Hay una curiosa relación entre el ejercicio clínico y la escritura. Tal
parece que la mirada al paciente induce a la reflexión, a la propia mirada. El
resultado, a veces, se plasma en algo que es dicho, escrito. Y, en raras
ocasiones, lo escrito reverbera en quien lo lee, tal vez porque un clínico sepa
tocar lo que vibra, eso que nos hace humanos, el alma, término esencial, soplo
de vida, por más que se haya degradado por el uso.
Tengo la fortuna de contar con
amigos que, desde su posición de médicos, han mostrado las vicisitudes de lo
singular. Alguno, como Fidel Vidal, ya ha tenido el modesto eco de quien esto
escribe aquí, en este blog que, desde un principio, aunque no siempre se
exprese, se refiere a esas siniestras o balsámicas aguas (quién sabe) del río Leteo.
Hoy recojo a otro autor amigo. Se
trata de Pablo Vaamonde. Es médico de familia. Tiene una larga trayectoria
clínica en una especialidad que paradójicamente es ajena a la especialización misma
y al brillo aparente que ésta puede conferir. Ser médico de familia supone ser,
en el mejor de los sentidos, generalista, algo cuya necesidad cada día es más
urgente para todos. Necesitamos la mirada clínica como el agua. Necesitamos
internistas, pediatras, geriatras, psiquiatras, psicoanalistas, fisioterapeutas, precisamos de
todo aquel que no se ciña a un órgano, por importante que sea tal dedicación,
sino que abra la mirada a todo tipo de acontecer biográfico, al nacimiento, la
enfermedad y la muerte. Necesitamos a alguien que acompañe siempre, que palíe
con cierta frecuencia y que, a veces, incluso cure, como decía Trudeau. No es
fácil asumir esa vocación clínica que implica soportar día tras día tanto
sufrimiento humano y muchas frustraciones e ingratitudes, sabiendo mantener esa
milagrosa mezcla de distancia terapéutica y compasión realista, esa peculiar armonía
de conocimiento y sensibilidad.
¿Por qué es soportable algo así como
el ejercicio clínico cotidiano, con todas las limitaciones que supone involucrarse
en la Atención Primaria, tan ignorada en nuestro medio por el poder político,
por tantos gestores que no hacen más que reuniones de despacho? Hay una palabra que podría expresarlo; se
trata de vocación. Alguien es vocado, impulsado, a poner lo mejor de su vida,
de su saber, en la ayuda a enfermos, en absorber algo de su pathos, en
compadecer auténticamente. Por qué sucede eso tiene algo de enigmático, incluso
de misterioso, pero, sea como sea, se ancla en la propia biografía. Nadie se
hace médico o psicoanalista como pudiera hacerse ingeniero so pena de incurrir
en un gran error vital, pues ser clínico es un modo de eso, de ser, que no es
poco, pues va mucho más allá del mero hacer, tener o estar.
Hay casos en los que, seguramente sin pretenderlo, sólo aceptando la
necesidad de escribir, alguien nos transmite las claves de lo que lleva a eso,
a ser médico y, sobre todo, a soportarlo. En cierto modo, al Dr. Vaamonde, que
ya tiene su trayectoria como escritor, esta actividad “complementaria” lo ha
traicionado del más feliz modo, haciéndole responder a la pregunta. Lo hace
con su último libro, “Pavillón de repouso”. Es un texto hermoso, escrito en la
lengua materna, gallega, y bellamente editado por “Medulia”, con ilustraciones
de Jesús Cubillo y Xosé Cobas. Como ocurre en general, la propia lengua
impregna lo que se dice de un modo especialmente personal.
He tenido el honor de redactar su prólogo, su “Limiar”. Me fue fácil hacerlo
porque me bastó con ver lo esencial que todo el libro destila. Se trata de
gratitud. Se agradece la vida, las oportunidades que ha dado, la familia en la
que uno fue acogido y a la que ahora uno acoge. Se agradece la tierra y el buen
“contagio” que los pacientes transmiten. Es incluso desde el agradecimiento que
surge la crítica con la decisión política cuando ésta amenaza el ejercicio
clínico, la correcta asistencia sanitaria que los pacientes merecen. Tal
crítica responde a la posición ética que lo bueno de la vida, eso que tantas
veces nos pasa desapercibido, exige de cada uno. Responde también así a la
gratitud.
No es poca cosa ser agradecido. Ya se dice y con razón que es de bien
nacidos. Y uno puede dar las gracias a muchos o a pocos. Puede darlas a Dios si
cree en ese Misterio. Puede darlas incluso sin objeto ni sujeto a quien referir
tal agradecimiento. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”. Así cantaba
Violeta Parra. Así lo hizo Joan Baez y así se inicia un libro cuyo título es acertado.
Quien lo lea, quien entre en ese saludable pabellón de reposo, saldrá bien restablecido,
lo suficiente para agradecer a la Vida lo que en ese brevísimo tiempo en la
historia del mundo que es el acontecer biográfico le haya concedido.