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sábado, 17 de diciembre de 2022

De “biblicismos” y ortodoxias.

 



   Eros, thanatos… pulsiones tan aparentemente antagónicas y, sin embargo, tan confundidas en el máximo ideal, en el afán de pureza.

    Nosotros no somos ellos. Nosotros, los puros, nos reconocemos en eso que nos une, en la ortodoxia y la ortopraxis de la que carecen ellos, los otros, diferentes por ser negros, inmigrantes, incultos, enemigos, impíos, pervertidos, ateos, chamanes, errados en su creencia… 


    Ah, la religión. En nombre de Dios, lo más horrible se hizo, lo más ruin se sigue imponiendo, pero no en una religión cualquiera, sino en la que haya cristalizado en un libro sagrado. Borges lo describió de un modo hermoso en su narración sobre “los teólogos”. Teólogo, un término que alude a la palabra, al logos, y que encierra en sí misma el oxímoron mas radical, pues sólo un término se precisa, ni siquiera dos, para referirse a quien estudia lo imposible, a quien aspira a conocer a Dios, al Innombrable, como si no bastara con amarlo.


    Cualquier incauto pensará que la religión sólo tiene que ver con una creencia en un dios inmanente o, de modo más habitual, trascendente. Pero no es así. Hace pocos años, John Gray ya nos previno al modo especular, al percibir la religión en lo que menos religioso parece, algunas formas de ateísmo, analizando siete modos en los que éste se expresa. La dificultad de ser ateo coherente es grande, tanto o más que la de creer sin delirios asociados.


    Dios, sea lo que sea lo que entendamos por ese nombre tan degenerado o lo que descreamos al referirnos a Él, a Ella, pues primero fue la Diosa, o a Ello, eso que subyace en algo colectivo, como Jung imaginó en su particular y discutible modo de entender el fondo anímico general, es inaccesible. A cambio de esa imposibilidad epistémica, será, a veces sólo en instantes, en el no saber de la gran ignorancia, que alcanza su modo más precioso e inefable en la perspectiva apofática y mística, cuando podremos intuir un poquito del Misterio Amoroso (“Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”, decía San Juan de la Cruz). Podrá haber, desde esa intuición, un desprendimiento poético, en pobreza, pero no base alguna de pretensión ortodoxa.


    El libro sagrado atrae poderosamente la mirada que interroga, la que requiere, en su perspectiva del mundo, el dogma. Es tal la atracción dogmática, que lo que parece más racional, la ciencia, puede ser asfixiada por la narrativa cientificista, exageración inaudita del poder epistémico y pragmático del método científico olvidado y traducido en narración de resultados que sustentan las promesas soteriológicas más delirantes. La mayor traición que se le puede hacer a la ciencia es precisamente esa, olvidar su método y hacer de ella pura narración de finales felices, pero será entonces, cuando, convertida en narración, la ciencia pase a ser creencia y, por ello, sustituible por cualquier otra fe, incluso mágica.


    Lo religioso, en el sentido del religare, de la ligazón o seguimiento a algo o alguien tiene un inmenso poder. Abundan los ejemplos de la obsesión por la ortodoxia definida por un líder político (recordemos el nazismo) o por un maestro espiritual o filosófico reconocido como tal en el ámbito que sea, por muy liberadores que se perciban sus escritos, sus enseñanzas. También ocurre con quienes criticaron y, a la vez, propugnaron el rebaño, aunque fuera a su pesar. Sí. También sucede con el atractivo que generaron los maestros de la sospecha.


    La simplificación religiosa supone el reduccionismo. Y todas las simplificaciones son tan atractivas como potentes a la hora de acoger fieles seguidores. Por ejemplo, el cientificismo relacionado con lo humano puede ser sustituido con gran facilidad, como creencia, por otra que todavía es peor en sus efectos, el psicologismo. La medicina, a su vez, puede ser alejada de su mirada humana y encorsetada, en su práctica, en el sagrado protocolo que decidan las tan mal llamadas sociedades científicas y que promoverá la medicina defensiva.


    Desde esa ortodoxia tantas veces lograda, el heterodoxo podrá ser perseguido o simplemente aislado, ignorado. Parece que precisamos luminarias y figuras carismáticas que induzcan seguimientos, influencias u orientaciones para mejorar el mundo. Pero sólo serán buenos humanamente si no sucumben al atractivo del rebañismo eclesial, eso que hace del otro, en el mejor de los casos, un cismático o simplemente un extraño, incluso cuando la diferencia singular parece mínima.