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sábado, 1 de diciembre de 2018

MEDICINA. Ensayos clínicos. Altruismo, redes sociales y comercio.





Hace ya tiempo que la Medicina dejó de aplicar terapias como resultado de observaciones de ensayo y error.

En general, los medicamentos disponibles resultan de la purificación de productos naturales o de su síntesis. De la corteza del sauce, del hongo Penicillium, de la digital, del árbol del tejo, acabaron surgiendo fármacos tan importantes como la aspirina, la penicilina, la digoxina y el taxol.

Contrariamente a tantas creencias infundadas, el producto químico obtenido mediante un proceso de purificación adecuado o por síntesis directa puede administrarse de forma mucho más eficaz y segura que los extractos o infusiones “naturales”.

Esa síntesis puede utilizar a su favor métodos ingeniosos derivados del estudio de sistemas biológicos. Un buen ejemplo es la insulina, obtenida actualmente mediante técnicas de ADN recombinante, de forma mucho más adecuada, barata y segura que el viejo método de purificación a partir de páncreas de animales.

El hallazgo de nuevos medicamentos surge muchas veces de un descubrimiento casual o, cuando menos, peculiar. Así ha ocurrido con la clorpromazina o el litio. Incluso algún fármaco que tuvo resultados catastróficos por teratógeno, como la talidomida, se ha retomado para el tratamiento de la lepra, algo bien distinto a lo que estaba destinado al principio. Lo contingente siempre ha de tenerse en cuenta para bien y para mal. Nadie podía imaginar que la finasterida tuviera buenos efectos en la alopecia androgénica o que el sildenafilo tuviera como “efecto secundario” algo que propició un mercado millonario.

Sea desde el planteamiento teórico, sea desde una base empírica, van surgiendo nuevos medicamentos potenciales, muchos de los cuales tratan de curar, o mejorar al menos, graves enfermedades, como muchas formas de cáncer o procesos degenerativos.

Pero cada persona es un mundo; un mundo constituido por infinidad de variables consideradas desde el punto de vista morfológico, bioquímico, funcional… y psicológico. Un medicamento no es ingerido y tratado sólo por un cuerpo; la personalidad del paciente (o sano) también cuenta y, muchas veces, basta con la creencia en la eficacia de un supuesto medicamento para que éste proporcione efectos bondadosos. Es lo que se conoce como efecto placebo. Curiosamente es una de las características, la subjetividad de cada cual, la que parece superar a otras muchas variables en efecto a tener en cuenta. Por esa razón, llevan efectuándose desde hace años los llamados ensayos clínicos.

Un ensayo clínico trata de evaluar la eficacia real de un nuevo fármaco (a veces, de una terapia no farmacológica). Y esto se hace en varias fases. La primera analiza la seguridad del medicamento en cuestión y las dosis y formas en las que es posible administrarlo. En la fase II se evalúa su posible eficacia administrándolo a un grupo reducido de pacientes. Si ésta se da, será aceptable pasar a la fase III en donde se comparará el efecto del medicamento con el de un placebo (si no hay ningún tratamiento adecuado para la enfermedad) o bien con un tratamiento convencional (algo corriente en Oncología). Para obtener un resultado significativo desde el punto de vista estadístico, cada individuo ha de tener la misma probabilidad que otro participante de ser asignado a una de las “ramas” del ensayo (control y experimental), y ni él ni su médico sabrán en cuál de esas ramas se sitúa. Es lo que se conoce como un ensayo randomizado a doble ciego.

El ensayo proporcionará, en caso positivo, una diferencia con significación estadística y con un grado de significación clínica que habrá que ponderar. El fármaco podría ser sometido a aprobación y, en tal caso, pasará a la fase IV, tras la comercialización, en la que podrán vigilarse potenciales efectos secundarios que, por infrecuentes, no hayan sido apreciados antes. Algún fármaco ha debido ser retirado como consecuencia de esa farmacovigilancia (la cerivastatina fue letal en varios casos), una atención siempre necesaria. Muy recientemente, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha restringido el uso de unos antibióticos, las quinolonas, que han sido ampliamente utilizados durante años.

Cuando se comparan enfermos con sanos, reclutar a éstos no es tarea fácil, si tenemos en cuenta la gran cantidad de ensayos ya en curso y el hecho de que sufrirán molestias y potenciales riesgos.

La cosa cambia cuando se comparan unos enfermos con otros, siendo los de la rama control sometidos a placebo o un tratamiento estándar, si éste existe, y los de la rama experimental los que serán expuestos al fármaco novedoso. La participación ha de ser, obviamente, informada y consentida por personas adultas y, en el caso de niños, por sus padres.

Es importante resaltar que la “ceguera” que supone la ignorancia sobre si se está siendo tratado de modo convencional o con un tratamiento nuevo es esencial para poder hacer un estudio adecuado que proporcione resultados, que siempre serán interesantes e importantes, aunque sean negativos (algo a destacar, teniendo en cuenta que una gran cantidad de estudios "negativos" no son nunca publicados).

Ahora bien, nadie quiere ser ciego a lo que le dan. Cuando a una persona se le plantea la participación en un ensayo clínico, es muy probable que crea que se le va a administrar el nuevo tratamiento y que trate de saberlo de modo indirecto. Y eso es lo que empieza a ocurrir desde que hay redes sociales y constitución de grupos de intereses en ellas. En asociaciones de enfermos que se comunican en Facebook, Twitter o grupos de Whatsapp, es factible percibir que unos tienen unos efectos buenos o malos distintos a los demás miembros del grupo, lo que puede interferir con el ensayo mismo, sea por sospechas que dan al traste con la “ceguera”, sea por abandonos.  Esto es algo de lo que se ha hecho eco la revista Nature. (Agradezco al Prof. Cabezas Cerrato la transmisión de este artículo). 

Es muy humano. Si no hay nada que hacer a priori, ¿Para qué arriesgarse a algo que puede ser perjudicial? A la vez, si no hay nada que hacer a priori, ¿Por qué no arriesgarse y probar algo que puede ser beneficioso? Pero, en este último caso, si se acepta el riesgo, parece sensato "desearlo", es decir, ser integrado en el brazo de prueba del ensayo, ser propiamente “ensayado”.

El altruismo que mira al futuro, a otros que puedan beneficiarse, no parece que pueda sustentar en muchos casos la inquietud personal de pacientes concretos o de familias con un hijo sometido a ensayo y que no saben si está siendo sometido a lo novedoso o al placebo.

Tiene que ser muy doloroso para unos padres intuir que a su hijo lo están tratando con ... nada, por más que entiendan que ese brazo del ensayo, el placebo, es necesario para llegar a saber algo que quizá acabe beneficiando sólo a otros.

Y algo así les puede ocurrir a pacientes con cáncer con una expectativa de vida corta. Creo que muchos pacientes entienden que, si les proponen participar en un ensayo clínico, serán realmente "ensayados" ellos mismos y, en tal caso probablemente sientan que no hay nada que perder.

La participación en un ensayo clínico supone en muchos casos una buena dosis de altruismo, a veces sufrimiento y serios efectos secundarios, un gran desgaste personal y familiar, que contrastan fuertemente con el precio escandaloso que están alcanzando terapias novedosas logradas gracias a esa participación voluntaria (ya tuvimos el lamentable ejemplo del coste abusivo de los nuevos fármacos contra la hepatitis C), y que apuntan a una probable y próxima escisión entre una medicina de ricos y otra de pobres si una política sensata e internacional no lo remedia, pero esto ya es otra historia.