Mostrando entradas con la etiqueta Cohousing. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cohousing. Mostrar todas las entradas

viernes, 16 de febrero de 2018

SOLEDAD.



Hablan, hablan, hablan. Parlotean sin cesar en la televisión y en la radio. Hablan tanto, que ese ruido de otros parece compañía aunque no se esté con ellos. Es habitual que muchas personas enciendan la tele o la radio para oír voces humanas. Es igual lo que digan; incluso, como le ocurría a la protagonista de “Gravity”, reconfortaría escuchar a otros aunque hablaran en chino y no se les entendiera. La voz humana acompaña, es paliativo para la soledad de muchos.

Sabemos si se ha producido un terremoto en Nepal, si ha habido una matanza en Texas o si Corea del Norte está dispuesta a ensayar otro misil, con la misma facilidad que nos afectan los devaneos amorosos de futbolistas, cantantes y modelos. Miles de personas han vibrado de modo sustitutivo con la empalagosa canción de los “triunfitos".


El caso es sentirnos acompañados aunque sea sin compañía real alguna. Lo real… ¿qué era eso en estos tiempos de redes sociales? Podemos hacer muchos amigos en Facebook y estar profundamente solos. El psicoanalista Gustavo Dessal lo indicaba en una entrevista: “tengo pacientes con mil amigos en Facebook que se quedan solos en su cumpleaños”


Facebook permite que nos pseudo-comuniquemos, que transmitamos información, pero da igual que ésta toque o no lo más emotivo de cada cual; es una red electrónica. No hay voces, sólo textos, fotos y emojis. Twitter es más “instantáneo”; tan breve y tan malo que hasta lo usa el mismísimo Trump para decir cosas que, aunque no parezcan importantes, resulta que pueden afectarnos, generalmente para mal, a todos. 

       
Alguien escribe algo en Facebook y tiene “likes” y comentarios y… nada. Nada. Los “likes” suelen ser proporcionales en número a la banalidad del contenido: la foto de un gato, de un paisaje o de una hamburguesa se hacen más populares que cualquier texto y éste lo será de modo inversamente proporcional a su extensión. No hay tiempo para otros en esta época de narcisismo generalizado. 


Los otros sólo acaban garantizándonos en cierto modo que seguimos existiendo. En realidad, para Facebook seguiremos viviendo a pesar de estar muertos, en una especie de estúpida inmortalidad.

Y cuando dejamos de teclear y de mirar mensajes, puede ocurrir que descubramos que estamos sencillamente solos. En la más cruda de las soledades, la que parece incluso peor a esa de dos en compañía, porque la mala y continuada compañía, aunque pueda basarse en el odio, como dicen los psicoanalistas, puede apaciguar el terror a estar solo. No sólo el amor; también el odio sostiene un vínculo de relación estable. 


Nada peor que la soledad si uno no tiene vocación de eremita. Pero, o nos morimos, o se nos muere la gente. Y así nos vamos viendo abocados, en caso de sobrevivir, a una soledad cotidiana. En el periódico “La Voz de Galicia”, se puede leer un día como hoy que “más de 270,000 gallegos viven solos” y que hay un 25% de viviendas que están ocupadas por una sola persona. Y todo va bien si esa persona por vivienda tiene una mínima autonomía para hacer la compra, la limpieza, comer, vivir con cierta dignidad.


Pero, aun así, la soledad quema y no sorprende que surjan iniciativas para tratar de neutralizarla un poco, para percibir que uno no está tan solo a fin de cuentas, aunque lo único que comparta con otros sea la falta, la gran falta, la ausencia de los otros.

Muchos solos, muchos espacios que se han quedado sin gente. ¿Por qué no la unión lógica? Ese ha sido el intento de un franciscano: llenar un espacio vacío de vocaciones con gente sin ellas, lo que equivale a calmar el vacío interno de algunas personas.


Otras iniciativas son algo anteriores. Algunas antiguas; hay residencias geriátricas, pero son insuficientes y, o bien resultan muy caras, o dependen de la “caridad”, término que, en su ambivalencia, puede ser terrible, abarcando desde un altruismo respetabilísimo hasta goces neuróticos (cuando no psicóticos) que se satisfacen en la indefensión del otro. 


Otras perspectivas parecen idealistas, como el “cohousing”, transmitido a los medios con imágenes de una felicidad comunitaria sospechosa .


Se habla, como de un logro médico, del aumento de la esperanza de vida y, mientras uno goza de salud y compañía adecuada, así puede entenderse; todo va bien y hasta parece que eso es bueno, aunque la vida prolongada sea enferma en muchos casos. 


Quizá, incluso en soledad absoluta, pueda darse la perspectiva de felicidad que invocaba Bertrand Russell (1) para referirse a quien “se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. Pero Russell pertenecía a otro tiempo que nos parece más humano, a pesar de que no se evitara en él la tragedia de guerras mundiales.


Sabemos que moriremos solos, aunque estemos rodeados de familiares y, más frecuentemente ahora, de máquinas de soporte. Pero será un momento. Lo terrible parece que es vivir solos en un mundo de solitarios forzosos.

1). Russell B. (1981). La conquista de la felicidad. (Julio Huici Miranda trad.) Madrid. España. Ed. Espasa-Calpe SA. (Publicación original en 1930).

viernes, 13 de octubre de 2017

La ausencia de voces.



Ya sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes para hablar de algo, aunque fuera irrelevante. 

Cuando el tiempo de compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en formación de parejas. 
 
Ahora, viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público rige el silencio.

Es llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.

Pero el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales. Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja, respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.

Incluso en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.

En las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más corriente que nadie conozca a sus vecinos.

El resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días. 

Cada vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros, básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que “cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica, habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador, barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.

No sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para que ellos también se callen. 
 
A veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados. Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo en la nube electrónica. 
 
En la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones auditivas. El tiempo dirá.