domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris. 

10 comentarios:

  1. Hola Javier. Es un texto precioso, esperanzador. Para leerlo no una sino Muchas veces. Gracias por escribirlo.

    ResponderEliminar
  2. Querido Javier: el tema de esta entrada me conmueve de manera muy especial. ¡Cómo querría tener esa fuerza de espíritu, esa valentía para afrontar la finitud con la serenidad que tu comentario alienta! Creo que no todos poseemos el don de asumir todo aquello que la vida nos depara. Por eso leo y releo lo que has escrito. Quiero absorber tu sabiduría, tu fe.
    Un abrazo
    Gustavo Dessal

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querido Gustavo,
      Eres tú quien me conmueve con tus animosas palabras.
      Estoy convencido de que tú, a quien considero maestro en el ámbito espiritual, anímico, tendrás temple sobrado si la vida te pone a prueba, a la vez que tengo mis dudas sobre el mío. En cierto modo, escribir supone para mí la opción de expresar un deseo, más que una realidad, un modo de oración quizá, porque el miedo no me es ajeno, porque la serenidad me abandona con frecuencia.
      Mi fe es confianza en que, a pesar de todo el mal, todo el horror que nos rodea y que llega a tocarnos, el Amor sostiene el universo y que Eso, el Gran Misterio, Padre y Madre, a lo que llamo Dios por llamarle de algún modo, puede acogernos en la medida en que lo amemos en lo más cercano. En ese sentido, ejercer el psicoanálisis es un excelente ejemplo de amar aquí y ahora, con paciencia e inseguridades. Y ese amor transferencial es salvífico.
      Creo que ni un sólo momento de tu escucha atenta en análisis será, aunque suene paradójico, desoído. Creo que nada de tanto bueno que escribes dejará de ser escrito en el libro de la Vida. Sin lugar a dudas, tu corazón es y será más ligero que la pluma en esa balanza final.
      Un gran abrazo
      Javier

      Eliminar
  3. Siempre tocando la fibra emocional, querido Javier. Gracias por tan hermosa reflexión. Juzgarnos en el amor. Al final (si lo hay, según los creyentes) apuestas por un elogio a lo efímero (aceptémoslo como eterno). Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti. Apuesto por lo eterno, por una vida eterna, no por una aburrida inmortalidad, tampoco por lo simplemente efímero.
      Un abrazo

      Eliminar
  4. Bloging in the wind8 nov 2022, 19:29:00

    Hace escasos días que he leído (las últimas páginas, devorado a cámara lenta) “Crematorio”, de Chirbes, una lectura pendiente y permanentemente boicoteada por el RIP (Red de Inteligencia Personal, algo parecido al MI6 que actúa como “personal shopper” de los compulsivos).
    Obviamente es una sensación mía pero cada entrada que publicas en tu blog me llega con alguna lectura que la parte más inhóspita de mi cerebro las relaciona. “Crematorio” habla (los libros nos hablan) sobre los años de la corrupción inmobiliaria, pero sobre todo, de la vida, de la muerte y de la dedicación que ponemos en ello; dedicación en el sentido de “a qué dedicamos la vida antes de morir”, a ese balance biográfico al que haces referencia y que, en el libro de Chirbes, se demuestra obsesivo en varios de los personajes. Es, como la mayoría de ellos, un libro de autoayuda, pero no como la convención literaria nos tiene acostumbrados. Y habla sobradamente de las convenciones y los universales, los valores sobre los que se cimientan (verdadero o falso, idealismo o realidad, truco o trato) nuestro existir.
    Cremar es reducir algo a cenizas, fundamentalmente un cadáver: un ser sin vida… o la vida de un ser.
    “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. En eso, la modernidad que condiciona el tiempo en que vivimos y que, en nuestro caso viene definida ineluctablemente con lo efímero, nos ha quitado ese “peso” de encima: el pasado, más que no existir carece de valor, es ceniza apenas llevada por el viento. El pasado está formado por cultura e intranscendencia. Para mí, poco experto en filosofía y metafísica, sobre todo en cultura.
    Sé que exagero, pero eso es porque tampoco escapo a la modernidad, mal que me pese.
    Como obituario, recuerdo el de un amigo que publicó una esquela muy gallega a la muerte de su primo: “Marcho, que teño que marchar”. Y, en la lápida de un cementerio de la Costa de la Muerte encontré esta leyenda: “Pobre Pepe”.
    Como sabes, soy aficionado al Jazz y estos días estuve escuchando un programa sobre “disonancia”. Da para una entrada en el blog.
    Gracias, Javier.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querido Miguel,
      Muchas gracias por este comentario y por la sugerencia de lectura de "Crematorio", que lo tenía en espera.
      Yo creo que el peso del pasado varía también con la edad; yo vengo de una época en la que pesaba más que ahora. También ocurre que, cuando uno es joven, tiende a mirar más el futuro que todo lo anterior.
      En cuanto a inscripciones, yo también vi esas que indicas. La segunda, la del "pobre Pepe" la he visto en el cementerio de San Amaro.
      Un abrazo
      Javier

      Eliminar
  5. Bloging in the wind13 nov 2022, 2:09:00

    He estado pensando en tu última frase. Coincido contigo en que el pasado tiene perspectivas distintas según la edad vivida en confluencia con la época en que es percibido. Por lo general, los jóvenes miran más hacia el futuro, un futuro lleno de futuro, lleno de por venir. Aunque recuerdo (y en esto el engaño es maestro) que, de joven, tenías no sólo la sensación de futuro sino la de parar el tiempo, un tiempo detenido por el ímpetu de vivir, de descubrir, de experimentar. Un tiempo que parecía llenarse continuamente como un coche en reserva al que le llenan el depósito. El pasado estaba escrito y tú apenas comenzabas a escribir el tuyo propio, y el de tu comunidad se reducía a la pandilla, quizás a la familia (con un poco de suerte). El pasado estaba en los libros de Historia o en las fotografías de los álbumes, pero la energía parecía consumirse en detener el tiempo. Eso es lo que recuerdo de mi pasado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí. Cuando uno es joven, muy joven, el futuro se percibe lejano y abierto a múltiples posibilidades.
      Esto, en lo que me induces a pensar, supone ahora para mí un interrogante: ¿Cuándo, en mi vida, dejó de ser así el futuro para concretarse en un futuro previsible? Supongo que cuando empecé a trabajar tras el MIR, como médico de plantilla en mi hospital. Eso sucedió a los 25 años.Visto en perspectiva, podría decir que era muy joven entonces, pero en esa época, curiosamente, me sentía mayor y más "proyectado", en el sentido de ser lanzado hacia el futuro, que ahora mismo.
      Tu reflexión incide como un bisturí en la propia perspectiva vital.
      Un abrazo,
      Javier

      Eliminar