Mostrando entradas con la etiqueta Pandemia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pandemia. Mostrar todas las entradas

jueves, 22 de julio de 2021

MEDICINA. Covid 19. Miedos y negacionismos.

 

 


Imagen tomada de Pixabay


“El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”. 

Jean Delumeau. El miedo en Occidente.

 

 

    Parece darse cierto mecanismo de defensa que nos hace negar la realidad cuando es inquietante. Sucede a escala individual y también colectiva. Esa negación es propiciada frecuentemente por los gobiernos porque se considera que es peor el miedo que el peligro real de lo que se teme.

 

    La gama de temores posibles es extraordinaria, y abarca desde el miedo realista que induce a medidas de prudencia hasta el miedo al miedo mismo causado por los ataques de pánico aparentemente inmotivados. Es, en la práctica, imposible ponerse en el lugar de quien sufre un terror a la muerte inminente a causa de un infarto. Y también difícil entender el poder paralizante de muchas fobias.

 

    A la vez, el valor mostrado en un ámbito, bélico incluso, puede asociarse a una gran cobardía en otro, como tan bien lo describió Stefan Zweig en su obra “La impaciencia del corazón”. 

 

    Los objetos del miedo han ido cambiando a lo largo de la Historia, algo que nos muestra con gran sabiduría Jean Delumeau. También han cambiado las actitudes frente a lo temido, convirtiendo muchas veces a inocentes en chivos expiatorios de males reales o imaginados. 

 

    De los miedos posibles, no son menores los que surgen ante la enfermedad y la muerte. Con una Medicina muy avanzada, parecía que el problema lo teníamos con las distintas formas de cáncer, con enfermedades degenerativas, infartos de miocardio, ictus, … pero no con los microbios. Sí, se empezaba a tener más respeto a las resistencias bacterianas, pero quién iba a pensar en un virus. Ahora ya sabemos, no totalmente, lo que ocurrió con éste. El cuidado se dirigía en tiempos normales a pacientes; en 2020 y lo que llevamos de 2021 el cuidado se dirige al sistema sanitario mismo, a evitar su colapso.  

 

    Y, en plena pandemia asistimos, curiosamente, a la negación de lo evidente. Se hizo al principio, cuando los expertos y autoridades sanitarias se referían a que la situación estaba controlada, “en contención”. Se siguió haciendo fácticamente con la indecisión política reiterada y apoyada por pretendidos expertos. 

 

    Demasiados muertos, demasiados pacientes crónicos cuya evolución se desconoce todavía en su diversidad, ignorancia sobre cómo la nueva variante puede afectar a corto o medio plazo a niños. Un impacto económico brutal reflejado en las colas del hambre. Aplausos que se apagaron. Todo sobradamente conocido. Pero afortunadamente, gracias a la ciencia básica y a la avanzada técnica farmacéutica, la vacuna, en distintas versiones, todas eficaces, aunque con muy infrecuentes efectos secundarios serios, ha alcanzado ya a un amplio, pero insuficiente, sector poblacional en nuestro primer mundo y, en conceto, en nuestro país. La conveniencia de extender la vacunación a los niños en la actualidad o el criterio de cuándo sería adecuado hacerlo están siendo discutidos, especialmente para menores de 12 años (véanse este artículo y este enlace a los CDC) por lo que esta breve reflexión se refiere sólo al caso de adultos.

     

    Parece que podemos respirar (incluso en sentido literal), gracias a las vacunas, como ha sucedido a lo largo de la Historia con otras enfermedades muy serias, pero tenemos un problema, el de la negación de muchas personas adultas a ser vacunadas. Una negación que parece surgir de dos miedos diferentes. Uno es el temor a efectos potencialmente graves, incluso letales, aunque muy raros, que se han asociado a vacunas. El otro es el miedo propio de la creencia mágica, el “conspiranoico”. 

 

    A efectos prácticos, poco importa el motivo de cada negacionista, pero sí y mucho sus efectos sobre la población, pues hay algo meridianamente claro. Mi inmunidad no depende sólo de que yo opte por estar vacunado, aun siendo esto crucial, sino de que quienes me rodean también lo decidan. Ese es el valor de la inmunidad grupal, que favorece la protección que confiere una vacuna y que incluso llega a proteger al sector minoritario que no la haya recibido todavía.

 

    Al negacionista “lógico” el cálculo probabilístico que compara riesgos altos de enfermar por Covid con los muy bajos asociados a vacunas no le convencerá casi nunca si se encuentra bien y confía firmemente en estarlo, pase lo que pase alrededor (muchos comparten ya, sin vacuna, conductas sumamente imprudentes), o si su miedo a los efectos de la vacuna son muy fuertes y prefiere esperar a que la situación remita por vacunación masiva… de los demás.

 

    En cuanto a los que creen ciegamente en tonterías (que el virus no existe, que el tratamiento bueno es agua de la fuente o la MMS, que las vacunas son un modo de enfermarnos o de controlarnos con tecnología 5G, etc., etc.), algo que, en vez de ser reducido a foros de “conspiranoicos”, resuena en los medios de comunicación con afán pretendidamente crítico, no hay mucho que hacer, porque la creencia mágica es, siempre lo fue, impermeable a cualquier evidencia. 

 

    Se habló en su día, y se sigue hablando, de la posible obligatoriedad de la vacuna, cuestión éticamente delicada, pero cuestión a plantearse en el orden pragmático restrictivo, porque, en el estado actual del conocimiento sobre la Covid y las vacunas relacionadas, sabemos ya que todo tiene su precio y que hay, aunque sea mínimo, un riesgo asociado a la vacuna. Vacunarse disminuye muy claramente el riesgo de enfermedad por Covid, especialmente de enfermedad grave y de muerte. En ese juego, quien no se vacuna pudiendo hacerlo, no sólo asume una actitud que podría considerarse suicida por jugar a una especie de ruleta rusa con un virus potencialmente letal o que puede dejar serias secuelas (“covid persistente”), sino una actitud con apariencia de homicidio imprudente porque su “revólver” también dispara a los demás, a quienes puede contagiar e incluso matar. 

 

    Por eso, el cuidado de la ciudadanía requiere una decisión política firme, como la enunciada recientemente en Francia por el presidente Macron. No vacunemos a quien no quiera, no obliguemos, pero que quien individualmente rechace algo colectivamente bueno asuma el propio coste personal en los ámbitos clínico, profesional, social o económico que su decisión puede conllevar. La solidaridad debe primar sobre egoísmos y magias. 

 

    Un artículo de la sección "News" de "Nature" indica que la mayoría de personas de países pobres habrán de esperar otros dos años para ser vacunadas. Según se recoge en “Our World in Data” sólo un 1,1% de los países pobres han recibido al menos una dosis. Presenciamos y permitimos coqueteos negacionistas a la vez que olvidamos el significado del término “pandemia”.

sábado, 26 de junio de 2021

MEDICINA. 27 de Junio. Día de los médicos.

 

 


 

    Mañana, día 27 de junio, se celebra la festividad de la patrona de Sanidad Militar y de los Colegios Médicos, la Virgen del Perpetuo Socorro. Hace algunas décadas, era un día festivo para los médicos. 

    

    Hasta hace relativamente pocos años, los calendarios mostraban un santoral; cada día se asociaba a uno o varios santos. Actualmente, estamos ante calendarios vacíos (sin santos ni fases lunares) o híbridos, que unen, a la tradicional colección de santos, días conmemorativos de una amplia diversidad de actividades e inquietudes; se va incrementando también el número de fechas que son dedicadas a enfermedades concretas. 

  

    El caso es que, por tradición, vivida con espíritu religioso o sin él, el 27 de junio o un día próximo a él los Colegios Médicos suelen homenajear a compañeros como reconocimiento a una trayectoria que finaliza por jubilación o para premiar méritos particulares. Es una ocasión para encuentros y un afianzamiento en los valores humanistas de la profesión.

     No sobra un día así. Es necesario especialmente como apoyo a tantos que entienden su tarea como vocación de ayuda y no sólo como la aplicación de un conocimiento tecno-científico, a pesar de la gran importancia de éste. 

     Esa vocación va en algunos casos, felizmente con mayor frecuencia de la imaginable, más allá del deber. Es algo que vimos con ocasión de esta terrible pandemia. Quienes trabajaban en UCIs, Urgencias, plantas hospitalarias, residencias geriátricas, atención a domicilio, tantos y tantos compañeros que priorizaron la vida de sus pacientes a la suya propia y al temor a contagiar a sus familiares, nos han dado una lección a quienes, por nuestra especialidad, presenciamos lo que ocurría a distancia, fuera de esa primera línea que lo fue de modo diverso. Han sido muchos, al igual que otros profesionales sanitarios no médicos. Sabían que su esfuerzo respondía a la exigencia ética y con ella cumplieron. 

     Pasaron los aplausos en ventanas y retornó la fría visión social, casi comercial, del ejercicio clínico, como una profesión más, algo que ocurre con todas las vocaciones de servicio, no sólo la médica. Policías, asistentes sociales, profesores supieron estar, como se suele decir, al pie del cañón. 

     Muchos médicos, demasiados, murieron al contagiarse en su trabajo; otros sufrieron y sufren las consecuencias del Covid persistente. Éste es un buen día para recordarlos aunque no los conozcamos. Nos han dado la buena lección de que no basta con el conocimiento, sino que es preciso el amor al otro, al desconocido, en su fragilidad. 

     A la vez, no sobrará recordar el tiempo que sea preciso que un simple virus puede parar el mundo y llevarse por delante a millones de personas. En una época de prodigios técnicos y sueños transhumanistas, cuando la visión preventiva había decaído, la pandemia nos ha situado de un modo brutal en nuestra debilidad, a la vez que ha mostrado el poder de la ciencia básica y de su aplicación como vacuna. 

    Sin duda, el trabajo persistente, mantenido durante muchos años por parte de algunas personas les supondrá el premio Nobel. Algunas de ellas, como Karikó, ya han sido reconocidas con el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2021. Su trabajo y el de algunos más, pocos en esta historia, marca un hito, no sólo en vacunología sino en la propia concepción de la Medicina.

 

Breve apunte sobre la imagen

 

En el ámbito católico, son múltiples las advocaciones marianas y a ellas se han dedicado catedrales, imágenes escultóricas y pinturas. La Virgen del Perpetuo Socorro se muestra como icono, lo que ya la hace diferente a otras advocaciones. Estamos ante una muestra de la escuela cretense de arte bizantino. Desde Creta, tras una peripecia en la que se mezclan los relatos histórico y legendario, con milagros asociados, ese icono fue llevado a Roma a una iglesia agustina. Después de que ésta fuera demolida por las tropas napoleónicas, acabó en otra iglesia, la de San Alfonso, ubicada en el mismo lugar que la anterior. Allí, bajo la custodia de los Redentoristas, el icono fue restaurado. Múltiples copias se han hecho de él con mayor o menor fidelidad.

 

Como todo el arte cristiano, en este caso el icono muestra de modo visual lo que se hizo dogmático. En caracteres griegos (los propios de la cristiandad bizantina) se indica de forma abreviada quien es cada uno de los representados, María y Jesús son centrales. Los arcángeles Miguel y Gabriel, están situados a izquierda y derecha del espectador y portan ambos los materiales de la crucifixión, incluyendo una cruz griega.

 

María es aludida como Theotokos (Madre de Dios), habiendo sido proclamada así en el concilio de Éfeso en el año 431. Lo sagrado se muestra de un modo diverso, pero lo mítico es quizá su mejor lenguaje. María, como Theotokos, es la gran aporía del mundo cristiano, pero es enlace entre iglesias separadas, su culto cuajó también como patrona de la sincrética Haití, y parece continuar una lejana tradición de diosas y familias divinas. El teólogo católico Hans Küng subrayó que sólo en Oriente y concretamente en Éfeso, donde se veneraba a la Gran Madre (originalmente Artemisa / Diana) fue posible la diosa sustituta María. 

 

En la imagen se revela esa maternidad de un modo muy crudo; a la vez que sostiene al hijo divino, nombrado ahí Jesucristo, María no le evita la mirada a un destino brutal que el niño observa con cara adulta y asustado. Lo materno acoge lo peor que la vida pueda deparar, incluso a Dios encarnado. Curiosamente, la mirada de la madre no se dirige al hijo sino al espectador a quien, como en el caso de otras imágenes, pero quizá más claramente, parece seguir si él se mueve.

 

María lleva sobre su frente en el manto una estrella de ocho puntas que se relacionaría con la estrella de Belén, a la vez que otra de cuatro puntas se asocia generalmente a la tres estrellas de iconos orientales que aluden al misterio trinitario y a la virginidad de María antes, durante y después del parto (dogma aprobado en el segundo concilio de Constantinopla en 553). Recuerda al icono de Vladimir, venerado en Rusia. Otro icono, al que prestó veneración Juan Pablo II es el de la Virgen de Czestochowa.

 

La advocación, Perpetuo Socorro, conviene a la patrona de los médicos, de quienes se espera lo que tantas veces han mostrado, ese cuidado, ese socorro, perenne, perpetuo.

 

A la vez, esa imagen transmite, a la mirada receptiva, serenidad y esperanza.

 


viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Navidad, a pesar de todo.


 


 

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc. 2,7).

 

Y, de nuevo, surge la conmemoración de un inicio. El origen del tiempo para el cristianismo renace. Vuelve a ser Navidad. Chronos se detiene y Aión se muestra. 

 

El mito retorna. Los teólogos nos remiten a Nazareth y a la ignorancia sobre el nacimiento de Jesús, pero la vieja intuición profética y el mito del nacimiento heroico nos hablan de Belén. La Geografía se hace simbólica. La unión de contrarios, de Osiris y Seth, reverbera en la presencia no teológica ni histórica, pero sí emotiva, simbólica, de la acogida, por el buey y el asno, del niño que encarna el Amor. Es la Naturaleza la que calienta y resuena con el alma del mundo. No sorprende que ese contexto mítico, de algún evangelio apócrifo, fuera plasmado por San Francisco, que no entendía de teologías pero que tenía como hermanos al sol, al agua, a los peces y a la misma muerte. 

 

Ya nos lo dijo el gran François Cheng, “l’esprit raisonne, l’âme résonne”. Es el alma la que puede dejarse penetrar por lo esencial. Es el alma la que no entendió de fronteras entre combatientes en la Navidad de 1914. Es el alma la que puede centrarnos en estos momentos de desamparo, recordándonos que somos pues existimos. Y que, si existimos, podemos llegar a Ser. 

 

Lo intelectual cede ante la reiteración amorosa del rito que conmemora la aparición del Ser en el Universo, el amanecer de la vida y el fin de la muerte. A pesar del absurdo y contra toda ausencia aparente de esperanza. A pesar del horror, la vida no sólo sigue, se eterniza. 

 

Vivimos ya el solsticio anunciador, incluso con conjunción planetaria aquí y ahora, este año, realzando el contraste entre la perspectiva de futuro y el sufrimiento de tantas y tantas personas golpeadas brutalmente en un pasado reciente, incluso ahora mismo. El sol renace para retomar su carrera hacia el norte. La vida humana permanece, aunque sea asediada por la dinámica evolutiva de la que emergió. Un “sencillo” virus ha llenado, con su extraordinaria complejidad, de luto y soledad el corazón de muchos, demasiados. 

 

Es ese virus el que, paradójicamente, nos recuerda nuestra situación en el mundo, que es de soledad a veces insoportable. Y así, la celebración de la vida debe proseguir a pesar del dolor que impone la muerte, y este año el criterio de sensatez obliga a recogerse en casa y pensar en la de otros que ni siquiera eso tienen, un lugar, para ayudarlos, recordando esa expresión talmúdica de la creencia judía de la que bebió Jesús, que nos dice que quien salva una vida salva el mundo. A eso somos requeridos esta Navidad. A salvarnos salvando a otros, haciendo poco pero necesario, a sentir en algún momento la frialdad de la soledad cósmica, y a atemperarnos de ella gracias al aliento que nos hunde en lo animal, en el alma del mundo hecha physis, en la physis animada. 

 

Aturdidos por la necesidad imperiosa de un confinamiento hogareño, de pocos, de uno solo quizá, el texto que encabeza esta entrada nos remite a lo que, paradójicamente, fundamenta mítica y místicamente la Navidad, la soledad del núcleo familiar, la soledad absoluta y concreta en que lo divino, el Ser, se manifiesta. 

 

Es un buen momento, como cualquier otro, para recordar el advenimiento del Ser y la posibilidad de percibir ese Misterio que nos requiere. 

 

Con mi deseo de Paz y, si es posible, también de alguna chispa divina, como llamó Schiller a la Alegría, 

 

Feliz Navidad !!


miércoles, 5 de agosto de 2020

EN PANDEMIA. ¿Qué podemos aprender?



(Imagen de Pixabay)

 Siempre resuenan las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor callarse.


Esa ignorancia esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente reflexionando sobre por qué hay algo y no más bien nada y sabiendo que no podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción, como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por finalizada en 1900, no era tampoco completa.


Pero entre ambos extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También tiene algo de contingente.


Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica. Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía, no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.


Por otra parte, la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la banalidad de un divertimento .


Aquí y ahora, en este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si podemos aprender algo de eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).


En rigor, podría postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados.


No es éste el medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.


LA FRAGILIDAD. La de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica potencial no es predecible.


EL FRACASO DE LA PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.

Colateralmente, algo beneficioso puede ocurrir y es que, en el futuro, aun cuando ya no exista el riesgo de este coronavirus, seamos más higiénicos, lavándonos más las manos. Algo tan simple como tan olvidado puede literalmente salvar vidas de ser infectadas por microbios de cualquier tipo.


EL VIGOR DE LA PSEUDOCIENCIA. La insensatez conspiranoica campa a sus anchas, no siendo pocas las personas que creen que la causa de la pandemia no es vírica y haciendo viral en cambio la creencia en que todos los males asociados se deben a la conjunción de la maldad de la industria farmacéutica, el desarrollo 5G y el afán de poderosos por vacunarnos, "chipeándonos" de paso para tenernos dominados. No es tan sorprendente esta visión desde el momento en que también hay gente que cree en la tierra plana, así, en sentido literal, siendo afortunados los que no estemos en esos límites fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.


EL FRACASO CIENTIFICISTA. Científicamente, es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos, porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico, sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta porque, en general, se obtienen más aplicaciones técnicas de lo que consideramos “básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).

Todo es digno de estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente, con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux y algún ejemplo más). Siempre es a toro pasado que los vemos como problemáticos. El coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos producido un gran quebranto en vidas y dinero.

El cientificismo venera a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden biológico, una visión miope, a corto plazo. La que se premia tiene miras curriculares bibliométricas. Por eso no extraña que precisamente los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos (incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la pandemia. Una pandemia posible en el futuro nunca será un problema ni un virus interesante. Gran parte de una investigación científica potencial muy interesante se hace imposible por criterios basados en "líneas productivas" y que evitan una investigación que sea claramente libre.

Frente a esa óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o simplemente no es, la ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC o el VIH. Si algo bueno tiene esta triste pandemia es serlo, porque ello, su globalidad, facilita una carrera auténtica para la consecución de una vacuna eficaz y segura.

Pero todo lo que se hace va un tanto contaminado con el modo competitivo de hacer ciencia. Si hasta hace poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.


EL ERROR DE LA CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido profundo a todas las escalas, desde la celular hasta la de cuerpo separado. De hecho, ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible, la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus raíces biológicas, las que nos hacen a todos partícipes de un continuum vital


LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad por pobreza, en la que la falta de recursos, incluyendo el hambre en sentido literal, quiebre muchas vidas.


EL AISLAMIENTO. Se ha jugado en exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso, vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara, facilitando hasta la saciedad el resurgimiento vírico y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes. Cuando pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.

El aislamiento de muchos se ha dado en vida y con mucha frecuencia tras la propia muerte, en la que el duelo necesario ha sido violentado de un modo brutal.

LA PERSPECTIVA RELIGIOSA. La confrontación con la muerte, incluso con un duelo que ha sido inviable en tantos casos, supone, como todos los dramas humanos, la pregunta a la propia cosmovisión, a la creencia o increencia de cada cual. La vieja cuestión de la teodicea resurge siempre (o Dios no es bueno o no es omnipotente, luego no existe). Es curioso que haya habido tantos contagios en donde y cuando más se reza a Dios, en los templos. Tal vez la razón sea simple, un problema de simple confinamiento y de falta de ventilación adecuada.
Pero Dios no es humano y su antropomorfización es absurda. Y se "calla", como siempre, ante la tragedia humana. Como ya advirtió Voltaire con ocasión del terremoto de Lisboa, como en Auschwitz, como ante tanto horror que hay en este mundo, dejando que la vida, misteriosa y sometida a todo tipo de contingencias, siga su curso. Ni es humano ni reside en templos, aunque éstos sean lugares interesantes para la reflexión y la oración si se tercia. Desde la creencia confiada (en la que me instalé), no está de más recordar las palabras de Jesús, quien, tras decir que la salvación viene de los judíos (curioso cuando tantas culpas se les atribuyó por cristianos en otras épocas de pestes), afirmó que “Dios es espíritu y los que le adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn.4,23).

Y MÁS... Muchas otras cosas podemos aprender o, más bien dicho, plantearnos efectos en el modo de trabajo, en la educación, en la planificación sanitaria, etc.,etc.). Otros lo sabrán hacer y decir mucho mejor que yo. Éstas son simples pinceladas y no puedo finalizarlas sin recordar con profunda admiración, respeto y gratitud a tantos que han respondido con honor, con valor, con la mayor muestra de amor que alguien puede ofrecer, dando su vida por otros.

A la espera de que la Ciencia, la de verdad, la liberada de presiones cientificistas, nos ayude a superar este gran y nuevo reto, concluyo aquí mis reflexiones en este blog sobre algo que tristemente no ha finalizado, la pandemia de Covid-19. Otros temas se harán presentes en este lugar, como antes de esta catástrofe.

 

sábado, 6 de junio de 2020

Hablar, Ser.





"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.

La normalidad, eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.

La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos, que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.

No son lemas dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.

Y, sin embargo, sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.

Vivimos en una clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira, cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido; aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos?  ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?

La triste y cruda realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses. Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de cumplirse.

Quizá una imagen valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la “distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano. La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía, pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.

En la creencia, la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano (mucho menos inhumano).

En este tiempo ha habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta, tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere la proximidad corporal.

Lo que potencia la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico, pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.

Podemos escribir, podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.

Y quizá sea eso que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.


miércoles, 13 de mayo de 2020

MEDICINA. Covid-19. No contagiemos y no seremos contagiados.



Ya llevamos tiempo de pandemia en España. 

Hemos vivido un tiempo de confinamiento masivo y decidido tardíamente, que ha tenido al menos la bondadosa consecuencia de paliar la expansión del virus. No es poco. Pero no es suficiente.

Hasta ahora las cosas no se han hecho precisamente bien. Sabemos sobradamente las consecuencias terribles habidas. 

Es tiempo de cambiar el modo de proceder. La “herd immunity” no es una buena solución. Y exponernos a nuevos confinamientos masivos tendría consecuencias terribles en términos económicos y de morbi-mortalidad. 

En este enlace pueden verse simulaciones muy intuitivas relativas al contagio. Se incluye ahí un gráfico que esquematiza de modo general la buena actitud, tras el confinamiento masivo, en el que hemos tenido tiempo para reflexionar y ver qué procede hacer. 

Lo que viene ahora, ya, no es un mero camino basado en consejos paternalistas hacia la “nueva normalidad” (vivimos tiempos de neolengua). Lo que procede, se ve literalmente en ese gráfico, es “test, trace, isolate”, esperando la última fase, “vaccinate”. 

Vayamos a la primera cuestión, las pruebas. Las hay de dos tipos, de detección genética (PCR) de material vírico (hay laboratorios que también detectan proteínas suyas, los "antígenos") y de detección de respuesta del organismo infectado (tests serológicos). 

La eficacia de estas pruebas se ve limitada por aspectos técnicos intrínsecos y por la evolución de la enfermedad. La demostración de infección por PCR precede a la detección mediante el hallazgo (y potencial cuantificación) de anticuerpos contra el virus de tipo IgM y de tipo IgG. 

Estos tests serológicos son muy importantes para saber no sólo si alguien está en fase activa de enfermedad (IgM positiva) o potencialmente curado (PCR negativa e IgG positiva) con matices (posibles reinfecciones, efectos tardíos del virus…); también nos da una idea de la inmunidad grupal en un gran colectivo como puede ser el sanitario.

En Galicia se están haciendo tests serológicos a todo el personal del SERGAS (rápidos, de “doble banda”, y ELISA si procede). Una buena idea extensible a otros colectivos (escolar, de servicios, etc.). Cuantos más tests serológicos se realicen, más se sabrá sobre la inmunidad grupal, a la vez que una positividad IgM fortuita en un asintomático inducirá a estudiarlo como potencial paciente y, de serlo, a alertar a contactos y proceder al aislamiento.

Hasta ahora, la PCR se ha realizado con escasez y tardanza. De ese modo, cualquier paciente cuya clínica de posible Covid-19 es confirmada finalmente por PCR habrá tenido tiempo hasta entonces de haber contagiado a muchas personas. A diferencia de los tests serológicos, que miran “a toro pasado” (o en curso), la PCR detecta inicialmente la situación. 

Bien, nunca es tarde (relativamente) si la dicha es buena y un BOE muy reciente, del 11 de mayo, recogía una Orden Ministerial por la que a todo caso sospechoso de COVID-19 se le realizará una prueba diagnóstica por PCR u otra técnica de diagnóstico molecular que se considere adecuada, en las primeras 24 horas desde el conocimiento de los síntomas”.

Es aquí en donde se inicia uno de los aspectos relacionados con el título de esta entrada del blog. Si alguien percibe síntomas de alarma de potencial Covid-19, debe contactar con su médico y, si éste sospecha, desde la clínica, esa enfermedad, solicitará la PCR. Un resultado positivo, obtenido cuanto antes, permitirá reducir claramente, mediante el aislamiento que sea factible, el contagio de otros. Es elemental que los confinamientos selectivos tienen obvias ventajas sobre los masivos, algo a lo que podemos volver si “jugamos” con el virus.

Es decir, la responsabilidad individual ha de jugar con el difícil equilibrio entre la hipocondrización y la prudencia, no por la salud propia, que se modificará poco en el sentido que sea si la PCR positiva aparece hoy o dentro de unos días, sino por la salud de los demás, esos contactos que quizá no se contagien por aislamiento y control desde ese saber diagnóstico. 

Hay otro aspecto, muy claro y al fin accesible. Se trata del uso de mascarillas. Sabemos que las hay distintas y que las llamadas quirúrgicas evitan más bien contagiar, si estamos infectados, que ser contagiados por otros. Pero, precisamente, dado que podemos estar infectados y contagiar aun siendo asintomáticos, parece de una ética elemental llevar mascarilla puesta siempre que salgamos de casa, precisamente para no contagiar a los demás. 

Curiosamente, ese deseo de cuidado del otro, del desconocido incluso, en la medida en que se generalice, facilitará que todos seamos más difícilmente contagiados.
Eso y la elemental prudencia de establecer barreras alternativas (pantallas de metacrilato, por ejemplo) y, sobre todo, en mantener una distancia entre personas. Lo visto estos días de “fase 1”, que han parecido de celebración colectiva en terrazas y calles más que de otra cosa, a pesar de la tragedia nacional en la que aún estamos inmersos, ha sido de una irresponsabilidad manifiesta. Es probable que, si la ética es ignorada, la ley haya de prohibir insensateces.

La solidaridad en este terrible contexto de pandemia en el que el coronavirus no hace distinción de edades (ni a niños siquiera), no es solo cosa de sectores sanitarios ni de servicios; tampoco de aplausos. La solidaridad reside en cuidar al otro evitando contagiarlo, aunque no tengamos evidencia de estar infectados nosotros. 

Curiosamente, esa solidaridad será la que nos permita llegar del mejor modo al tiempo “vaccinate”, cuando se logre, si se logra, lo que la gran mayoría deseamos, una vacuna segura y eficaz.