jueves, 28 de junio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Los genes del alma




Exceptuando la herencia de rasgos ligados a los cromosomas sexuales, la Genética humana disponía en los años ochenta de muy pocos marcadores asociados a enfermedades hereditarias. Además de marcadores observables anatómicamente, los polimorfismos moleculares permitieron ciertos avances, pero el número de los observables (en proteínas, esencialmente) era reducido. 

Sólo se dio un gran avance cuando el propio ADN, molécula portadora de los genes, se usó como marcador fenotípico, haciendo uso de polimorfismos que podían reconocerse al cortarlo con restrictasas y separar los fragmentos obtenidos mediante electroforesis en gel de agarosa.

Estos polimorfismos, llamados de tamaño (RFLP), fueron usados con éxito por Gusella[1] para encontrar un marcador asociado a una enfermedad genética, la de Huntington. Floreció entonces una nueva perspectiva en la que se hacía posible la búsqueda de genes asociados a enfermedades hereditarias. Y se buscaron los genes de todo, no sólo enfermedades, también de opciones de vida y comportamientos, incluyendo la homosexualidad, la criminalidad, la inteligencia, etc.

En algunos casos, una vez obtenido el marcador, el hallazgo era seguido de una “caza” genética que podía culminar con la resolución del gen y de la alteración que subyacía a una enfermedad. Tal fue el caso de la fibrosis quística o de la enfermedad de Duchenne. Sin embargo, otras enfermedades en las que se suponía, desde las observaciones clínicas, un componente hereditario, fueron resistentes a una asociación tan clara. Y así, aunque se buscó, no apareció el gen de la psicosis maníaco-depresiva, ni de la obesidad o la hipertensión. Aunque se dieran componentes hereditarios, encontrar los genes responsables parecía más complicado porque abundan las enfermedades poligénicas, en las que muchas variantes genéticas contribuyen a su aparición, aunque el efecto de cada una de esas variantes sea muy escaso. 

Por otra parte, especialmente en el ámbito de los trastornos mentales, el problema de la relación entre herencia y entorno (“nature – nurture”) se hacía especialmente complicado de resolver.

Los polimorfismos llegaron a hacerse de un solo nucleótido (SNPs), proporcionando la base para estudios de “fuerza bruta”. Los actuales enfoques “Genome wide” aspiran a revelar asociaciones entre distintos lugares del genoma (sean o no propiamente partes de genes) y un fenotipo concreto, como puede ser una enfermedad que se supone poligénica. Es así que han proliferado análisis para mostrar los componentes genéticos que pueden ser determinantes en muchas enfermedades, incluyendo las psiquiátricas. La razón es obvia; si se descubren genes relevantes, tendríamos no sólo marcadores de laboratorio de una patología; también la posibilidad de iniciar su comprensión en términos moleculares y un posible tratamiento farmacológico adecuado.

Estos días, la prensa se hizo eco de un gran estudio, publicado en Science[2] y conducido por el Brainstorm Consortium, una colaboración entre consorcios de meta-análisis para 25 trastornos. En total se estudiaron 265,218 casos de diferentes trastornos cerebrales (psiquiátricos y neurológicos) y 784,643 controles. Se determinó la posible herencia de cada trastorno como la proporción de variación fenotípica explicable a partir de la suma de efectos de todos los SNPs comunes ligados. 

Los grados de correlación genética fueron elevados entre la esquizofrenia, la enfermedad bipolar, la depresión mayor y el TDAH, siendo claramente más limitados entre trastornos neurológicos (Párkinson, Alzheimer y Esclerosis múltiple). Los trastornos psiquiátricos comparten una porción considerable de sus variantes comunes de riesgo, a diferencia de lo que se vio en enfermedades neurológicas.

El alto grado de correlación genética entre trastornos psiquiátricos proporciona nueva evidencia de que el diagnóstico clínico convencional no refleja su etiología genética y que los factores de riesgo genéticos no diferencian fronteras diagnósticas.

¿Qué lecturas podemos hacer de esto?

Hay la convencional, mantenida desde hace años, según la cual todo trastorno es genético, aunque sea influido por el entorno y, por ello, tanto en el caso del autismo, del TDAH o de la depresión, por ejemplo, se trataría de insistir en los estudios genéticos hasta lograr un perfil adecuado explicativo de cada trastorno. Es legítimo hacerlo, aunque los resultados hasta ahora hayan sido decepcionantes. 

Pero hay otra lectura. La diferencia entre las asociaciones genéticas con enfermedades neurológicas y las que se dan con las psiquiátricas establece una clara diferencia entre ambas. Los autores del estudio dicen e incluso repiten en el artículo de Science que los estudios de correlación genética no reflejan procesos patogénicos subyacentes distintos entre las patologías psiquiátricas estudiadas y que sería necesario refinar el diagnóstico psiquiátrico. 

En cierto modo, estamos ante un problema inverso al habitual. En general, desde un fenotipo bien definido se busca el genotipo asociado (sea mono o poligénico). Aquí parece que estamos ante la situación inversa: desde un genotipo (un sumatorio de variantes SNP comunes) se plantea la necesidad de buscar fenotipos bien caracterizados. Eso es lo que falta: un fenotipo bien definido o, dicho de otro modo, un diagnóstico adecuado. El diagnóstico psiquiátrico sigue careciendo de marcadores y eso lo diferencia claramente del diagnóstico neurológico. Sólo desde la clínica y con la ayuda de tests, que son en general resultado de un análisis factorial un tanto perverso, se diagnostica o no a alguien de depresión mayor, de duelo patológico o de lo que sea. Basta con echar una mirada al DSM para ver cómo se diagnostica un TDAH: desde la propia subjetividad del clínico cuando no de alguien ajeno a la clínica, como un profesor.

Se discute si el problema de la consciencia en sentido fuerte, tal como lo indica David Chalmers, es decir, el problema de los qualia o la subjetividad, es abordable científicamente o no. No es descartable que la Psiquiatría nunca pueda alcanzar la categoría de científica a diferencia de lo que ocurre en las demás especialidades médicas (que, aunque no sean científicas, beben de la Ciencia), incluida la Neurología. De ese modo, la aspiración biologicista de tantos psiquiatras estaría condenada al fracaso, algo que lleva ocurriendo desde el hallazgo empírico, casual, de los psicofármacos. La bioquímica del trastorno mental sigue siendo desconocida y sólo subsisten con mayor o menor refinamiento hipótesis basadas en efectos farmacológicos empíricos. Que algo no sea científico no es propiamente una carencia sino simplemente algo que ha de ser abordado con un método diferente y que no excluye lo empírico ni lo racional.

No se trata con esta última reflexión de incitar a la rendición y dejar de estudiar por todos los medios las enfermedades del alma (a ello responde el término Psiquiatría); no se trata de dejar de buscar mejores perfiles genéticos y nuevos y mejores tratamientos para la depresión o la ansiedad. Al contrario, todo psicofármaco eficaz es deseable y, en este sentido, basta recordar la importancia que han ido teniendo los distintos medicamentos usados en Psiquiatría, empezando por los neurolépticos. Pero un exceso de fijación cientificista acaba siendo rechazado desde la propia ciencia; el estudio reseñado es un buen ejemplo. 

No es descartable que estemos ante un posible límite real. No sería el único límite en Ciencia (los hay en el mundo mucho más elemental de las partículas). Sería el límite de una realidad no susceptible de la reducción científica, de un real que es singular y que sólo sería abordable desde otra singularidad, la del encuentro clínico. De momento es así y no parece que se vislumbren cambios que integren en la ciencia lo que no parece integrable. Tal vez por ello, convenga pararse a pensar en que quizá la insistencia en el ámbito del trastorno mental no deba concederse a la contemplación del ADN sino a la de quien lo porta, de que es hora de afianzar el valor del encuentro clínico en situaciones en las que la palabra y los silencios han de suplir la ausencia de marcadores de imagen, bioquímicos o genéticos.

Quizá llegue un día en que las aspiraciones biologicistas conduzcan a una absorción de la Psiquiatría por la Neurología, con la desaparición de aquélla. En tanto eso no ocurra, y parece dudoso, a no ser que consideremos al ser humano como un zombi o un robot susceptible de conocimiento cognitivo-conductual, tendremos más y más variantes genéticas asociadas a la estructura y función cerebrales, pero seguiremos sin ver los genes del alma, quizá porque el alma no los tenga.



[1] Gusella JF, Wesler NS, Conneally PM et al. A polymorphic DNA marker genetically linked to Huntington’s disease. Nature, 306 (1983). 234-238
[2] The Brainstorm Consortium. Science. 360, eaap8757 (2018). DOI: 10.1126/science.aap8757

sábado, 16 de junio de 2018

PSICOANÁLISIS. La pulsión de muerte y su afán de completitud tecno-científica.




"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" Hechos de los Apóstoles, 1,11

Sirva esta entrada para el objetivo de difundir y comentar brevemente un excelente artículo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, cuyo título es "El hombre curado definitivamente del síntoma de ser humano".

Leer este artículo es de gran interés por los diversos aspectos en los que incide el estilete analítico de su autor, cuyo discurso se sostiene en una sólida base documental. El delirio transhumanista en sus distintas formas se muestra ahí con claridad meridiana, y sería redundante, incluso necio por mi parte, insistir en un tema tan bien analizado y al que, por otra parte, ya me referí en otra ocasión

Me limitaré aquí a subrayar algo que Dessal sugiere con una frase: “¿Hasta qué punto ese deseo no esconde una voluntad más oscura que, procurando retar a la muerte, es, en el fondo, un demonio aún más letal?” Es esa pregunta la que ha sugerido esta entrada. El texto en donde se formula es de 2015. Desde entonces, en sólo tres años, hemos visto y oído en nuestro propio país, tanto en la televisión como en periódicos, la afirmación de que asistiremos a “la muerte de la muerte” 

Esa patética expresión parece a primera vista realzar el valor de la vida, pero nada más contrario a ello. En realidad, “matar a la muerte” parece obedecer a la pulsión de muerte en su extremo, el que aspira a tal afán de completitud que ni a la muerte perdona. Matar la muerte no supondría un canto a la vida sino negarle a ésta toda esperanza al eliminar lo que le otorga valor, su límite. Es saber de la limitación de la vida por la castración letal, final y definitiva, lo que nos induce a vivirla en plenitud, como si no hubiera un mañana, aunque hagamos (y bueno es hacerlos) todo tipo de proyectos. Es propósito de la Medicina favorecer la vida, retrasar la muerte, pero “matar la muerte” sería el objetivo de una determinación demoníaca mucho peor que asumir la perspectiva de saberse mortales; sería, como sugiere Dessal en su pregunta, mucho más letal que la propia muerte.

En esa vana esperanza, el transhumanismo se hace clímax de lo inhumano. En el supuesto, más bien irreal, de que tal posibilidad se alcanzase, nos encontraríamos con un mundo en el que una elite de viejos tan rejuvenecidos como fosilizados e inmortales paralizaría la Historia, el flujo de la vida colectiva con su posibilidad de innovación, de evolución. Borges ya imaginó en su día el mortal aburrimiento de la inmortalidad, pero su relato se queda corto ante el abanico de posibilidades distópicas que ofrece el transhumanismo en un mundo en el que vivimos ahora más de siete mil millones de personas.

Ni siquiera las creencias religiosas aspiran a algo así. En el budismo, la muerte hace posible el flujo del samsara hasta que sea posible alcanzar el nirvana. El cristianismo, que tiene como elemento nuclear la resurrección de y con Jesús, no promueve la esperanza en la inmortalidad, sino en algo bien distinto, la eternidad. Y es arrojado a esa confianza radical en el Misterio que el cristianismo sólo puede concebir a la muerte como hermana, tal como la llamó Francisco de Asís.

La vida humana es tal porque es limitada. Tanto si se es ateo como creyente, no hay cielo al que mirar mientras estemos vivos.

El objetivo de la Medicina no reside en “salvar” vidas, sino en facilitar el tiempo de vida, si es posible prolongándolo, y siempre enriqueciéndolo, aunque sólo sea paliando el sufrimiento.  

Paradójicamente, la “muerte de la muerte” sería la peor de las muertes porque, a diferencia de la visible en otros, no cesaría, haciendo de nuestra vida algo equiparable a la existencia de un zombi o un robot.   


sábado, 9 de junio de 2018

Amistad y redes sociales.




“No sé si puede haber algo mejor que le haya sido dado al hombre por los dioses inmortales, excepción hecha de la sabiduría.”
“Pagamos caro el descuido en muchas circunstancias, pero, en la que más, en elegir y tratar a los amigos.”  Cicerón. Sobre la amistad.

Si algo parece haber cambiado gracias a la revolución que supuso internet, es el concepto de amistad. Pero sólo lo parece.

Ya antes de aparecer internet, la mera posesión de un ordenador con un procesador de textos facilitó algunas cosas, como escribir lo que fuera, incluyendo cartas. Antes lo había hecho la máquina de escribir, con la que se podían hacer copias usando papel carbón; más tarde, los sistemas de fotocopiado y archivo permitieron un mejor registro de documentos. Hubo tiempos en los que una carta tardaba días o semanas en llegar a su receptor (o no llegaba). Las limitaciones del correo tradicional generaban angustia en situaciones especialmente dramáticas como la de tener a un hijo en las trincheras o que éste tuviera a su familia expuesta a bombardeos de su ciudad.

Las cartas suscitadas por la amistad o el amor eran guardadas, o no, por quien las recibía. Su autor las había escrito, a veces guiado por unas líneas, en “papel de carta”, las había encerrado en un sobre que sería franqueado con un sello y echado a un buzón de correos. No hacía copia de ellas. Las copias sólo tenían sentido si se trataba de correspondencia relacionada con la comunicación profesional o comercial. Eso no ocurre ahora. Los sistemas de correo electrónico guardan una copia literal de las cartas enviadas; no cabe el olvido pasivo de lo que se escribió.

No cabe duda de que el correo electrónico facilitó las cosas. Los intercambios epistolares son prácticamente instantáneos y, a la vez, un correo puede remitirse a distintas personas sin que se precise que cada receptor sepa de la existencia de los demás.

En algunas revistas semanales había secciones de “contactos” para jóvenes que quisieran establecer correspondencia entre sí, facilitándoles, quién sabía, la posibilidad de encontrar el amor soñado. Esas secciones siguen manteniéndose ahora de un modo un tanto patético en formato de programa televisivo. Y es que los enamoramientos no siempre aparecen por arte de magia, pasados los tiempos de “arreglos familiares”, aunque éstos aún se den mediante encuentros selectivos en ámbitos reducidos, generalmente elitistas. Un equipo de psicólogos facilitará ahora encuentros a ciegas pero televisados entre perfectos desconocidos, a partir de sus “perfiles”, generalmente sin el éxito ofertado.

El valor de la amistad real es tan obvio que sólo se sabe si se tiene. Y lo mismo ocurre con el amor, aunque sea algo bien diferente.

Si la amistad y el amor requieren de lo contingente, tenemos un problema porque, si algo se ha reducido en nuestro tiempo, es el espacio de contingencias. La división del trabajo ha llegado a la atomización y a la globalización, de tal modo que cada vez son más raros los contactos humanos en el tiempo de trabajo. La unión sindical ha entrado así en declive manifiesto; era más fácil la unión marxiana del proletariado cuando se escribían cartas que ahora. Lo mismo ocurre con el tiempo de estudios universitarios, de preparación profesional, de lo que sea, en el que cursos a distancia facilitan el aislamiento; la obligatoriedad “boloñesa” de clases presenciales no palía la situación de un claro aislamiento generalizado, disfrazado de reuniones masivas de botellón. La anarquía de tiempos de trabajo ha hecho desaparecer el sentido de tiempos comunes de descanso, como los domingos, que, curiosamente, son ya para muchas personas sencillamente insufribles.

En un mundo globalizado y atomizado a la vez, en un mundo regido por el reloj, pero con tiempos de trabajo casi tan diferentes como personas, en un mundo en el que el deterioro vecinal que ignora incluso la presencia de muertos en el piso de al lado está promoviendo iniciativas como el “cohousing”, la soledad va en aumento exponencial.

Y he ahí que, en este contexto electrónico, globalizado, atomizado, surgieron las redes sociales, siendo Facebook quizá el mejor ejemplo (los grupos de “Whatsapp” le van a la zaga y Twitter ya es tal desmadre que hasta lo usa Trump para dar cuenta de sus grandes decisiones). Y esa neo-socialización ha crecido hasta tal punto que casi todos hemos sido atrapados por la red. No es raro, ya que tiene el cebo extraordinario y narcisista de hacer muchos amigos y decir lo que nos parezca, que será siempre bien recibido por esos amigos con los “likes” correspondientes. Una espiral de supuesta comunicación y amistad se abre. En poco tiempo alguien puede llegar a tener cientos, incluso miles, de “amigos”, que verán muy bien lo que diga, por necio que esto sea. Amigos que incluso permanecerán más allá de la muerte porque no sabrán de ella cuando acontezca. Recientemente, Facebook me ha recordado el cumpleaños de un muerto; no lo felicité.

A la vez, no sólo tenemos ordenadores de sobremesa; los llevamos en el bolsillo. Se les sigue llamando teléfonos o “móviles” por su portabilidad, pero en realidad son usados más bien como nodos de red social y como máquinas de fotos con las que nos podemos retratar a nosotros mismos, hacernos “selfies” y transmitir instantáneamente a tantos amigos celebraciones personales, lugares estupendos en los que estamos, nuestras poses profesionales o humorísticas, las gracias de nuestro gato e incluso nuestra capacidad de asumir riesgos, a veces letales. Con todo eso enriquecemos en cualquier momento nuestra presencia en la red y obtenemos más y más “likes”. No hace falta decir una sola palabra; todo se hace pulsando teclas virtuales. 

Y quién sabe, podemos llegar incuso a ser “influencers”, que no influyen más que en sandeces, pero que influyen a fin de cuentas con algún beneficio comercial para alguien.

Pero, como internet, una red social puede ser algo muy bueno y no sólo ámbito de estupidez. De hecho, es una herramienta y, como tal, puede usarse para lo mejor y para lo peor. Los grupos no son sólo de ocurrencias o de rápida y visceral expresión de ideología política; los hay enormemente variados y en ellos puede intercambiarse información que abarque desde la historia sumeria hasta la mecánica cuántica o la filosofía hegeliana. Y también pueden establecerse amistades reales.

Con una inmersión en Facebook de unos cuantos años, puedo decir que, aunque sea raramente, es un sistema que puede ser milagroso para reencontrarse con alguien y para constituir una amistad real (no sólo virtual), que es una herramienta magnífica para la expresión y la comunicación y que, a veces, pocas, uno puede llegar a encontrar nuevos amigos reales.

El término “real” tiene una connotación bien clara a la hora de la comunicación humana. Supone la mirada, la escucha, la conversación. Si esa posibilidad que implica el encuentro próximo no se produce, podrán darse simpatía, afinidad, acuerdo pleno con alguien, pero no amistad, porque, sin el encuentro, seguirá siendo desconocido. Un amigo lo será de verdad sólo si la virtualidad cede a la realidad o cuando, siendo real, entra en la virtualidad por razón de lejanía geográfica. Las redes sociales favorecen el encuentro real que precede o sigue al virtual, y que supone la posibilidad auténtica de una amistad. Eso lo hace valioso en este ámbito de las relaciones humanas. A veces se da la fortuna de reencontrar a alguien y establecer una amistad auténtica, pero habrá de pasar el necesario crisol del encuentro real. Y es que ha de tenerse en cuenta que, de seguir en la línea en que vamos, corremos el riesgo de hacernos amigos incluso de meros “avatares”, de algoritmos, en este mundo de tanta “posverdad”.

Facebook facilita la amistad real, pero en mucho menor grado que la meramente virtual, superficial o, dicho claramente, irreal. Eso lo hace bondadoso en este terreno. Su perversión reside en hacernos suponer que la red es un espacio de contingencia cuando es más bien un terreno determinista de expresión de afinidades generalmente superficiales.

Un solo libro puede influirnos más en nuestra vida que todos nuestros amigos juntos, pero, si no conocemos realmente, personalmente, a su autor, no podemos decir que somos amigos suyos. De hecho, las grandes influencias literarias, filosóficas, religiosas, se suelen deber a autores muertos, con los que la posibilidad de relación, incluso electrónica, es nula.

Subyace en nuestra sociedad una creencia determinista que desprecia lo aleatorio y, por ello, todos los espacios de contingencia. Basta con pasear, viajar en tren o incluso en un bus urbano para verlo. Antes de la absorción casi universal de las mentes por los móviles, se hacía posible hablar, hablar de verdad, aunque fuera del tiempo u otras banalidades. Un paseo por la calle suponía una sucesión aleatoria de miradas a otros, a personas, llegando a incluir a veces el torpe o exitoso cortejo. En los trabajos no había ordenadores y era preciso hablar. El ritual de los domingos establecía el encuentro colectivo en distintos espacios: la iglesia, la calle, el cine, el bar, la sala de baile, la discoteca o el estadio de fútbol. Ahora todo lo que en esos lugares ocurría sucede en casa (hasta se retransmiten misas desde hace mucho tiempo), es gratis y se da en una soledad que puede paliarse mediante la entrada en Facebook para sentirnos protagonistas también en ese día gris, de pura nada, en que se ha convertido el domingo.

No se trata de hacer una alabanza nostálgica al pasado sino de estar advertidos ante la enajenación que, de no controlarlas, hacen posible las nuevas y maravillosas tecnologías electrónicas. Una enajenación que ya es claramente observable, incluso en los mismísimos hospitales, en los que el ordenador – móvil se ha hecho nuclear, a la vez que un enfermo puede literalmente “perderse” en alguna camilla mientras espera la decisión algorítmica que lo ubique en una cama numerada o lo devuelva a su casa.

Dicen que al amigo de verdad se le reconoce en las ocasiones y se sobreentiende que se trata de ocasiones funestas. Pero sucede más bien que el amigo de verdad existe cuando es acompañante alegre en las buenas contingencias de la vida. Quizá sea a esto a lo que aludía Cicerón cuando se refería al descuido.


jueves, 7 de junio de 2018

LA MIRADA. La contemplación de un árbol.




“Yahveh hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Gen.2,9


La mirada al paisaje puede sosegar el ánimo. A veces alegra, otras consuela. Y quizá los elementos naturales que más contribuyen a centrar las cosas, a sosegar, son los árboles. 


Hay muchos tipos de árboles, pero todos comparten algo que los hace extraordinariamente amables, más allá de su aspecto utilitario, sea por sus frutos o madera para nosotros, o albergue para pájaros.


Un árbol transmite una extraña mezcla de vida y quietud. Está ahí, en donde estaba antes de que naciéramos y en donde seguirá después de que nos hayamos muerto. Esa quietud es, sin embargo, sólo aparente, porque la vida no conoce la estabilidad de las piedras. 


Un árbol crece, madura, envejece, muere. En el sur de Italia se ha estimado la edad de un árbol en más de mil doscientos años. Parece que algunos ejemplares de Sequoia sempervirens vivían ya en los tiempos en que el Mediterráneo, lejano a ellos, era un lago romano.


Cualquier árbol nos remite a la calma porque sugiere que el tiempo no existe, algo que, por otra parte, parece ser cierto al nivel más básico de contemplación del mundo. Esa permanencia relativiza cualquier prisa humana. 


Pero la quietud es sólo aparente. En todo ese bello organismo se da un proceso mágico, que es paradójicamente más misterioso cuanto mejor se comprende. Sus hojas verdes, duraderas o caducas, están llenas de cloroplastos, en donde fotones procedentes de luz solar de baja entropía son captados de modo que proporcionen energía libre para romper agua y producir moléculas de vida. El segundo principio será respetado pero, en esa cadena de síntesis molecular el aumento de entropía del universo se hará compatible con el complejo orden de la vida en este planeta, incluyendo la nuestra. Muchos otros seres vivos pueden llevar a cabo ese extraordinario proceso de la fotosíntesis y algunos servirán de alimentos en la cadena trófica que llegará a nosotros y más allá. Pero un árbol muestra en sí mismo la pura transformación de energía solar en vida admirable, porque es imposible resistir la percepción estética que un ser vivo tan alto, tan longevo, tan bello, produce a la contemplación liberada. No es extraño que tantos pintores y de tan diversas tendencias hayan pintado árboles.


El árbol de la vida se incrusta en las grandes creencias mítico-religiosas. Es el axis mundi,  el Yggdrasil, el árbol sefirótico, el árbol de la cruz. 


Transformando luz, un árbol da a la vez sombra y cobijo. Bajo el árbol de Bodhi, Siddhartha Gautama resistió la ferza demoníaca de Mara y alcanzó la iluminación. Sin luz, en una noche, unos olivos acompañaron la oración angustiosa de Jesús.


Parece que no podríamos vivir sin árboles y no sólo por su implicación en lo que sustenta nuestra biología, sino porque el árbol es símbolo nuclear para seres simbólicos. Mirando a un árbol y siendo con él aquí y ahora nos situamos propiamente en la vida, ralentizando su rápido flujo en una perspectiva de instante eterno.