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sábado, 19 de octubre de 2019

Medicina. EL PRONÓSTICO.








El pasado día 4 de octubre tuve el honor de ser invitado a participar como ponente en el XIV Congreso Internacional de Bioética. Hablé sobre la problemática que supone la colisión de dos miradas en el ejercicio de la Medicina. Por un lado, la científica, en la que se sostienen las bases de comprensión del organismo humano, con las consiguientes aplicaciones diagnósticas, preventivas y terapéuticas y el uso y abuso de la estadística en la Medicina Basada en la Evidencia. Por otro, la singular, clínica, que supone el caso por caso, iluminada por la ciencia, pero no solo científica.

Incidí en los excesos cientificistas que, con aproximaciones como el Big Data, muestran un afán oracular, predictivo, que ignora la singularidad del sujeto en una visión frecuentista de la probabilidad. Una predicción que abre el retorno inquietante a una gran tentación eugenésica.

Tuve el privilegio de ser matizado en el debate posterior, algo que siempre es de agradecer, por un compañero internista, que me subrayó de un modo exquisito la diferencia entre esa obsesión predictiva en la que me centré y la conveniencia de tener en cuenta siempre el pronóstico, algo que parece lo mismo pero que no lo es en absoluto.

Cuando lo oí, percibí la gran carencia en la que yo había incurrido, y lo asocié al gran García Gual quien, en un prólogo a una selección de textos hipocráticos, afirmaba lo siguiente: “El pronóstico y no el diagnóstico es lo característico de ese saber médico, que ve al enfermo como paciente de un proceso”.

Es bien cierto que, sin un diagnóstico adecuado, el pronóstico no puede establecerse con un mínimo de rigor, aun cuando, incluso con diagnósticos plenamente acertados, los pronósticos entendidos como esperanza de vida entren siempre dentro de la incertidumbre que caracteriza la práctica clínica.

Pero hoy, como en tiempos de Hipócrates, lo que cuenta en realidad es eso, el pronóstico. Nadie va al médico (en general) por mera curiosidad diagnóstica, sino por saber qué hacer con su vida en el futuro en función del criterio médico tras un malestar o signo que le haga recurrir a la consulta. A veces, no se pregunta ni se dice la verdad en su crudeza tras un diagnóstico infausto, pero, en cierto modo, da igual; será algo sabido, intuido, aunque sea negado de una u otra manera, consciente o inconscientemente. (“¿Qué es la verdad?” Jn.18,38).

Un pronóstico puede modificarse mediante un tratamiento adecuado. Pero no se trata solo de eso. No se trata de hacer o pensar solo en función de cantidad de tiempo previsto de supervivencia o de riesgos asociados a una elección terapéutica. El excelente matiz de mi compañero apuntaba a otra cosa, a algo que suele olvidarse, a lo cualitativo, al acompañamiento siempre necesario del paciente por su médico, especialmente cuando “no hay nada que hacer”, una compañía que está siendo cada vez más insólita.

Y es que no precisamos solo al médico oracular, sino al médico que puede cambiar, mejorar ese oráculo, o ser, si ello no es factible, compañía paliativa, consoladora, compasiva en el más noble sentido.

Se dice habitualmente que, mientras hay vida, hay esperanza, cuando en realidad es al revés. No se trata de ayudar a sobrevivir malamente, de decir que hay que “luchar” contra ese “emperador de todos los males”, cuya “historia” tan bien supo describir Mukherjee, como si uno no tuviera ya bastante. Mucho menos se trata de decir que la Medicina ya no tiene nada que hacer (como si acompañar fuera poco) ni bastará con hacer derivas protocolarias a especialistas en paliativos, aunque sean necesarias. Se trata de ayudar a vivir, que no es lo mismo, por poco que quede, pues el tiempo de vida no es mero tiempo de duración, por muy importante que ésta sea. Y se tratará también de ayudar a morir, cuestión de resolución tan complicada como urgente en nuestra sociedad.

La vida auténtica no sabe de Krónos sino de Kayrós. Es por ello que la muerte, aunque la concibamos como la gran castración, no clausura propiamente nada para quien termina esta vida. Quizá no sea exagerado decir, con independencia de creencias, que la muerte no es el final. Si así lo sintiéramos, parecería algo incoherente amar a lo que es solo recuerdo y resto inorgánico, no diríamos de alguien querido que se ME ha muerto, sino solo que se murió. Esa afirmación va mucho más allá de la huella mnésica; supone con frecuencia un amor más fuerte que la muerte. 

La muerte puede, a pesar de su absurdo, tantas veces brutal, y no siempre, por supuesto, realzar la vida por el mero hecho de limitarla. Creer en Dios, en un Gran Misterio amoroso, no suprimirá esa limitación ni la angustia derivada de saberse mortales. De hecho, es factible que esa angustia de ser para la muerte se incremente de forma notable, quizá por realzar la maravilla de la vida y la responsabilidad a ella asociada.

Un médico, por bueno que sea desde el punto de vista técnico, científico, no será propiamente médico si no palía; no lo será si no consuela, incluso cuando todo está perdido, algo que además no es cierto. Nunca nada está perdido para el alma humana, polvo estelar animado por el soplo divino, aunque a ese polvo retorne.