miércoles, 31 de julio de 2019

MEDICINA. Series de médicos.





Este año puede verse una serie de médicos en “Amazon Prime”. Su título es “New Amsterdam” y se basa en la obra “Twelve Patients: Life and Death at Bellevue Hospital” de Eric Manheimer. Estando de vacaciones, acabé viendo los 22 capítulos de la primera temporada, que no es poco. Muy interesante en su inicio y su final. Lo que venga después será probablemente prescindible.

Abundan las series televisivas sobre profesiones que tienen que vérselas con situaciones de riesgo, de incertidumbre y vocación. Suponen la toma de decisiones por parte de quienes se dedican a ellas, decisiones que suelen generar conflictos entre compañeros. Policías y médicos son, sin duda, profesiones que dan mucho juego para entretener al televidente con multitud de aventuras presuntamente cotidianas, entremezcladas con líos amorosos. En ellas, los héroes destacan por su saber, su valor o, generalmente, una mezcla armoniosa de ambas características.

Ya antes de que se popularizara la televisión, había obras literarias que pudieron influir en que alguien percibiera en él una vocación por hacerse médico. Con la televisión, los ideales parecen más realistas, pero sólo lo parecen. 

Son muchas las series emitidas sobre médicos, pero ésta, la del “New Amsterdam”, centrada en un hospital público estadounidense (lo que parece ya un gran contraste) muestra algo que llama la atención desde el primer capítulo. El “héroe” clave resulta ser el nuevo director del hospital (el equivalente a un gerente de los nuestros). Hay también otras figuras no menos heroicas y, de ser reales, la serie sería un canto hagiográfico cercano a lo empalagoso.

Pero hay algo que resulta especialmente llamativo. Se trata del director del hospital, Max Goodwin (interpretado por Ryan Eggold). Resulta casi increíble que un hombre solo sepa tanto, sea tan eficiente, y que, con la misma facilidad que despide a gente, resuelva rápidamente los problemas de gestión más duros, dando la mejor respuesta a todos los “buenos”, sanitarios y pacientes, y que, a la vez, diagnostique las cosas más raras e intervenga en el ámbito de cualquier especialidad, incluso quirúrgica. Y, por si fuera poco, asume toda esa responsabilidad a pesar de estar afectado por un cáncer que pinta muy mal. Bueno, ya que es ficción, podemos creer en tal posibilidad. De hecho, siempre hay realidades personales, aunque sean escasas, que superan lo ficcional. 

De toda esa fantasía, resulta que la más creíble, que un médico no deje propiamente de serlo cuando ejerce de gerente, es absolutamente increíble en nuestro medio, aunque no sepamos bien por qué. 

Que un gerente saliese de su despacho (o del de otros) y anduviera como un médico más por el hospital que dirige (como hace el Dr. Goodwin en la serie) interesándose por realidades cotidianas y no sólo por las estadísticas Excel, parece absolutamente insólito en nuestro sistema público.

Que algo así ocurriese, que un gerente médico se interesara de verdad y no sólo sobre el papel (literalmente y de modo electrónico) por los problemas médicos parece una fantasía que excede a las protagonizadas como reales por Bruce Willis en las sucesivas “Junglas de Cristal”. Y, sin embargo, sería muy bondadoso para todos quienes trabajan en un hospital y, sobre todo, para quienes en él son atendidos como pacientes.

Y es que los índices, sean de estancia post-quirúrgica, de tasas de infección o incluso de “satisfacción del cliente” no dicen propiamente nada de nada. Sólo son datos estadísticos donde la estadística sirve de poco más que alimentar reuniones de despacho y emisión de informes de propaganda política, porque, en general (quizá haya excepciones), quien realmente podría hablar no es nunca preguntado, ni siquiera cuando se está muriendo ahí, en el propio hospital, a veces en uno de sus pasillos, en esos momentos de colapso asistencial que son tan “puntuales” como periódicos por acaecer principalmente con la visita del virus gripal o por razón de vacaciones.

Tenemos un magnífico sistema sanitario y, sin embargo, podría ser mucho mejor. Bastaría con hablar y, sobre todo, escuchar.









lunes, 15 de julio de 2019

La sonrisa de la vida



"Después del temblor, fuego, pero no estaba Yhvh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave"
(1 Ry 19,12).


El viejo problema de la teodicea (si existe el mal en el mundo, una de dos, o Dios no es bueno o no es omnipotente) es una estupidez sólo compatible con la limitada imagen antropomórfica de lo divino.Y afirmo esto a pesar de Auschwitz, que ya puede parecer osado.

Y es que cargamos aun con la imagen que, con razón en caso de asumirla, atacan Dawkins y demás, la de un dios con barba, túnica o bata de casa y zapatillas, que diseña personas, animales y cosas (haciéndolo tan mal muchas veces). Y es que un dios así no existe más que en imaginaciones infantiles y abundantes pastorales infantiloides que, tantas veces, se hacen inmunes al propio desarrollo intelectual, como parece suceder con una versión del cientificismo (hay la opuesta, no menos insensata).

Lo terrible ocurre. En todas sus formas. Y sólo contradice una imagen del dios adánico y edénico. Pero ocurre que no estamos en ningún Edén. El Gran Espíritu que todo lo abarca, que sostiene amorosamente el Universo (en eso creo), es tan próximo a la mística como aparentemente lejano, oculto, a la tragedia. Y, si podemos alcanzar alguna vez, algún segundo eterno, la perspectiva mística, lo propiamente nuestro es, más bien, la tragedia que ve la propia vida en su fragilidad y en su dignidad, que percibe la acción ética, noble, como la gran posibilidad de pérdida de la propia vida si el amor mismo lo requiere (Jn.15,13).

A veces, lo trágico sólo puede ser simplemente aceptado como pasividad coherente más que como donación activa. No queda otra opción humanamente digna. 

Es en la pérdida brutal que el sentimiento místico, si se dio, troca en sentimiento de absurdo, de un absurdo brutal que pone a prueba, a veces de modo insoportable e insuperable, la fe como confianza radical en el Misterio, en lo que, de existir, se contempla ya como un Deus absconditus. Es en esa pérdida que el sentimiento de abandono radical, de soledad inaudita, puede ser la única, terrible y paradójica compañía. Es ahí que el océano de la perspectiva mística pasa a ser el mar tenebroso para quien ha pasado a la condición de trágico náufrago.

Un buen amigo me habló serenamente de que en su familia habían perdido la “sonrisa de la vida”. Serenamente. No es poco. Así de simple. La contingencia en forma de insensatez humana causa un accidente letal y una sonrisa esencial desaparece para siempre.

La sonrisa es término femenino, y femenino suele ser quien o que la proporciona, la madre de uno, una mujer, una hija, la madre Tierra, la Vida. Hasta los que se ganan la vida en el mar hablan frecuentemente de "la mar"…  No extraña que la creencia cristiana se hunda lejanamente en la raíz mítica, anterior a Cristo, de la maternidad virginal y divina, en esa aporía anticientífica, ilógica, tan absurda como verdadera por íntimamente humana, porque la propia sonrisa de Dios parece inconcebible sin la aceptación, sin la sonrisa de una mujer. “Angelus Domini nuntiavit Mariae”. Fra Angelico imaginó ese momento en el que el ángel esboza una respetuosa sonrisa para recibir la esencial. “Gratia plena, Dominus tecum”

Una sonrisa que también un hombre puede proporcionar, pero desde su manifestación espontánea de lo que es femenino por antonomasia, la Vida, esa vida que florece en los sueños de adolescentes, de jóvenes, en la creatividad posible. 

Aunque también la muerte se escriba en femenino y hagamos bien en llamarla hermana, como hacía San Francisco, hay otro término femenino que facilita un duro consuelo, pero consuelo y sosiego a fin de cuentas. Se trata de la esperanza. No todo puede estar perdido para siempre. No pueden haber sido inútiles los millones de jóvenes que sembraron de sangre los campos y las playas de Europa en el pasado siglo, las penurias de tantos que murieron como cosas numeradas en los ignominiosos campos concentracionarios, el terror del hongo atómico en Hiroshima, los vietnamitas arrasados con napalm, tantos y tantos en todo el mundo que han sido sacrificados en el altar de la barbarie. Cada uno de esos cadáveres ha dejado de sonreír, pero es contemplable que sea sonreído, acogido por la singularidad materna, eterna, divina. 

Creer es esperar, es aceptar lo inaceptable; es asumir que, si maravilloso es que vivamos, cabe concebir una maravilla que lo es más aún, la de ser aceptado en nuestro desvalimiento, la de que nuestra tragedia personal sea aceptada al final por lo que no tiene nombre, por quien Es el que Es, por quien Será el que Será, por el Absoluto amoroso, cuyo Nombre es indecible y sólo audible en el suave susurro que acaece tras la tormenta, el huracán y el fuego.

A un buen amigo.



sábado, 6 de julio de 2019

Vida humana. Una mirada al origen.




 “Mirabilia vero dicimus quae nostrae cognitioni nos subjacent etiam cum sint naturalia”
(“Llamamos maravillas a los fenómenos que escapan a nuestra comprensión, aunque sean naturales”)



Un amigo y compañero me ha proporcionado la imagen que encabeza esta entrada. La obtuvo trabajando en un laboratorio de fecundación in vitro, una técnica que supera la infertilidad en una pareja. Se trata de algo muy habitual, e imágenes como la mostrada constituyen un elemento diagnóstico rutinario para observar un cigoto y su desarrollo en los estadios embrionarios iniciales.

Un sumatorio de diversas contingencias biográficas da lugar a la aparición de un óvulo fecundado por un espermatozoide, a un cigoto. 

¿Qué vemos realmente ahí, en una simple célula, en un cigoto? 

Desde el saber científico, asumimos que, si todo va bien, esa célula dará lugar a un ser humano. Se transformará inicialmente por sucesivas mitosis en un conjunto de células (mórula) que, tras otra transformación compleja, ya como blastocisto, se implantará en el endometrio de la madre que lo albergará. A partir de ahí crecerá, será embrión, feto, y nacerá ya como un bebé a quien alguien le dará un nombre desde el deseo, si todo va bien. 

En el interior de esa célula, los genes heredados de una mezcla cromosómica de sus progenitores, tras la baraja meiótica, determinarán en gran medida los patrones de su desarrollo biológico y capacidades inherentes a él.

Gradientes moleculares citoplásmicos y, más tarde, embrionarios, asociados a la expresión sucesiva de genes específicos, irán definiendo la topología del ser en formación. De una simetría esférica se pasará a una bilateral en la que, sin embargo, habrá asimetrías internas relativas a la situación de órganos concretos, asimétricos a su vez, como el corazón o el hígado. 

A la vez que el cambio anatómico es incesante en cada detalle, todos los órganos en formación se irán haciendo funcionales, íntimamente ligados fisiológicamente entre sí y con el cuerpo de una mujer que cobija la génesis de una arquitectura tan compleja. A través de la placenta, el organismo materno transferirá oxígeno y nutrientes, evitando reconocer lo que, como distinto, se rechazaría inmunológicamente. 

Habrá muertes y vidas celulares que se acompasarán para ir formando los dedos de manos y pies, para establecer circuitos neuronales adecuados, para llevar arterias incipientes a todos los recónditos lugares del cuerpo que se forma, para que los huesos crezcan anunciando la rigidez necesaria cuando la ingravidez que propicia el mar primigenio, amniótico, cese. 

Aunque la ontogenia no recapitule la filogenia, se ven rastros de ese recuerdo. Un simple ovocito refleja una curiosa síntesis de un largo proceso evolutivo y que sostendrá, a la vez, la singularidad subjetiva. Estamos ante el resultado de un proceso encuadrado en la óptica neodarwinista con restos lamarckianos como los que supone la epigenética, esa interesante interacción entre lo cultural y lo biológico, lo genético. El determinismo genético se complementó con la plasticidad que el error puede permitir en circunstancias especialmente favorables.

Una sola célula dará lugar a otras muchas con mayor o menor capacidad de diferenciación, desde células madre a las que son altamente especializadas. 

Ajustes que abarcan desde el orden molecular, como cambios en el tipo de hemoglobina, genes que van siendo expresados o reprimidos, hasta grandes sucesos, como pasar de una respiración umbilical a una pulmonar, serán perfectamente integrados en la dinámica espacio-temporal del ser que nacerá.

Ese cigoto propiciará la génesis de un ser humano que físicamente será, como los demás seres vivos, un sistema termodinámico en el que la extraordinaria complejidad mostrada, asociada a la información genética, respetará la segunda ley. Lo material y lo espiritual van asociados íntimamente.

El saber científico no sólo avanza; también muestra sin cesar nuevos océanos de ignorancia. Mucho conocimiento falta para una comprensión del cómo y del porqué del desarrollo embrionario, abandonada la pregunta teleológica en Ciencia. Pero lo que ya sabemos, muy poco todavía en comparación con lo que, siendo finito, parece inagotable campo de investigación, sugiere preguntas tanto científicas como técnicas y filosóficas. 

La ciencia de la vida parece inacabable, habiendo cristalizado por el momento en metáforas limitadas mecanicistas, moleculares e informativas, todas ellas estáticas, bioquímicas. Nuestra concepción del embrión es esencialmente morfológica y química, restringiendo la perspectiva física a una dinámica grosera en la que no se perciben las distintas escalas temporales en que se encuadran los múltiples fenómenos que permiten la vida y que la destinan en mayor o menor grado a algo que será reconocible como humano.

La fecundación in vitro es una técnica que, a la vez, suscita la potencial resolución de problemas médicos. Pueden seleccionarse embriones según que esté presente o no en ellos una mutación causante de una enfermedad. Pueden manipularse los genes mismos, y esa perspectiva, favorecida potencialmente por las técnicas de edición genética (como el CRISPR-Cas), plantea la posibilidad eugenésica en un modo que hasta ahora era inconcebible, no sólo como opción negativa (aborto) sino “positiva” (mejora supuesta de genes determinados). Así es contemplable un embrión como algo a destruir, a utilizar o a mejorar.

Y un bebé nace. Y se ve inmerso, a veces, de muy mala manera, en un mundo que va más allá del biológico; se trata del ámbito de la cultura. Sea ésta paleolítica, agraria o universitaria, el niño hablará (aunque sea ciego y sordomudo, podrá hacerlo de algún modo) e irá atravesando distintas fases de desarrollo biológico y de inmersión cultural, asociadas a ritos de paso. Y así, hasta el final, en que la hermana muerte se lleve al niño, al joven, al hombre maduro o al viejo en que se ha convertido, una biografía siempre inacabada. Pero ya nada será igual. Un ser hablante, un sujeto que lo es por eso, por tener consciencia de sí, por tener un cuerpo que alberga lo subjetivo indecible, dejará su huella en el mundo. Será imperceptible o no, lo será para bien o para mal, pero será singular, irrepetible.

Nada más natural que nacer, vivir y morir. Y, sin embargo, ante el nacimiento de un bebé es fácil que surja, desde la emoción y el asombro, el término “milagro”. Sin duda, esto es una exageración. Lo milagroso supone lo extraordinario asociado a la quiebra de la legalidad física, y los nacimientos de niños no tienen esa característica. Según la web “Worldometers”, en cada segundo nacen varios niños en el mundo. En nuestro país, con una natalidad en declive, nace un niño cada cuatro segundos

Es algo muy común. Muchos nacimientos se producen todos los días en todos los lugares, incluyendo taxis. No hay milagro. Pero sí que hay algo. Y ese algo se da también, de un modo más especial, al mirar el cigoto. Sólo eso. De esa mirada desligada o no de un supuesto saber científico, surge una pregunta esencial que va más allá de los “cómo” y los “por qué” causales, que acabarían remitiendo al propio origen de la vida en nuestro planeta, único lugar del Universo en el que sabemos que la hay. La cuestión con que se nos interroga es sencillamente…  ¿Qué? 

¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que cada uno de nosotros ha sido una vez? ¿Qué es eso que ha supuesto millones de años de evolución?

La Ciencia nos puede decir “qué” es una célula (o quizá no; dudemos siempre), qué es un embrión, desde el punto de vista nominativo, taxonómico – nosológico si se comparan unos embriones con otros, nos podrá ir diciendo (aún falta mucho) cómo se desarrolla ese embrión y por qué en unos lugares se expresan unos genes y no otros, pero parece imposible que nos diga lo más mínimo del qué esencial, de qué es la vida, de qué es eso que reconocemos como potencia aristotélica que se actualizará en una subjetividad singular. 

No. No es un milagro, pero sí algo maravilloso. Milagro, de “miraculum”, deriva de la raíz latina “mir”, que implica lo visual. Alguien reconoce un milagro desde la fe o sustenta a ésta en él. Shermer defendía la sensatez de requerir pruebas extraordinarias para hechos extraordinarios y, en ese sentido, noble, sencillo, la ciencia no simpatiza con lo milagroso, sino que lo excluye de su atención.

Pero de esa misma raíz, “mir”, deriva también otro término, lo maravilloso, los “mirabilia”, en plural, como le gustaba decir a Jacques Le Goff.  Al contrario de lo que ocurre con lo milagroso, lo maravilloso sí que es facilitado extraordinariamente por el conocimiento científico, es realmente desvelado por él. La Ciencia no sólo nos aporta un avance epistémico impresionante, sino que, ligado a él, facilita la contemplación estética, extática incluso, más aún, mística, de la belleza del mundo y de la vida. La maravilla del proceso de desarrollo del ser humano no es única, sino que abarca más bien un número ingente y creciente de “mirabilia”, que, siendo visibles, cotidianos, empíricos, resultan casi increíbles al entendimiento, suscitando una potencial admiración reverencial. Su número, aunque finito, recuerda el de estrellas del Universo, porque parece inagotable.

Lo cotidiano no es milagroso, pero sí maravilloso. Y eso induce a la reflexión o, quizá mejor, a su ausencia, a guardar simplemente silencio, como sugería Lao Tse al decir que “el que no sabe, habla” (Tao Te King, 56). Reconozcamos la gran ignorancia del Ser. Callemos.

No soportamos lo incomprensible y ocurre que la Ciencia siempre acaba ante el límite de incomprensión… o empieza ya con él incrustado en su seno. Acaba así en dos ámbitos fundamentales, el físico y el matemático, con las relaciones de incertidumbre de Heisenberg y con la incompletitud de Gödel, respectivamente. Pero, en el mundo de la vida, el límite ya impregna todo desde que uno se asoma a él, porque al estudiarlo estamos ante lo incomprensible, por más que sepamos de genes, de moléculas, por más que podamos marcar circuitos neuronales o patrones de apoptosis o de expresión génica. Estamos ante los “mirabilia” que sostienen la vida misma, porque quizá lo único que podamos decir de la vida es eso, que, a pesar de los pesares, es maravillosa y remite a algo. ¿A qué?

Desde la creencia que propician las religiones del libro, hay la tentación de conferir a Dios la causalidad de todo lo existente, incluyendo el fenómeno vital, pero esa perspectiva de un Dios como causalidad última (el viejo “motor inmóvil”) o como tapador de agujeros epistémicos es deficiente porque supone la antropomorfización del Misterio y choca con el fácil y triste argumento de la teodicea: ¿Por qué iba a permitir un Dios con rostro humano los errores congénitos metabólicos, las graves malformaciones congénitas o serias enfermedades posnatales? 

La simpleza del creacionismo no es superada por la visión de los científicos defensores del Diseño Inteligente. Al contrario, frente a la ingenuidad ortodoxa, esa Inteligencia postulada parece corresponderse a la de un sabio anciano con pijama y zapatillas, no a Dios, porque mal se concilia esa Inteligencia con tantos ejemplos en contra, como el “diseño” de la retina humana, hecho al revés.

Quizá la propia Naturaleza sea, en su misterio, equiparable a Dios o Dios a ella, “Deus sive Natura”. Es la opción de Spinoza que tanto le gustaba a Einstein (“Ich glaube an Spinozas Gott, der sich in der gesetzlichen Harmonie des Seienden offenbart, nicht an einen Gott, der sich mit Schicksalen und Handlungen der Menschen abgibt.").

¿Y entonces, qué? 

Parece absurdo pedir más de lo que podemos recibir, porque no damos abarcado lo recibido ni en mínima proporción. Tenemos lo maravilloso, un conjunto de "mirabilia" que parece aumentar indefinidamente, inundándonos de belleza sublime, inefable. Y de extrañeza ante la que toda pregunta choca con la falta de respuesta. 

Basta con eso. Basta con el silencio contemplativo. De lo que no se puede hablar, es mejor callar, decía Wittgenstein. Y aunque podamos hablar y hablar científicamente de lo que supone una imagen, la de un cigoto, acabaremos, si somos sensatos, en el silencio. Los creyentes asumimos que Dios es tan próximo como lejano, y para algunos de nosotros la única teología aceptable parece la apofática, callando ante lo inefable que es mostrado, porque nada puede ser dicho del Gran Espíritu, más allá de acogernos al sentido amoroso del Universo, algo armonioso que nos recibe en un brevísimo instante de su historia como constituyentes del río de la vida.

En ese río estamos y en ese breve tiempo podremos hacer algo o, simplemente, percibir el agua que nos lleva, de modo suave o turbulento.  

Sólo cabe el silencio ante esa sencilla perfección que inaugura una vida humana. Da igual en esto el contenido de la creencia o su ausencia. Para Eckhart, hablar de Dios o de la Nada parecía lo mismo. El Misterio es demasiado inmenso, incomprensible. Cualquier calificativo se hace superfluo y limitante de algo que parece infinito. 

François Cheng decía que parece como si el Universo hubiera esperado al ser humano para ser dicho. Un cigoto es la cristalización de esa esperanza en un inicio posible, único, extraordinario, en todo el espacio-tiempo cósmico. El Logos no cesa de encarnarse y, sin embargo, sólo en el contexto mítico podemos referirnos a lo inefable, ayudados, paradójicamente, por la propia Ciencia. Sólo en el silencio podemos percibirlo.

Agradezco al Dr. Tomás Domínguez Rodríguez la imagen fotográfica proporcionada.


lunes, 1 de julio de 2019

Disfunción




El escritor Romain Gary se suicidó a los 66 años disparándose un tiro. Al parecer, un galán de su clase no pudo tolerar el declive sexual inherente a la edad; de hecho, había confesado no poder satisfacer a la mujer amada, la actriz Jean Seberg, quien, tras su separación y una vida azarosa, se había suicidado antes que él. Que el cuerpo no responda al deseo es traumático y no hay que despreciar el valor de todo lo que ayude a llevar una vida placentera. No es malo contar con la ayuda química que permita la satisfacción pulsional. Quién sabe cuántos males habría evitado y evita esa pastilla llamada Viagra. 

Pero hay algo que va más allá de la relación entre un problema y un fármaco que facilita afrontarlo. La Viagra, descubierta como efecto secundario interesante, ha removido a su vez de modo secundario el universo simbólico asociado al ser humano, reforzando la triste concepción de Julien Offray de La Mettrie.

El prefijo “dis” suele indicar que algo va mal. Uno se disgusta, está disconforme, disiente… En Medicina, estudio de males diversos, se utiliza con cierta frecuencia. Disnea, dispepsia, disuria, disentería, dislexia o disfagia, expresan una molestia, una dificultad, que puede ser un síntoma alarmante. No es tan usado como otros prefijos (“hipo” o “hiper”) o sufijos como “itis”, “osis” o los temidos “oma”. A veces, en vez de usar prefijos y sufijos, se habla crudamente de insuficiencia o directamente de fallo (renal, cardíaco, hepático…) cuando un órgano funciona mal o, en la práctica, deja de hacerlo al mínimo exigible. Y cuando las cosas se ponen mal de verdad, uno puede entrar en fallo multi-orgánico en donde decir “dis” sería quedarse corto.

Hay dos grandes “dis” y que saltan a la vista en internet en cuanto uno empieza a escribir esas tres sílabas. Se trata de “discapacidad” y de “disfunción”. Con una extraña mezcla de cinismo e intención bondadosa, el término discapacidad ha desterrado afortunadamente a otros de carácter peyorativo para referirse a personas que sufren alguna limitación psicofísica.  

Si el término discapacidad engloba muy diversas situaciones personales, el de disfunción parece ir ligado a una sola carencia, la falta de respuesta genital al deseo sexual masculino. Disfunción eréctil se llama. No se habla de otras disfunciones. Ser disfuncional es serlo en el terreno sexual; así de simple. No hace tantos años que no existía una expresión así; había trastornos de impotencia esporádicos o que se iban haciendo perennes y que eran generalmente atribuidos a problemas psíquicos, tóxicos, al “stress”, o simplemente a la edad avanzada. Siempre hubo supuestos afrodisíacos y, más recientemente, curiosos instrumentos, como bombas de vacío o prótesis peneanas con los que poder lograr la erección en el momento adecuado. 

Pero hace poco más de veinte años surgió el milagro conocido como Viagra. Se trataba del sildenafilo, algo que se estaba probando en ensayos clínicos con una finalidad bien distinta. En un estudio así se valoran mucho los potenciales efectos secundarios surgidos y que son, generalmente, de carácter negativo, pero en este caso los hombres afectados no se quejaban de uno de esos efectos, sino que más bien lo alababan. Y fue el inicial efecto secundario lo que reconvirtió la investigación que acabó en la patente de la Viagra, para felicidad de muchos, incluyendo a los accionistas de Pfizer, firma que consiguió ventas millonarias y que propició la aparición de webs sobre la “disfunción eréctil”, algo que incluso se pretendió cuantificar. 

Dejó de haber problemas psíquicos o de edad que incidieran en el vigor sexual. Cualquiera podía ya emular a Príapo, cosa que a veces ha ocurrido del peor modo sin pretenderlo, requiriendo atención clínica urgente. Y ya no era sólo cosa de viejos. El temor al bajo rendimiento sexual se extendió a jóvenes que, sin precisarlo, también recurrieron a la pastilla azul en una época en la que el erotismo se ha genitalizado al máximo, reduciéndose en la práctica a la respuesta puramente anatómica. 

Pero, si existe una disfunción sexual masculina, también ha de existir el equivalente femenino, aunque no se llamará así sino “Trastorno de deseo sexual hipoactivo femenino” para el que la flibanserina seguirá dando que hablar en tanto no se encuentre algo que pretenda ser mejor que el placebo para un supuesto trastorno.

Con tales armas, se acabó aquella insensatez anticuada de envejecer juntos en pareja. ¿Por qué no cambiar? ¿Por qué no rejuvenecer?

Más allá de viejas represiones, las inherentes a la propia naturaleza fueron superadas. El término “impotencia” se desterró y triunfó la expresión “disfunción eréctil”, acertadísima al concebir al hombre como máquina, porque es como tal que funciona bien o no, pudiendo ser “disfuncional”. Acertadísima a la vez porque advierte a ese hombre - máquina que la disfunción no sólo es problema sexual sino global, vital, como tan acertadamente alerta la Fundación Española del Corazón. La disfunción presagia la defunción. Alguna vez surgieron sonrisas maliciosas en quienes atribuían la muerte súbita de alguien a sus ejercicios gimnásticos sexuales; hoy asistimos más bien a la situación inversa. Uno empieza con impotencia, no le hace caso, creyendo que es el apaciguamiento del deseo propio de hacerse mayor, y a los dos o tres años va y se muere por un infarto masivo. Si la sangre no entra como debe en los cuerpos cavernosos peneanos, ¿por qué había de hacerlo en las coronarias? La consulta urológica entra en sinergia con la visita al cardiólogo. Los psicólogos y psiquiatras pertenecen, en este terreno, al pasado.

Cicerón escribió un libro sobre la vejez en el que, en boca de Catón, alababa el apaciguamiento del deseo sexual, al que consideraba un incordio. Murió antes de alcanzar la llamada ahora tercera edad, pero no por infarto, sino por orden de Marco Antonio, que era poco receptivo a sus críticas y nada dado a la oratoria. En una historia – ficción en la que Cicerón tuviese acceso al sildenafilo, quizá no se hiciera tan pesado en el Senado, cuyas puertas nunca se verían adornadas finalmente con sus elocuentes manos.

Lo que ocurre con el sildenafilo va más allá de una ayuda, como podría ser un bastón, para convertirse en algo simbólico. En cierto modo, la erección, el alargamiento anatómico, se asocia al alargamiento vital que, por otra parte, parece ir relacionado con la longitud telomérica. Ya no se trata de vivir o morir, sino de durar, de alargar el tiempo “funcional” mediante el alargamiento de penes y, llegado el momento, de telómeros. La Medicina moderna no quiere saber de envejecimientos (hay quien anuncia “la muerte de la muerte” y alguna autoridad científica más modesta en sus pretensiones afirma en un libro la posibilidad de morir jóvenes a los 140 años, que no está aparentemente nada mal). 

El cientificismo no siempre sabe mirar. Helen Fisher indagó en el cerebro las claves amínicas del estado anímico de enamorados, y hasta en el PNAS se publicó algún artículo sobre genes de fidelidad y cosas así, pero eso, por más que explicara a mentes incautas la química del amor y de la estabilidad de pareja, no resolvió nada frente a sus problemas reales, más físicos que químicos, más mecánicos, puramente genitales. Como en la película Cocoon, el sildenafilo fue fruto del azar, le ganó al pretendidamente riguroso estudio genético y de imagen funcional y permitió saber de lo que realmente es “disfuncional”.  

Es difícil saber hasta qué punto el efecto benéfico para algunas personas del sildenafilo y similares no es sobrepasado por una concepción de la sexualidad humana tan excesivamente simplista que se hace métrica. La expresión “disfunción sexual” ha sido un hallazgo feliz para un mercado concreto, pero ahonda claramente en una reducción mecanicista del ser humano. En muchos jóvenes, el erotismo, con su calma y poesía, cede ante la anatomía, y lo hace del modo más crudo, a la vez que muchos viejos ven realizables sus patéticos sueños de juventud perenne. 

Esta civilización de la inmediatez y de la confusión entre vida humana y eficiencia de máquina pagará las consecuencias.