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viernes, 16 de julio de 2021

MEDICINA. La obsesión nosológica. Lo idiopático o el resto esencial.

 


“El hombre puso nombres a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo”. Génesis 2, 20.

 

    Nombrar es el gran acto simbólico de la “auctoritas” que acoge al otro desvalido. Nuestros nombres y apellidos nos han venido dados por nuestros padres y los ancestros anteriores a ellos. En el mundo romano, un hijo natural podía ser rechazado, expuesto, expósito, a la vez que alguien, ya adulto, podía ser adoptado, aunque no hubiera ningún vínculo de sangre. 

 

    Fuera de la familia, de ese ámbito de jerarquía fundada en el nombre del padre, en el “pater familias”, se podía y aún se puede reconocer a alguien precediendo su nombre con una nueva expresión que rememora al viejo “cursus honorum”. Uno pasa a ser “Don”, “Doctor”, “Profesor”, “Excmo. Sr.” “Sir”, “Lord”… Algo así como si lo curricular llegara a hacerse esencial en la vida de alguien.

 

    Linneo siguió mejor que nadie que lo precediera la misión bíblica, poniendo nombre a animales y plantas, que fueron agrupados jerárquicamente desde los “phyla” a las especies. Darwin propició las bases de una taxonomía más adecuada, propiamente filogenética, pero que no llegó a arrinconar en absoluto el trabajo de Linneo.

 

    En cierto modo, nuestro nombre nos confiere un ser. De alguien importante por el motivo que sea no se dice que tiene un nombramiento, sino un nombre, que ha logrado de forma meritoria o al que le ha hecho honor si es de origen familiar.

 

    Nombrar se ha hecho obsesivo. Nuestros académicos nombran todo lo que suponen nombrable, desde estrellas a insectos, desde fósiles de animales extintos hasta diatomeas actuales. Nombrar es el primer paso para hablar de algo. Nadie sabía de un virus llamado SARS-CoV-2 antes de la pandemia que sufrimos. Ahora eso, que en otro tiempo sería un “être de raison”, es visible y nombrable hasta en sus variantes, asociadas a letras griegas.

 

    La Ciencia trata de explicar el mundo e incluso a nosotros mismos. El método científico, simbolizado por aquella fruta edénica, subyace al deseo de explicación del mundo y de nosotros mismos. Tras morder y gustar la manzana, caben varios tipos de preguntas, siendo dos importantísimas el “cómo” y el “por qué” fenoménicos. Pero, precediéndolas y sucediéndolas, existen dos formas de otra, ¿Qué? Esa cuestión es la inicial, la nominativa y taxonómica. Y también acaba siendo, de otro modo, la final, la ontológica o, con más sencillez, la hermenéutica: ¿Qué es? Parece que se trata de reducir al máximo lo importante, lo esencia, pero lo sencillo abruma; ¿Quién podría decir con propiedad qué es un fotón sin limitarse a relatar sus propiedades? ¿Quién podría decir qué es la vida? 

 

    La Medicina no es ajena al afán taxonómico traducible como nosología, como una clasificación de enfermedades. Algo osado porque no parece fácil en muchos casos. Y, a la vez, algo necesario desde el punto de vista metodológico y pragmático. Si sabemos de qué hablamos podemos abordarlo, tratarlo, al estilo que recuerda a Lord Kelvin, no médico, pero he ahí que acabamos confiriendo ser precisamente a la falta que afecta al ser mismo. 

 

    Muchas enfermedades se parecen semiológicamente, pero su diferente etiología se corresponderá con la adecuación o no de un tratamiento dado. La visión médica actual es etiológica y neo-mecanicista, incluso aunque se desconozcan relaciones etiopatogénicas, como suele suceder en Psiquiatría, con intentos patéticos como los del DSM en sus “progresivas” versiones. 

 

    Esa perspectiva de conferir ser a la carencia, incluso aunque su etiología sea no carencial, como sucede con la microbiana o la proliferativa, neoplásica, “ontologiza” a la propia enfermedad a tal punto que quien la sufre pasa a tener el nombre de ella, de lo que lo aflige o lo pone en riesgo lejano o inmediato de muerte, y así se hablará del diabético tal o del ACV cual. Uno pasará a “ser” una “neo”, un íleo, un SCASEST. El viejo ideal hipocrático pronóstico subsiste, aunque muy malamente, a la hipertrofia diagnóstica y muchos casos diferentes se englobarán con frecuencia llamándoseles “terminales”. 

 

    Ese frenesí taxonómico no soporta la ignorancia, menos aún la incertidumbre, y hará toda clase de pruebas diagnósticas hasta excluir todo lo imaginable y obtener una marca diagnóstica en la que todo estará condensado, el futuro pronosticado, y uno, como paciente, como “caso”, será predicho en el declive. Hasta su ser en el mundo será insensatamente dicho. Sólo después de un silencio del cuerpo o del alma resistente a todo tipo de pruebas, a veces cruentas, se asumirá un término ya antiguo y que no dice nada referido a una causa. Se hablará de algo “idiopático”.  Es un término que curiosamente se ha hecho sinónimo de otro, “esencial”.

 

    Quizá fuera bueno que los nuevos médicos se pararan en la importancia esencial de eso que así es llamado. Esencial. Da igual que se trate de una hipertensión o un temblor. El término “esencial” se sigue usando sin apreciar lo que realmente indica, la ignorancia que subyace al hablar de la falta en ser de alguien, eso que siempre fue de la mano de la Medicina, la que subyace al quehacer clínico. 

 

    Olvidamos con frecuencia que la Medicina fue mágica antes que científica y sencillamente mirada empírica antes que comprensión molecular. Y así no sólo se avanza; también se facilita lo peor, que ocurre cuando alguien, un paciente, es convertido en algo, un organismo constituido por fragmentos que enfocan la mirada de múltiples especialidades. Al lado de simplificaciones obscenas (es un viejo, es un psicópata, es un oncológico, es un terminal…) hay la obsesión nosológica que no ve a un ser humano como doliente sino como reto intelectual, clasificatorio. En ese marco, el frenesí diagnóstico basado en multitud de pruebas “complementarias”, algunas con riesgos potenciales asociados, está servido y supone con frecuencia una peregrinación del paciente entre especialistas de campos parcelados, que miran trozos de cuerpo, que llegan a priorizar lo epistémico a lo pragmático, el diagnóstico a la cura, porque no siempre van necesariamente ligados. Es esa obsesión tantas veces inhumana la que puede confundir lo horrible con lo bello, llegando a decir de alguien que es un caso “precioso”, algo que preludia casi siempre la catástrofe para el así destacado. La perversión estética parece haberse hecho consustancial desde hace años a la mirada de muchos médicos.

 

    En aras del supuesto saber, se prescinde de la docta ignorancia, de poner en juego como clínico al alma, a la incertidumbre, primando el bienestar de quien se atiende ante la mirada anatómica o molecular, tan necesarias como auxiliares, tan peligrosas como pretendidamente esenciales. Esa contemplación autista, por más que sea compartida en esa entelequia conocida como trabajo en equipo, que nunca es tal, es reductiva y cruel, y no tolera carencias en su persecución de la marca taxonómica, nosológica.

 

    Y, sin embargo, todos quienes fuimos o seremos pacientes, agradecimos y agradeceremos la mirada limitada y humana del médico, de quien no entiende su ejercicio al modo de la Hygeia de Klimt, sino como arte científico y compasivo en el noble sentido del término. Es médico quien se resigna cuando es preciso a asumir eso que, por ponerle un nombre, se llama idiopático o esencial, poniendo todo el empeño en curar, aliviar o acompañar, más que en nombrar. 

 

 


miércoles, 14 de noviembre de 2018

MEDICINA. Soportar la incertidumbre.




Ocurre hasta en experimentos con partículas elementales. Heisenberg mostró el reino de la incertidumbre (entre variables conjugadas, como el momento y la posición) en ese ámbito. Y eso generó una hermenéutica que prosigue, aunque haya quien la descarte por inútil, viendo en ese extraño mundo cuántico sólo lo que “sirve”, lo que importa, una herramienta matemática que predice muy bien lo fenoménico, lo observable. Quedémonos con los hechos y no miremos más allá, viene a decir una de las interpretaciones o, más bien, una ausencia de interpretación.

En el ámbito clásico, en el que podemos prescindir de esa extrañeza cuántica, aunque esté en sus raíces, también topamos con la incertidumbre, aunque sea diferente. Incluso en sistemas simples, si su evolución es muy sensible a condiciones iniciales, el comportamiento puede mostrarse como caótico, impredecible. Aunque dependan de pocas variables, las dinámicas de poblaciones, los cambios meteorológicos, pueden mostrarse como si fueran fruto del azar. Se habla de un caos clásico. La aparente belleza de los atractores extraños parece perversa porque alude a lo que, aun siendo simple, se muestra como impredecible.

Y, si la cantidad de variables que subyace a algo crece, la cosa se complica. Cada uno de nosotros es realmente complicado y carece de sentido tratar de mostrar esa evidencia. Lo somos incluso en el aspecto más mecánico de los órganos. Alguien está bien y, de repente, cae fulminado, muerto. Otro, llevando una vida sana, haciendo ejercicio, comiendo productos ecológicos, ajeno al alcohol y tabaco, es afectado por un cáncer que acabará pronto con su vida. Los buenos consejos tienen resultado estadístico, pero no pronostican lo individual.

Alguien ingresa en una UCI. Es un lugar de proximidad a la muerte y, a la vez, de posibilidad de “revivir”, entiéndase esto como se entienda. Es ahí en donde los algoritmos basados en métodos de análisis multivariante, como la regresión logística, pueden “afinar” más a la hora de establecer un pronóstico individual.

La Medicina establece sus diagnósticos no sólo para instaurar un tratamiento, también para establecer un pronóstico, por tosco que sea. De hecho, el interés hipocrático parece haber sido esencialmente predictivo. Pero ese pronóstico, casi siempre intuido por el médico, a veces solicitado por el paciente o sus familiares, está siempre sometido a una gran incertidumbre. No suele ocurrir, pero, a veces, muy raramente, se dan inexplicables regresiones espontáneas de tumores metastásicos. Por el contrario, en otras ocasiones, alguien que había remontado lo peor fallece por una complicación que se creía banal. Un niño sano desarrolla en pocos días una diabetes tipo 1 y otro una leucemia, a la vez que un viejo decrépito “descompensado”, con todas sus “constantes” alteradas, sigue viviendo años después de que sus familiares preparasen su entierro.

A medida que el avance tecno-científico es mayor, mayor se hace también paradójicamente la dificultad de aceptar la incertidumbre en Medicina. Concebida como ciencia de causas y efectos, parece inconcebible que tantas veces fracase. Pero el problema reside precisamente ahí, en que no hay relaciones causales claras. Incluso cuando se suponen, no siempre se evidencian. Un paciente con un cuadro infeccioso bacteriano responde a los antibióticos; antes de instaurar el tratamiento se le han tomado muestras de sangre y de exudados de órganos afectados para sembrar cultivos microbianos, pero el germen patógeno no crece; la causa, que está ahí, no se ve. Un infarto, un ictus, enfermedades degenerativas… ¿Por qué? Sí. Hay una etiopatogenia o, más bien, una patogenia a secas. No hay propiamente causas sino factores de riesgo; el elemento causal individual no es reconocible, por más que se muestre en grandes grupos estadísticos. Fumar y beber es malo, pero no lo parece si sólo nos fijamos en Churchill. Correr es bueno, pero sabemos que hay quien, al hacerlo, se mata por evitar morirse.

Cualquier causa clara no lo es tanto si hacemos como los niños y entramos en una secuencia inacabable de preguntas sobre lo que la antecede, sobre lo que causa a la causa. Esa ignorancia facilita que nos movamos siempre en el terreno probabilístico a la hora del encuentro clínico, un encuentro siempre singular, de caso por caso. Y, si lo que perturba al organismo es su mente, la ignorancia se hace mucho mayor. 

En la Medicina actual, tan científica, tan algorítmica, tan moderna que uno se puede hacer secuenciar su genoma por un precio cada día más bajo, reinan los factores de riesgo, el enfoque probabilístico, la incertidumbre a fin de cuentas.
El viejo paternalismo médico, que debe ceder y cede con frecuencia a la autonomía del paciente, ha ido de la mano lamentablemente en muchos casos de la negación de la relación transferencial, esa que supone la autoridad médica en el buen sentido y el respeto a la necesidad real del paciente, caso por caso. Por el contrario, se fortalece cada día más el carácter defensivo de una medicina de protocolos y consentimientos informados, que muy poco informan en realidad.

La relación transferencial requiere una sabia combinación de distancia que objetive, y de acogida compasiva, de un pathos compartido. Supone la carga de aceptar y llevar lo mejor que se pueda lo que pertenece al médico, la incertidumbre.

Somos afortunados los que hemos encontrado, cuando lo precisábamos como pacientes, a médicos así, a los que pueden soportar el no saber que caracteriza a la Medicina, sin trasladar el enfermo una angustia añadida.