidos ni alimentados ritualmente tras su muerte no se conformarán. Las creencias actuales en fantasmas, en vampiros, hunden sus raíces curiosamente próximas en Roma.
Indirectamente, entendemos la influencia de los cultos mistéricos en la percepción de la muerte, así como el horror de la crucifixión que, sin embargo, acabó paradójicamente haciendo del imperio romano una Iglesia cristiana. Una Iglesia que, por ser romana, mantiene aspectos rituales como los novendiales tras la muerte de los papas.
Se trata de un libro de reflexión, que requiere una lectura pausada y repetida para llegar a saborear adecuadamente su savia, su sabiduría, que nos afecta ahora, más allá de posturas religiosas o ateas. Y es que lo que creamos o dejemos de creer no elude el poder de lo simbólico. El Prof. Requena ha sabido extraer de las fuentes clásicas y de la amplia bibliografía de otros estudiosos algo que no se queda en un estudio histórico, sino que, por serlo de verdad, realiza el viejo dicho de que la Historia es maestra de vida, aunque nunca, como ocurre en estos tiempos de pandemia, la tengamos en cuenta en la práctica.