martes, 30 de octubre de 2018

MEDICINA. La miope y obsesiva referencia industrial.




Parecen tiempos ya lejanos esos en los que tanto se insistía en hospitales sobre la gestión de la calidad y viceversa en relación con “procesos” clínicos. El término “eficiencia” se convirtió en un mantra sagrado en los “círculos de calidad”, que habían florecido, al parecer, tras las felices experiencias de la industria automovilística.  

El caso es que seguimos en esa curiosa moda en la que, más allá de sesudas reuniones en donde se ponderaban libros sobre quién se llevaba un queso o algo así, persisten cursos de liderazgo, de comunicación, o para enseñar técnicas de “gamificación”, “empoderamientos” y demás extrañezas semánticas. 

Todo eso ocurre en el contexto de una adoración a la norma. Lo normativo se ha sacralizado y ya no viene dado siquiera por un criterio de normalidad estadística sino por la aspiración a un ideal, por tonto o imposible que sea. 
Las bondades de las normas ISO parecen muy inferiores al encorsetamiento burocrático y consiguiente parálisis que suponen en muchos casos; todo ha de estar protocolizado, desde el mantenimiento de aparatos hasta los consentimientos informados y los santos algoritmos diagnósticos o terapéuticos. Todo protocolizado, aunque no sea susceptible de regulación alguna. 
En lo concerniente al sujeto, ser normal supone asumir una idea imposible, pues nadie lo es; sin embargo, se aspira a ese criterio ideal, sea en lo concerniente a medidas externas e internas del cuerpo, sea en términos de conducta. 
A la vez que se ha ampliado una supuesta y falsa heterogeneidad dada por la forma de vestir, de relacionarse sexualmente, o por piercings, tatuajes y perfiles en redes sociales, que pretenden el espejismo de convertir una apariencia de libertad en algo real, nuevos puritanismos radicales imponen una moral laica de una rigidez que llega a ser mayor que la derivada de la creencia religiosa tradicional, con sus demonios y tentaciones. Una rigidez que propicia una mentalidad de rebaño y facilita la posibilidad totalitaria.
Se trata de ser distintos e iguales a la vez, como los coches tuneados.

Y en ese peculiar mundo estamos. Esas modas que se iniciaron con la empresa automovilística japonesa persisten. Nos lo destacaba un reciente artículo que, a los que estamos desfasados, nos resulta soporífero porque en él se insiste en la bondad de la perspectiva industrial asociada al método “Lean”, con sus “valores añadidos”, “problemas de base”, “implicaciones del personal”, “cambios de cultura” y demás exquisiteces. Es un texto adornado por palabras japonesas y en el que sólo se echa en falta la alusión a la importancia trascendental del “mindfulness” en los hospitales; meditemos todos antes de operar o de ser operados. Operados y empoderados.

El caso es que el objetivo no parece que pueda ser más noble, “la satisfacción del paciente” (cliente se llegó a decir hasta la saciedad hace un par de décadas) y, eso sí, se trata de aplicar el método científico, basado en planificar, hacer, verificar y actuar (PDFA, por sus siglas en inglés)”. Ya sabemos que siempre se invoca la supuesta base científica de lo que sea porque parece a muchos que, si algo no es científico, no existe.
Antes se hablaba de puntos fuertes y débiles, del análisis DAFO, que seguirá flotando en gerencias varias e instancias superiores, esas que no parecen haber sabido planificar las necesidades de médicos que tiene nuestro país, en el supuesto de que vieran todos los puntos fuertes y débiles, habidos y por haber, concernientes a la salud de la población.

Nuestro lenguaje ya no es lo que era. En los hospitales lleva tiempo ya hablándose en una neolengua que acoge algunos de los términos ya citados y que no tiene reparos en producir cada vez más anglicismos. El lenguaje habitual sólo parece adecuado para grabar en una historia electrónica que alguien es bebedor, psicótico o que ha tomado cocaína. 

Por supuesto, aunque en ese contexto industrial se insista en que una crítica es una joya, tal manifestación tiene mucho más de cínica que de clínica pues lo que más bien parece pretenderse es una infantilización generalizada, a la que no es ajeno el progresivo declive de la comunicación entre médicos y la “algoritmización” de la información proporcionada a pacientes, sea como consentimiento informado (aterrador, en general), sea anunciándoles todos los cataclismos que pueden ocurrirles por el mero hecho de ser tratados en el hospital; para eso son adultos y autónomos. 

Parece perseguirse que todos estemos trabajando contentos, optimizando tiempos, para satisfacción de un “cliente” que, injusto tantas veces, estará poco satisfecho a la luz de lo que acontece en el sistema sanitario real, sea público o privado. De momento, no se oferta la elección de emoticonos a pulsar ni se hacen llamadas preguntando si uno está sumamente satisfecho o no, pero todo se andará. 

Tal perspectiva va de la mano de una sub-especialización por la que la visión de muchos médicos es parcelada a un campo muy restringido del cuerpo, siendo auxiliada por robots, en una analogía cada vez mayor con la producción en cadena de los coches. Esa mirada miope facilita un falso respeto entre los distintos especialistas, bajo cuyo prisma un médico deja propiamente de serlo a veces para convertirse en un técnico que aplica un protocolo, un algoritmo o una terapia a un trozo de cuerpo; a la mente ya le llegará su turno, cuando triunfe de una vez la reducción biológica añorada por tantos.

Y así, la medicina industrial pasa a ver cuerpos y mentes como Toyota ve coches. 

Las consecuencias negativas son obvias, desde el olvido de la singularidad del acto clínico a la ausencia en muchos casos de una visión generalista del paciente, siempre necesaria, aunque su problema inmediato se centre en su hígado o su piel.

El neo-mecanicismo ha resurgido con un vigor inusitado. Es cierto que, en muchas situaciones, cabe la contemplación mecánica del cuerpo y, en este sentido, son indudablemente valiosos todos los grandes avances que se están produciendo en el ámbito quirúrgico o en áreas de recuperación funcional, como las que tienen que ver con la traducción de señales corticales a sistemas robóticos. No cabe duda de que un corazón puede contemplarse perfectamente como una máquina biológica, pero no así a su portador, que es algo más.

El contraste con la realidad no puede ser mayor. Es esa ausencia de perspectiva generalista, agravada por el descalabro que sufre la atención primaria por falta de médicos y tiempos, la que facilita la poli-medicación a enfermos mayores o crónicos, los retrasos diagnósticos por peregrinaciones inter-consulta y la cruda ignorancia de la interacción entre lo médico y lo social. ¿Qué hacemos con una persona que ha quedado sola, pobre y mayor y se deprime? ¿Le aumentamos la serotonina en sus sinapsis? ¿Es esa una solución? ¿Es lo que le ocurre una enfermedad?

Si la Medicina toma como referencia en su visión la excelencia de una fábrica de coches, mal vamos como médicos y como pacientes, por más que el avance tecno-científico permita cada vez más posibilidades diagnósticas y terapéuticas. No todo el mundo se compra un coche, pero todo el mundo acaba siendo directa e indirectamente afectado por la enfermedad y la muerte. Cualquier comparación de la práctica clínica con lo que se haga en la mejor de las fábricas es sencillamente una solemne estupidez.






viernes, 19 de octubre de 2018

Ciencia y Filosofía en las aulas. Una cuestión de método.




Parece que la Filosofía retorna a las aulas como materia obligatoria. La noticia es buena en medio de tanta simpleza cientificista, tan pretendidamente pragmática que ni pragmática es.

Pero todo ha de matizarse, ya que lo que se reintroduce es la Ética y la Historia de la Filosofía, que no es lo mismo que la Filosofía misma, aunque ésta pueda albergarse como tal con mayor o menor acierto en ambas disciplinas. 

Esta medida parece responder a la justificada reacción previa de ciudadanos ilustrados que han visto y denunciado algo tan impropio como la eliminación, en los curricula escolares, de la Filosofía y, en general, de disciplinas humanísticas. Por supuesto, pueden haberse dado intereses meramente laborales, gremiales, pero eso parece secundario ante una respuesta adecuada ante una demanda legítima, tras despropósitos educativos sobradamente conocidos.

Con frecuencia se contrasta un valor cuasi ornamental de la Filosofía (y demás disciplinas humanísticas) con el valor pragmático de la Ciencia, que sí sirve para comprender el mundo y transformarlo, en vez de hacer juegos de palabras más propios de tiempos pretéritos. 

Pero hay algo que ha de tenerse en cuenta, se esté o no de acuerdo con un pragmatismo ingenuo excesivamente arraigado en las aulas, especialmente con la marca boloñesa. 

Ocurre que, tanto la Ciencia como la Filosofía, no se enseñan, en general (hay siempre honrosísimas excepciones que no se ciñen a los libros de texto), como tales, sino como Historia empobrecida, sea de resultados científicos, sea de ideas filosóficas. Algo es mejor que nada, pero, de ese modo, parece darse un defecto esencial en lo concerniente a la Ciencia y a la Filosofía. Son muchos los estudiantes, incluso licenciados, que ven en la Ciencia una secuencia progresiva de resultados (se acaba sabiendo que la mecánica relativista supera a la newtoniana, que hay una equivalencia materia – energía, que el ADN es la molécula informativa de los seres vivos, etc.). Del mismo modo, se acaba sabiendo algo o bastante de lo que pudieran pensar Descartes, Platón o Kant, o una relación bibliográfica de figuras destacadas de la Literatura, aunque no se haya leído a ninguna de ellas. Se trata de una concepción de la cultura, incluyendo la científica, que sí resulta ornamental. Y, de ese modo, se olvida (llevamos demasiados años haciéndolo) lo nuclear.

La Ciencia, contada como historia de resultados, y a la luz de las aplicaciones de éstos, pasa a ser considerada como creencia. Eso es así porque se echa en falta la introducción adecuada a lo esencial en Ciencia, que es su método. De modo análogo, la Filosofía narrada como historia del pensamiento no implica necesariamente que induzca el pensamiento mismo. En ese sentido, ni la Ciencia ni la Filosofía auténticas podrían considerarse “obligatorias”, aunque se impongan (y deban imponerse) como asignaturas, porque no se enseña lo más propio de ellas y porque resulta sencillamente imposible obligar a alguien a pensar, especialmente en estos tiempos en los que impera la concepción métrica y ociosa de la vida. 

La Historia de la Filosofía, como la del Arte o la de la Ciencia, son muy importantes como ayuda esencial para contextualizar el pensamiento y la creatividad personales, pero lo que resulta realmente fundamental es la familiarización con lo que al ser humano le importa y la formulación de preguntas al respecto. Es desde ese retorno al origen, que supone la admiración, el asombro ante el mundo, que podrán plantearse cuestiones, hacer reflexiones propias y debates y ver qué posibilidades hay de resolverlas a través de la Ciencia y qué interrogantes quedarán provisional o indefinidamente fuera de su alcance.

Si la enseñanza de la Ciencia se ciñe al relato de sus resultados, aunque incluya alguna que otra demostración matemática o una mirada a un microscopio, se estará convirtiendo en la transmisión de una creencia en quienes los han obtenido, más que en un reconocimiento de la bondad del método científico. Tal vez por eso es comprensible que haya quien, habiendo seguido una trayectoria curricular científica, caiga en la creencia pseudocientífica. Se puede ser médico con un magnífico expediente, sabiendo mucha Fisiopatología, y creer que la iridología es magnífica en el diagnóstico como el agua homeopática lo es para el tratamiento. 

Si la ciencia es “sabida” como creencia, podrá ser fácilmente sustituida por otra creencia; es eso lo que facilita la permanencia de las pseudociencias en entornos pretendidamente científicos; a la vez es lo que facilita una defensa de la ciencia (como si ésta lo precisara) por parte de un escepticismo casi religioso porque tampoco mira al método; los pseudocientíficos, numerosos, son compensados con círculos de “escépticos”, también numerosos. Lo cuantitativo es facilitado por la difusión en red y prima sobre lo cualitativo. Probablemente Einstein lo tendría difícil en esta época, tanto por la mirada pseudocientífica como por la de pretendidos escépticos. Y es que el escepticismo real también es cuestión de método.

De modo análogo, una enseñanza adecuada de la Filosofía, aunque precise de un saber sobre su historia, supondría el encuentro con el no saber, con la ignorancia esencial sobre lo más importante, la que suscita más preguntas que respuestas, por más necesarias que éstas se consideren.A fin de cuentas, a diferencia de la Ciencia, la Filosofía es tarea de cada cual o algo así decía Jaspers.

Enseñar Ciencia y Filosofía acaba siendo lo mismo en el sentido de que ambas tareas suponen facilitar un espacio de apertura al pensamiento, a la reflexión, a la pregunta. Saber acaba siendo, como siempre fue en el sentido más auténtico, una experiencia socrática, la que supone hacer preguntas desde la ignorancia y asumir que las posibles respuestas parciales sólo podrán proporcionar una mejor visión de esa ignorancia. Es desde esa humildad, creciente y reconocida, tanto más cuanto más se luche contra ella, que un joven podrá hacerse científico respetando el necesario marco filosófico para la investigación, o filósofo, sabiendo que el método científico es la mejor ayuda para conseguir la respuesta a muchas preguntas que aún no se han contestado o que ni siquiera han llegado a formularse.  

lunes, 1 de octubre de 2018

CIENTIFICISMO INQUIETANTE. LA POLÍTICA BASADA EN LA EVIDENCIA.






Qué estupendo parece estar seguros de lo que decidimos, sea para nosotros mismos, en la elección de pareja, de profesión, de lugar de vivienda… o sea para otros, desde la práctica de la Medicina hasta la decisión política. Y, si hay un término confortable al respecto, es el de evidencia. La evidencia, algo incuestionable, algo que ha hecho avanzar el conocimiento científico, aunque en este ámbito dicha evidencia siempre sea susceptible de desaparecer ante nuevos resultados.

No extraña por ello que haya calado con tanto vigor la expresión “Medicina basada en la evidencia”. Hemos tenido sus bondades derivadas de la concepción frecuentista de la probabilidad, así como sus perjuicios debidos al olvido del criterio bayesiano y al sesgo inducido por múltiples conflictos de interés curriculares y comerciales.

¿Por qué había de extrañar la existencia de una expresión análoga aplicada a la Política? Existe, en efecto, una “Política basada en la evidencia”, aunque sea en la mente de quien la imagina. ¿Cómo se obtiene la evidencia en el mundo contemporáneo? Está claro, de manos de la ciencia o, más bien, diciendo que de manos de la ciencia aunque no haya ciencia alguna en juego.

En la versión digital de El País del 25 de septiembre de este año, uno de los fundadores de una iniciativa llamada “Ciencia en el Parlamento” afirmaba que el objetivo último perseguido es “conseguir que el método científico se instale en la toma de decisiones de los políticos”.

Ciencia en el Parlamento. Suena estupendamente. Y tienen una web en la que vemos que tal iniciativa goza ya del apoyo de serias entidades científicas, como la Universidad Complutense, la UNED, Naukas, el mismísimo CSIC y la infatigable luchadora contra pseudociencias, martillo de nuevos herejes, la APETP. Es decir, no estamos ante una idea de cuatro iluminados sino ante un afán compartido por diversas instituciones, algunas universitarias, y supuestamente científicas. 

En esa web se señala la “apuesta por la implicación del método científico en el proceso general de la toma de decisiones”. Se muestra un gráfico en que la ciencia es esencial, nuclear, a la hora de legislar y también en la decisión del poder ejecutivo. El gráfico mismo ya es, como tanta ciencia mal divulgada, sencillo (cualquier niño de parvulario podría entenderlo). Los autores pretenden “contemplar una formación a los diputados, a los gabinetes y a los trabajadores del parlamento sobre cómo conseguir buena evidencia”. Poco más tarde se recalca que “la selección de los expertos en las comisiones suele responder a los canales típicos de los partidos políticos, lo que puede significar que los testigos sirvan a propósitos políticos en lugar de ofrecer un testimonio equilibrado y convenientemente centrado en presentar la evidencia de una manera objetiva”. Parece malo a los neutros, a los objetivos puros, que se sirvan intereses políticos estando en Política.

Servicio, evidencia, equilibrio que evite sesgos políticos… De eso se trata. Ya va siendo hora de que las decisiones políticas sean acertadas por el bien de todos. Es sabido que la ciencia es bondadosa para la salud, la alimentación, las comunicaciones y hasta para el ocio (bueno, también para la guerra, pero eso no ocurre siempre en todas partes).

Pero no se trata de que haya una mejor política científica en el sentido que se considera ahora, es decir, de que se destine más dinero a la investigación, de que se orienten mejor los recursos, etc., algo que requiere ya de los consabidos asesores (es muy probable que haya en realidad más asesores que científicos de verdad, más jefes que indios) sino de que la propia política sea científica, esto es, que se haga política basada en la evidencia, en una evidencia dictada por pretendidos científicos.  

“La política va de sentimientos y opiniones. En estos tiempos de posverdad hay que mirar como solución a la ciencia. Buscar pruebas. Valorar de forma racional los hechos. Tomar decisiones objetivas sin tener tanto en cuenta la tendencia política y la cultura”, dijo con gran razón un astrofísico, semilla de la nueva política que, desde la objetiva, fría y evidente mirada de lo que unos cuantos llaman ciencia será posible. 

Es obvio. Pongamos el ejemplo de las pensiones, uno de tantos, como podría ser implantar de forma general el carril bici. ¿Se suben, se bajan? Los sentimentales y los que opinan de todo sin saber dirán una cosa o la contraria; habrá quien opte por eliminarlas o dejarlas como están. Así nos va; con sentimientos y opiniones no iremos propiamente a ninguna parte. Y es que hay políticos de derechas, de izquierdas, centristas, radicales, moderados, nacionalistas, populistas…  Se acabó. ¿Para qué esas marcas anticuadas? Dejemos a los astrofísicos, a los químicos, biólogos y matemáticos, ayudados por los expertos cazadores de talentos, que los iluminen. Ellos, con su método científico, mostrarán la solución que la evidencia sustente para cualquier asunto político, sea la terapia con células madre, la instalación de paneles solares, el cambio climático o el sistema educativo (también las pensiones / eutanasia).

Podría decirse que, si todo es Política, todo es ciencia a fin de cuentas, ya que son los científicos (los autodenominados así) los que saben de método, de evidencias y sesgos. Es poca la insistencia que en esto se haga y por eso se plantea un poder emanado del saber científico, que no histórico y ya no digamos algo que tenga que ver con la inútil Filosofía, como creo que pretendía Platón en su ciudad ideal. 

El cientificismo pretende ser científico y pragmático. Pero la ciencia es atacada desde él por su miopía bibliométrica y sus sólidos intereses inconfesables. La inquietud humanística es algo a desterrar desde la perspectiva utilitaria. ¿Para qué sirven la Historia, la Filosofía, la Literatura…? Se hace y se hará más veces la misma y necesaria pregunta. Sí, el saber humanístico, como la ópera o una película, es un divertimento, un adorno para alimentar conversaciones, algo que "queda bien", pero nada más. El psicoanálisis sucumbirá forzosamente ante la psicología conductista, la “científica”. La Medicina, de hecho, ya está asfixiada por protocolos MBE, ISOs y demás ignorancias de la singularidad del paciente.

La ciencia es lo que importa, el único medio para saber, para conocernos, para curarnos, para ser felices, aunque acabemos siendo más idiotas.

Bueno, quizá sea magnífico tener una Política basada en la Evidencia. Claro que eso supondrá necesariamente poner en práctica lo “evidente”: no todos los votos serán iguales bajo ese nuevo gran paradigma que se anuncia (y que no es tan viejo). No valdrá lo mismo el voto de un astrofísico que el de un albañil; no será igual el voto de un ama de casa que el de una “product manager”. Eso es obvio desde la optimización de votos que implica una Política basada en la Evidencia. ¿Quién puede votar? ¿Todos? ¿Cuál es el coeficiente intelectual mínimo que el bien común requiere desde la evidencia?

Seguro que es mera casualidad utilizada torticeramente por este modesto autor, pero todo parece apuntar a que un mensaje tan peculiar, quizá por moderno, cale en las grandes cabezas pensantes de nuestros políticos señeros, que, aunque no sean científicos, aspiran al saber proporcionado por diferentes “másters”. Habrá los incultos que no entiendan que se les convaliden materias, considerándolo escandaloso, como si rectores, decanos y profesores varios no supieran del saber de esos privilegiados alumnos. Son esos incultos críticos (siempre los hay) los que perturban la democracia. Y más la perturban votando; ellos, que jamás lograrían un máster, pretenden criticar las legítimas titulaciones de nuestros representantes, llamados como están a hacer Política basada en la Evidencia.

Seamos pragmáticos, científicos, humanos. Segreguemos a toda apariencia de pseudo-ciencia que en el mundo haya, es decir, a todo lo que no sea ciencia pura y dura (quizá podamos dejar las ciencias “blandas” como la Paleontología). Eliminemos todo eso que los expertos y cazadores de talentos ven mal. Y nos irá … peor. Seremos conducidos al precipicio.

La ciencia se basa en un método y tiene su campo de acción, que no es precisamente la política ni la ética. El cientificismo, que pretende adorarla, es un demonio anti-científico que la confunde con la perversión bibliométrica y que adora a los autodenominados escépticos, como antes (ahora ya menos) se hacían novenas a santos. 

La ciencia se nutre del logos aunque sustente buenos mitos, el cientificismo se alimenta del peor, del más pobre de los mitos, el del progreso imparable, ése que condujo a la fijación del nitrógeno, pero también al gas mostaza por parte de la misma persona, ése que arrasó Hiroshima, ése que calienta la Tierra y llena los mares de plástico hasta convertira en planeta inhóspito, ése que sólo sabe adular a la riqueza y matar de hambre a tantos.

La ciencia tiene un gran enemigo hoy en día, un enemigo que se viene incubando desde hace décadas. Es el cientificismo, que ahora pretende invadir el campo de la decisión política. 

Estamos ante un movimiento demoníaco que, en nombre de la ciencia, deificándola a la vez que la destroza, devendrá, si no lo remediamos, en puro totalitarismo. Es bien sabido que el fin del demonio es el que es, el infierno. Y en ese camino pretenden meternos bastantes siervos del mal.