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viernes, 13 de octubre de 2017

La ausencia de voces.



Ya sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes para hablar de algo, aunque fuera irrelevante. 

Cuando el tiempo de compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en formación de parejas. 
 
Ahora, viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público rige el silencio.

Es llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.

Pero el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales. Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja, respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.

Incluso en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.

En las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más corriente que nadie conozca a sus vecinos.

El resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días. 

Cada vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros, básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que “cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica, habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador, barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.

No sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para que ellos también se callen. 
 
A veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados. Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo en la nube electrónica. 
 
En la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones auditivas. El tiempo dirá.