viernes, 22 de febrero de 2019

SEGREGACIÓN POR EDADES. Asilos y niñofobias.


“Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer”


(Rubén Darío) 

“Pero Jesús les dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos”. (Mt.19,14). 

He sabido de la existencia de la “niñofobia” por un excelente artículo publicado al respecto por el psicoanalista Manuel Fernández Blanco En él da cuenta de ese curioso contraste entre “el niño idealizado y el niño como molestia”. 

Es cierto que los niños son algunas veces molestos a otros, pero eso no ocurre porque sean niños, sino porque tienen padres inútiles, incapaces de educarlos mínimamente. Pero resulta que también le son molestos a algunos los recreos colegiales por el alboroto que en ellos se da, siendo así que un recreo colegial sin ruido sería, como indica Fernández Blanco, “una escena siniestra e inquietante”.

Hace años, por el supuesto bien de menores, había espectáculos en los que su entrada no se permitía; había películas “toleradas” y otras sólo permisibles para mayores de 18 años. Ahora, por el supuesto bien del adulto, hay hoteles "no tolerados"para niños. Son los “adult only” y abundan, habiéndolos lujosos, rurales, de todo tipo. 

No es permisible estar obligado a aguantar niños cuando uno está disfrutando de sus merecidas vacaciones o soportando las tareas de su vida cotidiana. En realidad, son más dóciles y manejables las mascotas y por eso no extraña que los perros sí sean más aceptables; a fin de cuentas, son otra especie, son objeto interesante, aunque reciban, como si sujetos fuesen, nombre propio, en tanto no sean sustituibles por un robot que no incordie con excreciones. En realidad, ya hay artefactos de pseudo-comunicación con nombres como “Alexa” o “Siri”, muy superiores a los ya olvidados Tamagochi. Mascotas sí, niños no, y así el censo de perros se dispara en comparación con el de niños.

No basta con decir que los niños molestan, porque más molestos son los jóvenes que hacen botellón en una calle y perturban el descanso de cuanto vecino haya en ella, con un horario que es un tanto más desajustado que el de los recreos colegiales (en donde, además, no suele haber alcohol). Pero ya se sabe, “juventud, divino tesoro”. Si se es joven, todo está permitido, porque ya suponemos que el mundo les pertenece (“Tomorrow belongs to me”, cantaba un joven rubio en la película “Cabaret”), aunque eso sea una gran mentira y abunden las depresiones precisamente cuando la vida “sonríe”.

Niños adorados, consentidos, malcriados …  y segregados. Curiosa y tristemente, hay espacios de segregación en donde los niños son “queridos” del peor modo. El escándalo de la pederastia masiva por parte de religiosos resquebraja la Iglesia católica y transforma creencias en estupores, traicionando lo bueno transmitido en dos mil años. El ámbito eclesial (colegios, seminarios, etc.), que debiera ser protector, ha resultado ser con demasiada frecuencia otro campo concentracionario que desprecia las palabras de Jesús: “Más le vale que le pongan una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lc. 17, 2).  

En 2002, “The Boston Globe” publicó una investigación al respecto, de la que se hizo eco la película “Spotlight”. Sabemos que no fue algo aislado (y han pasado 17 años de ese reportaje). La frecuencia tan escandalosa de la pederastia llega casi a aproximar aquí la probabilidad como frecuencia al límite y a justificar así una terrible pregunta, aunque no se formule directamente: “Padre, ¿es o ha sido Vd. pederasta?” Curioso que un pederasta sea llamado “padre”. Mucha tarea le queda al papa Francisco en estos días para impedir que, en el futuro, el término “cura”, procedente de algo hermoso, “cura animarum”, alcance la sinonimia con una perversión abominable. Y la Iglesia católica no es precisamente un caso aislado en esta barbarie. 

Todo lo peor es factible desde el desprecio ético que incluye la objetivación, la reificación del sujeto. No bastará con exhortaciones papales, por duras que lleguen a ser. Sólo saberse dependiente de la “polis” como ciudadano en relación con otros también ciudadanos, sea uno carpintero, ingeniero o cura, sometido a su ley y no a la de un estado teocrático, de una ONG o de una secta, podrá frenar o paliar la acción criminal. 

Si los niños se segregan, los viejos no iban a ser menos, a no ser que enmascaren su triste situación con medidas “anti-aging” exigibles a la fosilización juvenil. Los viejos, los de verdad, siguen molestando, por ser una carga a cuidar y por recordar que, si uno no se muere antes, llegará a tan triste situación. No es agradable comer con un viejo que se baba, que no para de temblar al beber o que dice sandeces; mejor ingresarlo, segregarlo. 

El viejo sólo es admisible como consumidor, y sobran los estúpidos anuncios de una vejez dorada, tanto como rara, en la que felices parejas de los que han entrado en la “tercera edad” viajan en un crucero, disfrutan de la viagra, o saltan en el jardín con sus nietos, gracias a suplementos de calcio, magnesio o plantas diversas. Todo es permisible mientras gasten gastándose. Ya los concentrarán a todos ellos si no se mueren antes. Han olvidado que los sistemas sanitarios se centran en la edad laboral (una mujer, por ejemplo, puede tener cáncer de mama tras los 70 años, pero ya no será “cribada” por su edad).

Quizá estemos ante dos extremos que, siendo tan diferentes, perturban el ideal de la sana juventud, con sus moderadas sonrisas, con alguna exageración quizá (un poco de cocaína, bastante alcohol o algo que suba la adrenalina de vez en cuando, incluyendo selfies merecedores de premios Darwin), con su atractivo sexual, con sus tersos rostros y con esas proporciones anatómicas ideales para una reproducción a la que no consentirán, haciendo caer la natalidad en una Europa que se cierra a la inmigración. ¿Por qué aguantar que un niño altere su paz y recuerde, con su mera presencia, que esa etapa supuestamente feliz ya pasó en el río de la vida, que se pretende más bien que sea un lago perenne de vida estimulante?

¿Por qué soportar a un anciano que recuerda ese futuro indeseado?

En cierto modo, subyace el deseo expresado en la película Cocoon  de una juventud eterna por estática.

El término “guardería” es inadecuado por ser inexacto (propiamente, se guardan cosas, no personas) e incompleto, pues guarderías son también las escasas residencias geriátricas públicas, las carísimas privadas y los asilos derivados de esa caridad católica tan poco caritativa tantas veces, tan aparentemente sádica algunas, tan dudosamente cristiana en frecuentes casos. Privadas, públicas o caritativas, las residencias geriátricas acaban siendo guarderías en sentido literal porque guardan al objeto incordiante, despojado de su ser, consentido en su torpe recuerdo subjetivo que ya nada aporta. 

La segregación racial contempló campos de concentración. Ahora esos campos, los que no miran razas sino edades, son mucho más “light”; en ellos se da de comer, se ayuda en la higiene, se facilita la medicación, la gente no queda indefensa (en general) ante sus enfermedades (quizá no fuera lo peor en determinados casos), pero no dejan de ser pequeños “Konzentrationslager” dispersos, “personalizados” por tres grados de dependencia, pero Kl, a fin de cuentas, en los que, en vez de extenuantes trabajos forzados, se obliga a infantiloides actividades manuales, con ayuda de “coachers”, para prevenir o tratar demencias y mantener las articulaciones.

Hay gente que no quiere recordar la infancia ni oír hablar de la vejez, y ver niños y viejos recuerda que, a pesar del delirio transhumanista, que pretende una juventud eterna que paralice la Historia, envejeceremos, nos haremos con mucha probabilidad enfermos, decrépitos y dependientes antes de morir, a no ser que ese acontecimiento tan poco recordado, la muerte, acontezca antes.

Y quién sabe, tal vez entonces uno sea asistido espiritualmente con la confianza de que la eficacia sacramental se da “ex opere operato” y no “ex opere operantis” (la Iglesia siempre fue sabia), por lo que sobraría cualquier sospecha sobre la posible pederastia o cualquier otro pecado por parte de quien ayuda a un viejo a morir.




lunes, 18 de febrero de 2019

PSICOANÁLISIS. Lo inconsciente y el cerebro… ¿Nada en común?






En julio de este año, Bruselas acogerá la celebración del 5º Congreso Europeo de Psicoanálisis, PIPOL 9, con el llamativo título: “EL INCONSCIENTE Y EL CEREBRO, NADA EN COMÚN”. 

Es un enunciado que induce, sin duda, a pensar los grandes interrogantes, aunque como postulado se plantee.

Ante la deriva cientificista actual, ante la reificación que implica, es bueno resaltar lo que nos hace humanos, es bueno recordarnos como seres libres y, a la vez, determinados … por nosotros mismos, por eso que nos es inconsciente. Libres, no obstante, a pesar de todo y, por ello, responsables. 

No somos el efecto de una cadena de estímulos – respuestas. Somos algo más. ¿Qué? Nosotros, de uno en uno y con todos, sabiéndonos y, sobre todo, desconociéndonos, aventurándonos a preguntar y a saber de nuestra ignorancia.

No somos el fruto directo de una constitución cerebral. Ni siquiera puede afirmarse que lo seamos de un cerebro con capacidad de remodelación plástica.

La ingenuidad reducccionista es patente cuando se consideran el enamoramiento, la depresión, la angustia, la alegría o cualquier síntoma, en general, como el resultado de un balance sináptico de neurotransmisores o como la consecuencia de unos genes o de sus modificaciones epigenéticas.  Reducción neural, reducción genética, reducción a un software entendible a la larga, mediante los grandes proyectos de “fuerza bruta” (BRAIN, Human Brain Project…), como resultado de un hardware genético y sináptico, de un conectoma reducible a una secuencia de bases o, lo que es lo mismo, de bits.

Somos porque soy, eres, es, y porque eso es permitido por el lenguaje que nos permea desde que nos vamos constituyendo. Somos singulares y hablantes y esa subjetividad extraordinaria hace de cada uno de nosotros un ser inigualable, especial, irrepetible, en la historia del mundo, por más que podamos parecernos unos a otros. Somos cada uno disfrutando paradójicamente en lo que puede resultar extraño, recreándonos en el síntoma, gozando con lo que nos hace sufrir. Somos, sin duda, extraños.

Ahora bien, ¿nada en común entre lo inconsciente y el cerebro? Parece difícil asumir tal axioma porque, si lo hacemos de modo coherente, si no hay nada en común, incurrimos claramente en un dualismo, y poco importa que le llamemos cuerpo-alma, cuerpo-mente, cerebro-inconsciente o como queramos. Y el dualismo es algo respetable, sin duda (dos mil años de cristianismo ajeno a la postura bíblica lo han mantenido), pero ¿es necesario? ¿No bastaría con aceptar la posibilidad emergentista que hace del cerebro causa necesaria, aunque no sea suficiente, a la hora de configurarnos como seres conscientes y, sobre todo, como inconscientes?

Nadie es reducible a un amasijo neurológico, pero ni debemos renegar del pasado ni cerrarnos al futuro. Un hallazgo que no fue fruto del ataque racional sino del empirismo más vulgar nos proporcionó los neurolépticos y eso cambió la Psiquiatría de modo radical. El litio estabiliza a muchos pacientes evitando las dramáticas oscilaciones de la psicosis maníaco-depresiva. Los ansiolíticos son un paliativo ante la angustia insoportable. ¿Qué nos deparará la Ciencia? Es de esperar que grandes cosas, a pesar de las infantiloides interpretaciones cientificistas. No es impensable que conocer mejor el cerebro pueda facilitarnos la vida. 

Creo recordar que, en su biografía de Freud, Peter Gay nos dijo que el fundador del psicoanálisis admitía la posibilidad de superación farmacológica. Sabemos que Freud procedía del positivismo y que su honestidad le hizo llegar al psicoanálisis. Podemos decirlo al revés: llegó al psicoanálisis desde la ciencia, aunque el psicoanálisis no sea una ciencia.

Estoy convencido de que el psicoanálisis, especialmente en su versión lacaniana, saldrá reforzado de un encuentro como el previsto, precisamente porque asumo que el título de ese Congreso responde al exceso cientificista a neutralizar desde la sensatez, a un exceso que debe ser combatido desde la opción clínica humanista. A pesar de ello, quizá sea un tanto exagerado establecer una dicotomía radical, aunque no se pretenda en sentido literal. 

El psicoanálisis ha iluminado nuestra posición en el cosmos; desde su óptica, no sólo somos polvo estelar. Ahora bien, es perfectamente plausible que el psicoanálisis sea reforzado con el avance neurocientífico y que así el cerebro y lo inconsciente, con todos los matices necesarios y que serán cuantiosos, tengan en realidad mucho en común, aunque se enmarquen en distintos discursos. Las perspectivas neurobiológica y psicoanalítica no tienen por qué seguir derroteros incompatibles a perpetuidad. 








viernes, 8 de febrero de 2019

El feliz descamisado.




“Te preocupas y agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. (Lc.10, 41-42).

Hay quien se recrea en la mentira de la felicidad supuesta en ricos y famosos. Y la envidia, un tanto frecuente en nuestro país, no se conforma con personajes de televisión; también los de al lado, muchos que "no lo merecen", parecen felices. En general, siempre son los otros los agraciados por ese estado de felicidad. 

¿Cómo se consigue? Crecen los anaqueles de libros de autoayuda que nos informan al respecto. No parece difícil y, sin embargo, algo tan supuestamente natural se nos vende como manual de instrucciones, al lado de otros libros sobre cocina o yoga. Libros de Seligman, Punset, Fuster, al lado de ricos testimonios vitales de gente feliz y luchadora (incluyendo los que “luchan” contra el cáncer) nos ayudarán a ser felices y, de paso, eficientes. 

Es conocido el breve cuento de Tolstoi sobre “La camisa del hombre feliz”. Y sabida es la conclusión; la felicidad, que muchos dicen que existe, no es transferible; el hombre feliz no tenía camisa con la que poder pasarle al poderoso zar un remedio para su melancolía.

No se “tiene” algo que proporcione felicidad, sean camisa, dinero, fama o genes. Simplemente, sólo a veces se percibe la felicidad, se instala brevemente uno en ella, como cuando se enamora. Y después se evapora.

Cuando la vida sonríe, el sonreído puede, sin embargo, precipitarse en el abismo de la depresión e incluso suicidarse. Si lo tenía todo…, se dirá ante su féretro. Pues claro, por eso está ahí, por no soportarlo.

Desde la percepción trágica, uno puede, si no es capaz de asumirla, acudir al médico, y entrará en un apartado del DSM III, del IV o del que venga. Se le tratará con psicofármacos para que sus espacios sinápticos se den cuenta de que no hay motivo para la depleción amínica asociada al hundimiento anímico.

El caso es que, como con el cuento de la camisa, hay que buscar eso que no se tiene, incluyendo neurotransmisores o aspectos no materiales. Quizá no se tenga sueño suficiente, o haya falta de ejercicio, o ausencia de recogimiento o haya que cambiar una relación tóxica por otra condescendiente. La ausencia de felicidad se asocia así a la ausencia de algo. La camisa, que reviste el cuerpo, es un buen símbolo para esa carencia, para esa falta de trabajo, de salud, de amor, de reconocimiento, de todo lo que parece necesario.

Y sí. Hay condiciones necesarias, pero nunca tanto como se cree y, sobre todo, nunca suficientes. No las hay porque la falta real es la que atañe al ser. Se está en falta con, en, uno mismo y, si eso se reconoce, la necesidad de felicidad pasa a ser considerada como lo que es, algo fugaz, interesante, gozoso, pero no un fin en sí mismo. No estamos aquí para obtener una camisa de felicidad.

Schöner Götterfunken”. Eso es la alegría de Schiller y Beethoven, un bello fogonazo divino.  Fugaz y, a la vez, señal de que con eso basta, con ese breve instante en que el relámpago amoroso ilumina el mundo y nos recuerda que estamos vivos. Anuncio de algo singular, atemporal, cósmico y eterno, soplo divino. Alegría, hija del Elíseo.

No cabe hablar de felicidad, pero sí de ser feliz, porque la felicidad nunca se tiene más que en instantes. Ser feliz no excluye la tragedia de la vida y es, con todas las consecuencias, la asunción de estar en el mundo, de ser parte esencial de él, aunque sea soportando lo más terrible. Abundan ejemplos heroicos de esa perspectiva. 

Quizá no quepa mejor expresión que la de Bertrand Russel: “El hombre feliz es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.

Se trata de eso, de sabernos partícipes en el Misterio, en esa corriente de la vida a la que entramos un día y de la que saldremos otro, sin que importe demasiado cuánto tiempo estemos en ella. Y por eso no cabe buscar una felicidad racional, pues sólo puede aproximarla la imagen mítica. Y por eso no nos satisfará la Medicina, porque Hygeia, ya nos lo mostró Klimt, es ajena al río de la vida en el que podemos participar como seres libres, a pesar de todos los pesares, como seres que aman a pesar de odios, como portadores de sentido en el sinsentido de la Historia.