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miércoles, 26 de mayo de 2021

El placer de hacer una tesis

 


Esta entrada es un poco más larga que las habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento. 

 

Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años 80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello, precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.

 

Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas 

 

Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto detallado al respecto.

 

Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la tesis. 

 

Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente intransigencia a una receptividad llamativa

 

Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó entonces todo tipo de posibilidades. 

 

Era una época interesante. Lo que ahora nos parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas (Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ), estaban disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que, atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas ad hoc, con su sello de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper” en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde mostraban maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba. 

 

Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo, como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería paleolítica. 

 

La tesis proyectada era de carácter experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí, disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.

Convencido de que mi vocación era la investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo, hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con lo experimental, con lo estético que con lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados. 

 

Los ochenta fueron años de cambios, quizá de mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros, presenciales diríamos hoy,  que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en comparación con el Apple II.

 

Ahora, que hacemos las fotos que queramos con cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras, signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”. Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas. 

 

Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante reside en la búsqueda más que en el resultado mismo. 

 

Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año. Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso. Me enseñó y aprendí.

 

Podría decir que me dirigió muy bien precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé. 

 

Monod hablaba del azar y la necesidad en el ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el trabajo creativo. 

 

Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa. 

 

José Cabezas, un hombre cuyo interés no se limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo, a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.


Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.

sábado, 18 de enero de 2020

MEDICINA. Átomos de Vida.




Ocurrió de forma gradual y gracias a la ampliación de la mirada al mundo microscópico. 

A día de hoy parece increíble que una lupa nos revele algo nuevo más allá de facilitarnos ampliar la imagen de lo observado. Pero una lupa muy pequeña, construida con una gran precisión por Antoni van Leeuwenhoek, fue el primer microscopio de una sola lente. Con algo tan simple, pero difícil de lograr, descubrió que, en su propio semen, fluía la vida en forma de pequeños “animálculos”, los espermatozoides. En 1675 pudo ver protozoos, unidades de vida o “átomos vivos” según les llamó. Fue acogido por la Royal Society en 1680. También vio bacterias y glóbulos rojos. Todos sus descubrimientos acabaron dando lugar a los cuatro tomos de los Arcana Naturae

El uso de varias lentes convenientemente ubicadas en un tubo, en el que ya cabría hablar de un ocular y un objetivo, permitía una visión microscópica más fácil de efectuar, aunque no consiguiera un poder de resolución claramente superior a la lente de Leeuwenhoek. Así, con un sistema compuesto construido por Christopher Cook, Robert Hooke observó el nuevo mundo microscópico. Hermosas imágenes nunca vistas hasta entonces ilustraron su "Micrographia". El corcho fue una de las materias analizadas con ese microscopio, descubriendo pequeñas cavidades separadas, a las que llamó células. Había nacido así un nombre que acabó siendo revolucionario en Biología.

La continuidad reinaba en las ciencias físicas, en donde el atomismo, formulado inicialmente por Leucipo y Demócrito, y transmitido por Lucrecio, tardaría en imponerse, principalmente con Boltzmann y Einstein (con su trabajo sobre el movimiento browniano). 

Esa continuidad regía en la concepción de la vida. En Medicina, a pesar de los descubrimientos anatómicos, (con el texto de Vesalio “De humani corporis fabrica”, publicado en 1543) regía la concepción humoral en conexión con una visión estructural macroscópica.

Fue en el laboratorio de Johannes P. Müller, donde el botánico Matthias Jakob Schleiden conoció al fisiólogo Theodor Schwann. Juntos propusieron la teoría celular. En 1839 aparecía el libro de Schwann, Mikroskopische Untersuchungen über dieUebereinstimmung in der Struktur und dem Wachsthum der Thiere und Pflanzen.

Esa teoría tenía dos postulados esenciales. Uno residía en afirmar que todos los seres vivos están integrados por células y los productos de éstas. El segundo defendía que las células son las unidades de estructura y función.
Fue Virchow en 1858 quien, en su “Cellular Pathologie” añadió el tercer postulado, diciendo que cada célula proviene de otra preexistente (“Omnis cellula e cellula”). 

Casi cien años más tarde, en 1953, ese atomismo pasó a ser definitivamente molecular con la presentación del modelo del ADN de Watson y Crick .

Hoy sabemos que el término “átomo” no es adecuado porque lo que así llamamos está formado por electrones y protones, estando estos a su vez constituidos por quarks. Lo que sea átomo aleja la mirada a las misteriosas y teóricas “cuerdas”. Pero, a efectos prácticos, el atomismo se refiere al carácter discreto de nuestro mundo y nuestro cuerpo. La materia no es continua sino constituida por átomos, la energía está cuantizada, existen teorías que afirman que no tiene sentido hablar de un espacio-tiempo continuo por debajo de las dimensiones de Planck. Y la vida también es una armonía de discontinuidades. Lo discreto subyace a ella.

Una anatomía macroscópica es entendible a la luz del microscopio, histológicamente, y, mejor aún, como conglomerado de átomos “menores”, las moléculas y macromoléculas en una danza de complejidad que no cesa de revelarse en un grado cada vez mayor.

Ocurre que la visión atomística es esencial, pero quizá haya que establecer niveles pragmáticos de lo que entendemos como “átomo vital”. El reductivismo actual está obsesionado con la mirada al ADN, una mirada que se conjuga con la metáfora informática y que plantea el cuerpo como un hardware codificado por el software de las secuencias de ADN y que soporta el gran software que supone el código neuronal, tan malamente confundido con el alma. Un torpe neo-mecanicismo ha cobrado fuerza y el dualismo cuerpo-alma no solo no desaparece, sino que se ha robustecido del peor modo dando lugar al probablemente falso problema de la relación mente-cerebro.

Las consecuencias del atomismo molecular han supuesto un avance científico, pero también, paradójicamente una parálisis. Si los “átomos” son las moléculas biológicas, los tratamientos serán a su vez moleculares. El escaso desarrollo de la farmacología, cuyos grandes avances han sido más fruto del empirismo que de la perspectiva racional, da cuenta del relativo fracaso de esa visión discreta molecular en todos los ámbitos, desde las crecientes resistencias bacterianas a antibióticos, hasta las insuficiencias en tratamientos psiquiátricos u oncológicos.

La ciencia sigue precisando la mirada filosófica para situarse, para ver con mayor claridad los problemas a los que se enfrenta y no esperar a que surjan, a pesar del lastre que supone la inmersión investigadora en “líneas productivas”.

Hay enfoques que facilitan retomar del mejor modo la mirada hacia el viejo atomismo biológico, el celular. No indaguemos sólo en las moléculas, sino también en las propias células. Ninguna molécula está viva, las células sí. 

En Oncología, la inmunoterapia es una posibilidad contemplada desde hace ya bastantes años. Muy recientemente, precisamente el avance en el conocimiento molecular ha permitido retomar la célula como “átomo” terapéutico. Los avances habidos en el tratamiento de neoplasias hematológicas debidas a la proliferación incontrolada de células B han ido de la mano del uso de otras células, no de fármacos moleculares. Se trata de los ya ampliamente conocidos linfocitos T-CAR . Son células obtenidas del paciente y modificadas genéticamente de modo que expresen en su membrana un receptor quimérico dirigido contra un marcador de superficie (el CD19) que se expresa en las células B (tanto en las normales como en las neoplásicas). Tras su expansión “in vitro” son reinoculadas al paciente. Los resultados obtenidos son altamente prometedores y refuerzan la esperanza en un uso de células modificadas molecularmente en el laboratorio, pero células, al fin y al cabo, como agentes terapéuticos, desplazando la mirada de una visión molecular simplista, aunque con cambios moleculares se juegue.

Son pocos proporcionalmente los trabajos dedicados a la Biología Teórica en contraste con la abundancia de artículos observacionales y experimentales, que inciden especialmente en el aspecto bioquímico (mucho menos en el biofísico) de la vida.

Esa concepción teórica se ha nutrido casi calladamente de la simulación de procesos por ordenador. Es ya muy viejo el “juego de la vida” presentado por Conway y difundido por Martin Gardner, y que ha dado lugar a los llamados “autómatas celulares”, una aproximación o sustitución del cálculo diferencial por elementos discretos que evolucionan en una pantalla de ordenador. Con ellos, Wolfram ha defendido lo que llama un nuevo tipo de ciencia.

Es desde el ordenador que ha surgido un trabajo recientemente publicado en PNAS  y que parece revolucionario. Se refiere a los “biobots”. El objetivo no reside ahí en buscar nuevas moléculas, sino en hacer un nuevo uso de las células, tomándolas como unidades, como átomos, de entes biológicos novedosos dirigidos a fines concretos. El objetivo es topológico; se buscan formas biológicas, pluricelulares y originales destinadas a distintos fines, como si de micro-robots se tratara. 

El trabajo referido utilizó figuras policúbicas, es decir conteniendo N cubos (voxels) y estando cada par de voxels conectados por una cara (un voxel es el análogo a un pixel, pero en tres dimensiones en vez de dos). En el proceso de simulación, los policubos se sometieron a un algoritmo evolutivo destinado a promover la diversidad entre figuras, evitando a la vez la convergencia prematura entre ellas. Se simularon mutaciones que afectaban a cambios de forma y a dos posibilidades de comportamiento de voxels, pasividad o contractilidad, así como las características físicas de entorno. Se plantearon distintos objetivos evolutivos: locomoción, manipulación de objetos, transporte de ellos y comportamiento colectivo. Los modelos resultantes obtenidos (in silico) se copiaron en estructuras biológicas utilizando, mediante microcirugía, agregados de células embrionarias de Xenopus levis, cuyos elementos contráctiles eran las progenitoras de tejido cardíaco. El trabajo ha sido muy impactante porque abre vías a nuevos modos de manipulación biológica. Queda por ver si un aparente exceso de posibilidades futuras relatado al final del artículo es realista o mera promesa inútil.

El cambio de visión, incluso aunque parezca ir hacia atrás, puede resultar muy beneficioso. En una época en que la investigación se decanta en exceso por afanes curriculares y comerciales, con prisas que favorecen las “líneas productivas” y, a veces, con influencias de conflictos de interés, se echan en falta más visiones así, originales. El ADN ya ofreció un buen ejemplo. Estudiado hasta la saciedad como soporte de información genética, Leonard M. Adleman lo contempló simplemente como molécula informativa general, sentando las bases de una computación molecular en paralelo. Y otros lo percibieron como elemento de construcción, desde el que se crearon nanotubos de DNA  e incluso simpáticos origamis

A la vez que hay ausencia de reproducibilidad en muchas publicaciones, se repite lo peor en investigación, insistiendo en la prisa frente a la calma, esa que permite ver de otro modo lo mismo, lo que siempre estuvo ahí... esperando a la curiosidad. Una ciencia infantiloide tantas veces precisa recuperar paradójicamente la mirada infantil.