sábado, 26 de noviembre de 2022

Ocho mil millones

        


        En estos días, el número de personas vivas poblando el planeta ha alcanzado, según dicen, la cifra de ocho mil millones. 


        Son, somos, muchos. Pero una cifra nos dice muy poco. Ha ocurrido y ocurre con grandes catástrofes naturales y bélicas, cuando lo que se cuenta son muertos. 


 Podemos hacer un ejercicio de imaginación, como es dedicar sólo un segundo a contar cada uno de esos ocho mil millones, algo imposible de acometer por alguien, por longevo que sea. Uno, dos, tres… a razón de un segundo por número adicional le llevaría a una máquina ideal, exenta de error y de reparaciones de mantenimiento, algo más de dos siglos y medio. Y en todo ese tiempo, el recuento ya se habría quedado claramente muy corto, de seguir la tendencia en la que estamos embarcados ahora.


 Las grandes cifras (ocho mil millones lo es) difuminan lo discreto, lo individual, haciendo de la humanidad viviente un continuum temporal ante una visión simplista. En ese conjunto, puede asumirse con bajo error, aunque no muy fácil de calcular, que lo altamente improbable, pero posible porque haya ocurrido alguna vez en la Historia, se repite ya o sucederá pronto en algún lugar del planeta. No tenemos la seguridad absoluta, pero sí una probabilidad de ello que, a efectos prácticos, se aproxima a uno. Y por eso, la cifra difundida por los medios de comunicación evoca el eterno retorno de lo mismo en el ámbito de lo humano. No porque la vida de uno se repita indefinidamente, sino porque habrá biografías muy similares, que tienden a la identidad bajo diversas perspectivas de terceros. ¿A qué le llamaríamos “lo mismo”? La mirada simplista acoge con facilidad la etiqueta de subconjunto racial, geográfico, religioso, fisicalista, etc., de lo humano. 


        Es muy probable que descubrimientos claves en el avance tecno-científico sean producidos en un intervalo de tiempo corto en comparación con el tiempo del mundo, sólo porque hay más mentes que nunca. Así, es imaginable que se logre pronto una teoría de gran unificación, que haya viajes no necesariamente tripulados a planetas más allá del sistema solar o que las grandes enfermedades, como eso casi innombrable a lo que Mukherjee llamó “el emperador de todos los males”, se puedan curar. Pero no todo será bueno, con un riesgo de hecatombe bélica nuclear, de catástrofes naturales masivas o de emergencia de enfermedades novedosas o asociadas a gérmenes que “despierten” tras el deshielo inducido por el cambio climático.

 

        Habrá la tentación de una perspectiva atomística más reductiva que en la que ya estamos inmersos, y en la que la noción de átomo-individuo cobre más fuerza que la que ya tiene en la bio-estadística actual. Muchos estudios podrán acometerse así, considerando a cada uno un “voxel” en una gran matriz hiperespacial de variables definidas, o una “dx” en una aproximación por ecuaciones diferenciales. Estaríamos acercándonos a una identidad relacionada con el subconjunto en que los grandes análisis de datos nos ubiquen.


        Tal estado de cosas induce a la reflexión. Por un lado, se impone una gran humildad porque es más fácil que uno se reconozca como más sustituible que antaño en el gran teatro planetario. Uno podría decirse a sí mismo: “no te obsesiones con tu mortalidad; no te des tanta importancia, que eres sustituible”.


         Por otro lado, vivir en un planeta común no equivale a vivir en nuestro propio mundo, el de cada uno, el que podemos construirnos desde el acontecer biográfico a pesar de las restricciones de contorno que puedan darse. Habría, pues, la posibilidad de un “Umwelt” particular, asociado a la libertad, donde seguiríamos con la capacidad de ser en él, como Dasein, con un “ahí” concreto, habitando propiamente, y no sólo viviendo, sin que el exceso poblacional pudiera anular nunca el comportamiento ético existencial al que estamos llamados desde nuestro fondo humano.  


        Se perfila un horizonte de posibilidades, como siempre ocurrió en nuestro trayecto evolutivo y después histórico. Por fantástica que parezca la realidad posible, seguirá siendo una realidad en la que vivir, movernos y ser, actuando en mayor o menor grado con capacidad transformadora, ética, incluso para regular la propia cifra de seres humanos que, por ser la que es, puede acabar haciendo de nuestra especie y de su producto, la cultura, una anécdota en el devenir del Universo.

domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris.