sábado, 25 de noviembre de 2023

Anticipando la Navidad.

       


 

La celebración periódica parece ser algo en retroceso, al margen de un cierto y natural frenesí festivo observable tras los duros tiempos de la pandemia.


Hay celebraciones que podrían llamarse longitudinales. Son las asociadas a ritos de paso y centradas en el sujeto a quien se le brindan, siendo las iniciales (nacimiento y adolescencia) marcados fuertemente en nuestro medio por la tradición religiosa. También la final.


Otras celebraciones son colectivas, familiares y de amigos, y también periódicas, siendo la principal anual. Y en ello estamos, a las puertas de la Navidad, celebración que oscila entre lo gozoso y la tristeza según cada caso, por lo que habría que referirse a las Navidades, en plural, para abarcar, como en un célebre cuento de Dickens, las actuales; las que, por pasadas, inciden de modo nostálgico; y, siempre esperanzados, las futuras, porque la Navidad esencialmente es una celebración de amor y de esperanza. 

    

    La Navidad es fiesta de esperanza a pesar de lo que ocurra, a pesar de lo que está ocurriendo ya en un mundo que acoge ahora mismo, como tantas veces, el horror en grado máximo. Lo es porque sabemos que mientras hay esperanza hay vida, y no al revés. Esperanza de que el tiempo se abra a lo bueno, a lo que vale la pena de ser vivido y contemplado. Esperanza real y no fantasiosa de que, aunque fracasemos, podemos hacernos mejores personas, ser más sencillos, más sosegados y amables. 

 

Y es fiesta del amor que celebra la vida. Y, si hay amor, esa vida que la Navidad reinaugura será radicalmente humana, valiosa, y momento propicio para la apertura a instantes eternos. Fiesta de amor que puede manifestarse incluso en plena guerra, entre enemigos, como sucedió el 24 de diciembre de 1914, cuando los soldados en liza no saltaron las trincheras, algunas ya adornadas, para clavar bayonetas en los cuerpos de otros, sino para celebrar con regalos, charlas y fútbol lo que realmente importa, lo que une. Esos hombres nos recuerdan que la Navidad no sólo es alegría familiar, incluso trascendente si uno tiene el regalo de la fe. Es también celebración repetida de la vida misma.

 

Ya nos advirtió Freud que tendemos fuertemente a repetir lo peor y, tristemente, las fiestas lo muestran con cierta frecuencia, pero no es menos cierto que también cabe la repetición de lo mejor, de vivir y de vivirnos en compañía en ese día o en uno que sea próximo. 

 

La Navidad, los días que la preceden, nos recuerdan que siempre tenemos tiempo antes de morir para una metanoia. El corazón de Machado esperaba “hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”. No se le otorgó, pero su esperanza era nobilísima y ejemplar. Basta con mirar un árbol, con percibir alguna de sus hojas.  Y nosotros podemos expresar también un deseo de milagro si lo precisamos, ante el milagro mismo que nos rodea y constituye, porque la Navidad anuncia conjuntamente que Cristo nació y que el sol invicto renace iniciando en nuestra latitud su carrera hacia el norte; el invierno se inicia, pero augura la milagrosa primavera.


Entramos, acabando noviembre, en los preámbulos de celebración, sea cristiana, agnóstica o atea, pues las diferencias más importantes no son las que se dan entre cosmovisiones diferentes, sino en los corazones humanos. Y uno es muy afortunado cuando puede celebrar con viejos amigos, coetáneos, que muchos días, más lentos y tanto o más gozosos que estos, fueron niños, adolescentes y jóvenes que compartieron aulas. Hace ya 53 años que terminó el colegio para quienes nacimos en el 53 (o con meses de diferencia), año en que se publicó el modelo del ADN. Desde entonces, el conocimiento del mundo ha crecido de modo asombroso.

 

Ayer celebramos la próxima Navidad, una más. Estuvimos juntos como tantas otras veces para reencontrarnos, para comer y reír gozosamente como los adolescentes que fuimos y que, en cierto modo, volvemos a ser, porque los 70 años marcan también la posible neo-adolescencia en la que, jubilados, podemos contemplar y disfrutar mejor, con una sensibilidad más receptiva, de todo lo bueno y bello que nos rodea. A eso nos convoca la vida, a vivirla de verdad, a saborear lo maravilloso, tantos “mirabilia”, como decía Le Goff.