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miércoles, 3 de mayo de 2023

Ni la subjetividad es algorítmica ni la IA es inteligente.

 

Imagen tomada de pixabay

    Ante el curso que está llevando el “chat-GPT4”, se han producido reacciones de profesionales de distintos ámbitos del conocimiento con el intento de reflexionar sobre lo que puede suponer el desarrollo de la inteligencia artificial (IA), solicitando una moratoria, algo que recuerda los recelos que las técnicas de ADN recombinante indujeron en su día y que culminaron en la conferencia de Asilomar en febrero de 1975. Algo bien distinto. A esas voces se ha unido últimamente la de Geofreey Hinton, con múltiples reconocimientos por su trabajo en Google y que deja la empresa para tener más libertad personal a la hora de expresar sus temores sobre la IA que se avecina. Su llamada de atención se ha centrado, por el momento, principalmente en los riesgos de desinformación y de desempleo que la IA puede provocar. 

    No me entusiasma la prospectiva científica, aunque algunas veces quienes la hacen acierten; un ejemplo lo proporcionan páginas de “La Tercera Ola” de Alvin Tofller, en las que aludía, ya en 1980, al concepto de “prosumidor”; es difícil no serlo hoy en día, en que nuestros datos se han convertido en un bien comercial muy preciado. Pero tampoco hace mucha falta dicha prospectiva para enterarnos de que la evolución de la AI puede tener efectos no necesariamente buenos.


    En cualquier caso, no estamos ante un potencial salto cualitativo de la IA que parece surgir de la nada, sino que entronca en el enfoque “NBIC” (“nano-bio-info-cogno”) que tiene ya unos años, aunque ahora los avances de la IA parecen aproximarnos a marchas forzadas a esa singularidad con la que seguirá soñando Kurzweil. Sólo lo parecen.

Sabemos que la IA impresiona. Su modo GPT puede generar textos y confundir en trabajos escolares a profesores. Puede “crear”, dicen, arte, algo bien discutible. Se postula que su capacidad no es propiamente semántica y se limita al juego sintáctico, pero poco le importará esa distinción a quien use la IA o sea usado por ella. 

Parece que el “chatGPT” podrá sugerir, ante un cortejo de síntomas y signos, un diagnóstico que acabaría siendo más acertado que el que proporcione el ya viejo “Dr. Google” o todos los médicos juntos de la Clínica Mayo. En unión de sistemas robóticos como el Da Vinci (quién le iba a decir al renacentista por antonomasia que su nombre iría asociado a una máquina), el ejercicio clínico en toda su diversidad se acerca cada vez más, en la concepción de muchos, a la producción de coches, submarinos, armas o lo que se tercie, impulsando un neo-mecanicismo más duro del ya existente.


    El oráculo informático está depurándose a marchas forzadas. Atrás quedaron los buscadores tipo Google. Basta con preguntar sobre algo, pedir una información corta o larga sobre un tema… y tendremos una respuesta mejor de la que podría proporcionarnos otra persona, a la vez que en una fracción de tiempo casi instantánea. Y eso sirve o, más bien, servirá, para bien y, sobre todo, para mal. 

    Si un sistema AI nos permite predecir terremotos, bienvenido sea. Pero no es ese uno de tantos posibles objetivos bondadosos que a corto plazo se perciben. 


    El gran objetivo de la AI que se perfila no es epistémico sino sustitutivo… de nosotros. Es difícil que a corto plazo “emerja” una entidad autónoma que llegue a dominar el mundo, siendo más probable que esa AI sirva a un grupo humano (pseudo-democrático, dictatorial, comercial…), pero grupo selecto, al "servicio" de servidores voluntarios humanos, porque cada vez el ser humano, en singular, será concebido más como cosa que como sujeto. Ya asistimos a esa manipulación en “fakes” difundidas principalmente como imágenes en internet. Todas las tareas de servicio, por especializadas que sean, parecen absorbibles por la AI, con lo que es previsible una concentración de poder basada en la optimización de “recursos humanos”, expresión que siempre fue horrorosa. Y así son predecibles despidos masivos. Bajo la concepción de que todo proceso es algorítmico, por humano que sea, todo parece absorbible por la IA. 

No nos debiera sorprender. Entre todos, hemos ido alimentando al monstruo previsible. Hemos formado una sociedad de solitarios hiperconectados que excluye y castiga a quienes sólo sabían comunicarse de viva voz, presencialmente, no tecleando, con otras personas. Tampoco había mucha opción; no podemos vivir en un siglo anterior. 


    Las grandes mentes que no son amos de la IA pueden entrar en servidumbre voluntaria con ella y no al revés. Eso implica que la IA no tendrá en cuenta preguntas importantes sobre el mundo, su naturaleza y su historia, que quedarán reducidas al ámbito académico, porque esa IA no es creativa, no planteará ninguna teoría de cuerdas, no le interesará si un problema es P, NP o NP completo. Le importará un bledo todo lo que no sea inmediatamente pragmático en su propio servicio voraz de captación de datos y más datos. No “creará” ecuaciones consistentes sino sólo aparentes sobre física de partículas o lo que cualquiera desee. Y, siendo así, la propia ciencia corre un serio riesgo de quedar sofocada por pura pseudociencia elaborada por GPT. Nuestros científicos mantienen sus puestos en función de su impacto bibliométrico, lo que ya ahora genera una hiperinflación de publicaciones prescindibles, pero que aumentan “índices de impacto”. Es previsible un crecimiento exponencial de publicaciones sólo aparentemente científicas que no digan nada sustancial “creadas” por la IA para satisfacción del “investigador” de turno.


    No se va a crear un gran hermano cibernético. ¿Para qué? Las empresas no necesitan eso, sino vender. Y los líderes políticos, que no lideran nada, tampoco; entrarán en competición unos con otros con sus equipos de asesores preguntando obsesivamente a la IA .


    Un embrutecimiento de fondo está servido gracias al psicologismo conductista con sus libros de autoayuda, que ya incluyen el estoicismo, para aguantar la alienación que venga del supuesto avance con el que tendremos que lidiar, ese que alaba el cerebrocentrismo existente y, con ello, resalta la concepción algorítmica de la propia vida.


    Y, no obstante, tenemos aún la opción de seguir siendo libres, porque, por mucha IA que haya, somos singulares y nuestra subjetividad, la de cada uno, no es susceptible de simulación por ningún algoritmo. La IA nunca será traicionada, como nosotros, por lo inconsciente, porque no lo tiene, pero tampoco tiene, aunque cada vez se disfrace más al respecto, un ápice de consciencia.