lunes, 21 de diciembre de 2020

Navidad, a pesar de todo.


 


 

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc. 2,7).

 

Y, de nuevo, surge la conmemoración de un inicio. El origen del tiempo para el cristianismo renace. Vuelve a ser Navidad. Chronos se detiene y Aión se muestra. 

 

El mito retorna. Los teólogos nos remiten a Nazareth y a la ignorancia sobre el nacimiento de Jesús, pero la vieja intuición profética y el mito del nacimiento heroico nos hablan de Belén. La Geografía se hace simbólica. La unión de contrarios, de Osiris y Seth, reverbera en la presencia no teológica ni histórica, pero sí emotiva, simbólica, de la acogida, por el buey y el asno, del niño que encarna el Amor. Es la Naturaleza la que calienta y resuena con el alma del mundo. No sorprende que ese contexto mítico, de algún evangelio apócrifo, fuera plasmado por San Francisco, que no entendía de teologías pero que tenía como hermanos al sol, al agua, a los peces y a la misma muerte. 

 

Ya nos lo dijo el gran François Cheng, “l’esprit raisonne, l’âme résonne”. Es el alma la que puede dejarse penetrar por lo esencial. Es el alma la que no entendió de fronteras entre combatientes en la Navidad de 1914. Es el alma la que puede centrarnos en estos momentos de desamparo, recordándonos que somos pues existimos. Y que, si existimos, podemos llegar a Ser. 

 

Lo intelectual cede ante la reiteración amorosa del rito que conmemora la aparición del Ser en el Universo, el amanecer de la vida y el fin de la muerte. A pesar del absurdo y contra toda ausencia aparente de esperanza. A pesar del horror, la vida no sólo sigue, se eterniza. 

 

Vivimos ya el solsticio anunciador, incluso con conjunción planetaria aquí y ahora, este año, realzando el contraste entre la perspectiva de futuro y el sufrimiento de tantas y tantas personas golpeadas brutalmente en un pasado reciente, incluso ahora mismo. El sol renace para retomar su carrera hacia el norte. La vida humana permanece, aunque sea asediada por la dinámica evolutiva de la que emergió. Un “sencillo” virus ha llenado, con su extraordinaria complejidad, de luto y soledad el corazón de muchos, demasiados. 

 

Es ese virus el que, paradójicamente, nos recuerda nuestra situación en el mundo, que es de soledad a veces insoportable. Y así, la celebración de la vida debe proseguir a pesar del dolor que impone la muerte, y este año el criterio de sensatez obliga a recogerse en casa y pensar en la de otros que ni siquiera eso tienen, un lugar, para ayudarlos, recordando esa expresión talmúdica de la creencia judía de la que bebió Jesús, que nos dice que quien salva una vida salva el mundo. A eso somos requeridos esta Navidad. A salvarnos salvando a otros, haciendo poco pero necesario, a sentir en algún momento la frialdad de la soledad cósmica, y a atemperarnos de ella gracias al aliento que nos hunde en lo animal, en el alma del mundo hecha physis, en la physis animada. 

 

Aturdidos por la necesidad imperiosa de un confinamiento hogareño, de pocos, de uno solo quizá, el texto que encabeza esta entrada nos remite a lo que, paradójicamente, fundamenta mítica y místicamente la Navidad, la soledad del núcleo familiar, la soledad absoluta y concreta en que lo divino, el Ser, se manifiesta. 

 

Es un buen momento, como cualquier otro, para recordar el advenimiento del Ser y la posibilidad de percibir ese Misterio que nos requiere. 

 

Con mi deseo de Paz y, si es posible, también de alguna chispa divina, como llamó Schiller a la Alegría, 

 

Feliz Navidad !!


lunes, 14 de diciembre de 2020

El balance biográfico y la métrica del goce.

 


Hubo una época en la que uno podía salvarse o condenarse al fuego eterno en el último momento de su vida. Podía ésta haber sido de santidad y caer, al final, en el pecado de desesperación o en otro cualquiera (mortal, se decía). Y también era factible la reconciliación última para pecadores arrepentidos, cuyos pecados pasados se perdonaban a través de la penitencia, permitiendo que la misericordia divina acogiera esas almas tantas veces impías. 

Ante la necesidad de justicia con ojos humanos, la Iglesia inventó el purgatorio, que era un espacio de purificación en el que la estancia de las “ánimas” incluso podría acortarse si sus cuerpos habían llevado, a pesar de sus correrías, un escapulario, o si se había rezado un número determinado de avemarías cada noche.

Las "artes moriendi" medievales atendían precisamente a ese último momento de la vida, en que el diablo podía tentar a uno con el apego a lo terrenal y facilitar su perdición. Y algo así enriqueció en su momento la hermosa oración del avemaría, como añadido al texto inicial: “Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen”. “Nunc”, pero también, sobre todo, en la hora de nuestra muerte. Ese era el momento clave, aunque no fuera concebido con sentido cronológico. Era el momento del kairós definitivo, en el que uno se jugaba todo.

Pero eso pasó a la historia, incluso en sentido literal. Por un lado, hay ateos que ya no creen ni en Dios, ni en una vida buena o mala tras la muerte. Hay también los que no creen ni dejan de creer, declarándose agnósticos, o los que creen en “energías” y cosas así. Hay quien cree en la ciencia y hay incluso quien no cree sencillamente en nada. Es interesante al respecto la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo María Martini (¿"En qué creen los que no creen?"). Por otro lado, el efecto del protestantismo en creyentes cristianos, contagiado al catolicismo, ha hecho que la vida se considere en su conjunto, y no sólo tenga valor al final. Paradójicamente, los que hablaban de la salvación sólo por la fe, invocando la carta paulina a los Romanos, pasaron a fijarse demasiado en las obras, sobre todo las económicas, y tan es así que el capitalismo ha florecido bajo su influencia, según nos mostró Weber. 

¿Quién piensa ahora en la hora de la muerte? Sólo para adelantarla, llegado el momento, invocando eutanasias o algo así. Y generalmente se habla de la hora de los otros, no de la de uno mismo. En tiempos en que la Medicina era pura magia o ni eso, se sabía sin embargo de la llegada de la hermana muerte. La Literatura abunda en expresiones como ésta: “sabiendo que era llegada su hora…”. Eso, recogido por Ariès o Duby, ha quedado como recuerdo histórico. Ahora se desea mejor una muerte no anticipada y, a ser posible, rápida, por sorpresa (un aneurisma que se rompe, por ejemplo, o un infarto masivo), que la anunciada por los síntomas corporales.

Se piensa en la vida. Aunque se sepa que la muerte la cortará tarde o temprano, aunque se crea o se deje de creer en Dios y en el más allá, se piensa como nunca en la vida y en su asociación a la juventud que se desea prolongar a toda costa. En nuestro medio, las arrugas han dejado de ser respetables. Llegó a defenderse con muy escasa fortuna “la muerte de la muerte” como el gran avance médico científico.  Hay gente para todo.

Y es aquí, en nuestro primer mundo y especialmente en situaciones de bienestar social, que la concepción de la vida, ignorando la muerte, se ha modificado de un modo perverso en comparación con tiempos históricos previos. Se ha hecho curricular. En un doble sentido. Uno es lo que hace, lo que produce, sea en un trabajo creativo o no. Ocurre en cualquier empleo. Incluso lo vemos en el terreno de la actividad científica, que se ha hecho equivalente a producción bibliométrica. También en el éxito en ventas de literatos o filósofos, o en la cotización de obras de arte. “Impactos” y sueldos indican éxitos o fracasos.

Pero hay otro baremo más inquietante, que va referido al goce de cada cual. Es cierto que cada uno tiene su estilo, pero eso ya no sirve ante una normativa generalizada de vivir al máximo. Se trata de ser “eficiente” no sólo laboralmente sino también en goces uniformes cualitativamente pero medibles cuantitativamente, lo que implica que haya que leer determinados libros, aunque no gusten, acudir a conciertos, aunque provoquen sueño, viajar mucho, etc. No extraña, por ello, que haya libros - catálogos de ayuda eficacísima en los que se nos orienta sobre mil libros, películas, cosas o viajes que leer, ver o hacer… antes de morir. Mil. Si alguien lee sólo 584 o 973 libros de esos, no llega. Tampoco si se ven 989 películas. Ya no digamos si alguien sólo viaja en su propio país o ni siquiera viaja.

Estamos ante el reto del balance biográfico. 

Hoy uno se salva adecuadamente si pasa a la Wikipedia o si, al menos, ha cumplido con la norma cultural en la que el término “mil”, referido a lo que sea, evoca un nuevo milenarismo. Al menos, se habrá vivido como el dios moderno e inventado manda. Y hay modos de mostrar ese grado de eficiencia. Las fotos instantáneas con los móviles, difundidas en redes sociales, garantizarán que estuvimos en Creta o en la Conchinchina si se siguiera llamando así. También podremos volcar en red la excelente impresión que nos causó leer un libro insoportable pero crucial, de esos de canon moderno, o lo que disfrutamos con una película realizada en “plano-secuencia”. Los "like" recibidos atestiguarán la bendición que antes remitía a los ángeles.

El “dolce far niente” es el grandísimo pecado de hoy. Jóvenes hasta el final, es el imperativo categórico generalizado. De eso se trata, ese es el mandamiento definitivo. Hay quien lo consigue, sin arrugas, con múltiples “plastias”, y con un aval curricular de mil libros leídos, mil películas vistas y mil lugares visitados. Los excelsos llegarán a hablar incluso de otro tipo de mil proezas.

Y, sin embargo, la Naturaleza, en su proceder nada racional, a veces nos sitúa. Últimamente lo está haciendo con un simple virus que, como la lluvia evangélica, no entiende de justos ni pecadores.

Es llamativo que, desterrada la creencia, lo cronológico rige las vidas humanas en términos de eficiencia, como si, al final, se nos fuera a solicitar un balance biográfico-curricular en los ámbitos laboral y gozoso.

 

sábado, 5 de diciembre de 2020

Ser, simplemente. Abrazando la ignorancia.

 


Chronos ya no sirve. No dice nada y eso facilita que podamos decirnos.

Un virus lo ha realzado y paralizado a la vez, provocando una mirada más próxima a lo esencial. Somos en, con, muchos organismos grandes y pequeños, algunos tan aparentemente insignificantes como los virus. Uno de ellos perturba nuestras células, moviliza recursos que antropomórficamente llamamos defensas y que pueden matarnos o salvarnos.

Y nada está dicho. Y todo es sentido, porque lo sentimos y nos encauza.

Y siendo en, nos sentimos fuera de, a pesar de lo único evidente, que somos con, que sencillamente somos. Sólo nos falta lo que estamos obsesionados en resolver, una respuesta al porqué, tal vez porque la pregunta carezca de sentido.

Y esa extraña situación actual, en el tiempo, que la enfermedad y la muerte de tantos realza, una muerte que a nosotros mismos espera, desbarata el mito del progreso y del propio tiempo lineal, y nos deriva a los viejos y sabios mitos, a los que realzan la ignorancia que el logos pretendió superar.

Heidegger dijo que el lenguaje es la casa del Ser, pero pareció precisar el recurso a un modo de lenguaje que no es sólo el habitual, ni siquiera el filosófico, sino el poético. Hölderlin y Oriente en general han resonado en él.

Y se dice que Parménides afirmó que el Ser Es, que parece una tautología, pero que sólo lo parece. Porque, si somos, no podemos dejar de ser. Ni con la muerte. Podemos asumir, como sensato, que negar eso, la gran castración, parece una insensatez y que, de ser realidad, nos condenaría al gran aburrimiento de la inmortalidad. Pero la inmortalidad sólo es concebible en el insoportable seno de Chronos. Frente a la inaceptable inmortalidad, permanece la frescura esperanzada en la eternidad dinámica del Ser.

Y por eso quizá sea mejor callarse, como sugirió Wittgenstein, o sintonizar, en el mejor de los casos, con Eckhart, o con Silesius ("Die Rose ist ohne Warum”). 

Nos hemos alejado de milenios de ignorante sabiduría. Hubo épocas en las que el tiempo era axial, cíclico y no sucesivo, y el lenguaje no utilitario sino sagrado, como significa el término “jeroglífico”. Una sabiduría en la que se asumía como natural que la hija divina era, a la vez, madre del mismo dios generador, que cada día el nacimiento seguía a la muerte.

La gran aporía católica, el absurdo de María como madre de Dios, nos remite a la antigua belleza egipcia, al misterio del sinsentido, porque sólo sin sentido podemos acoger, en ignorancia asombrada, la belleza del Misterio.

Fuera del ciclo, despreciado Aión, dejamos de ser. Jesús trató de convencer al viejo Nicodemo de la necesidad de nacer de nuevo, de otro modo, pero nacer a fin de cuentas. El ciclo posible le fue presentado a un viejo de pensamiento lineal.

Esa es la gran esperanza, la del vaciamiento de todo resto de supuesto saber y el abandono en el reconocimiento de la ignorancia, la que nos entronca con los árboles y los animales, la que nos reduce, en la buena y misteriosa manera, a lo que hemos sido, una simple célula. Una ignorancia que, a la vez, quizá por ello, nos acerca al Ser, divinizándonos por hacernos humanos.