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domingo, 20 de abril de 2025

RESURRECCIÓN. 2025


     

    Es relativamente sencillo, natural para muchos en los que me incluyo, percibir la existencia de un Dios estético, creador del cosmos y de la vida. Los “errores” de la dinámica evolutiva, o la desmesura de especies extintas hasta que el juego azaroso condujo a un ser que es consciente de sí mismo y que habla, no nublan, sino que realzan la asombrosa belleza de lo observable, un orden desordenado en el que aparecemos como seres singulares y con sensibilidad para asumir o no un sentido universal del todo al que llamamos, en las religiones del libro, Dios. 

    La belleza aparente se acrecienta con la aproximación instrumental y con la herramienta y lenguaje que proporcionan las matemáticas a la perspectiva física y biológica. A pesar de catástrofes naturales endógenas o exógenas, incluyendo las que suponen dramáticas enfermedades infantiles, accidentes o terremotos, la extraordinaria abundancia de Belleza en el mundo, asociada a una intuición de Bondad subyacente, nos incitan a muchas personas a creer en un Absoluto amoroso que abarca y sostiene lo inmanente y lo trascendente. Y que hace, de la abundancia de astros y formas de vida, sometidos a relaciones de causalidad y también azarosas, signo de sentido.

    Y, sin embargo, por atractiva que sea, tal perspectiva es incompleta, ingenua si no contempla la existencia del mal en el mundo, tanto el de origen natural como, especialmente, el humano, consustancial a serlo y cuya manifestación es generalizada. El mal natural de la enfermedad y la muerte será conocido en la vida de cada cual. El mal humano de tintes apocalípticos, como el hambre y la guerra, ha ejercido y sigue ejerciendo a lo largo de la historia una fascinación innegable. La bondad del avance tecno-científico ha tornado con demasiada frecuencia en paso al acto de la pulsión de muerte. Es bien conocida al respecto la conferencia de Heidegger (“Sólo un dios puede salvarnos”).

    Pues bien, quienes nos declaramos cristianos, asumimos que, efectivamente, sólo Dios, misteriosamente único y trinitario, ha podido salvarnos mediante el auto-vaciamiento, la “kenosis”, del Logos, del Hijo, encarnándose, muriendo y cargando así con el mal humano originario y fuertemente enraizado. Atravesó el sufrimiento y abandono ante la muerte, realzada por la crueldad con que fue precedida y culminada. Y todo quedaría ahí como ejemplo de bondad humana, o de imprudencia (Jesús podría haber "trepado" pacíficamente en la jerarquía judaica de su tiempo, sin darle disgustos a su madre y amigos) de no haberse dado lo que se ha hecho núcleo central, esencial, de la esperanza cristiana, la resurrección, tras sacrificar Su Vida por Amor.
    Todo masoquismo queda fuera de lugar en la fe cristiana, a la vez que todo tipo de sufrimiento que el amor exija, la cruz de cada cual, será puerta estrecha a la vida más real, eterna, fuera del tiempo métrico, destino a la visión beatífica como se decía antes

    El acceso a Dios parece muy limitado si se queda en búsqueda de contemplación, en ideal de unión mística, aunque ésta se haya dado en el caso de algunas personas. Un gran regalo divino, pero no meta humana. El acceso al Dios estético sostiene, más bien, una fe facilitada.

    La resurrección de Cristo funda la esperanza amorosa sin límite en quienes la afirmamos. Sostiene la "pequeña esperanza" como la llamaba Charles Péguy. Muchos pagaron su fe con esa "esperanzita" por Amor con su propia vida.

    Hoy muchos recordamos que Cristo resucitó.


domingo, 9 de abril de 2023

Resurrección

 



    “Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabbuní!»”, Jn. 20, 15-16 


    "Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas". S. Francisco de Asís. Laudato si.


    La resurrección de Jesús es la piedra de toque del cristianismo. Ser cristiano supone asumir eso que parece inaceptable. Los motivos para la creencia son dispares o inexistentes. Pero creer tal cosa supone esencialmente aceptar como válidos, aunque susceptibles de la exégesis correspondiente, los testimonios escritos del Nuevo Testamento, y confiar en que Dios existe y su amor sostiene el sentido de la Vida frente a lo absurdo y brutal.


    Un misterio éste que no se resuelve aduciendo a otro. Por ejemplo, el problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, mostrado a veces como el problema de los “qualia”, no se soluciona invocando una interpretación cuántica, al menos por el momento, entre otras cosas porque la comunicación sináptica parece abordable en términos clásicos.


    El gran escéptico y científico Martin Gardner resultó ser a la vez un gran creyente en su cosmovisión, con una fe de tintes unamunianos, y tratando de mostrar la eficacia de la oración intercesora como una acción elegante de Dios sobre el comportamiento de la función de onda antes de que ésta colapsase tornando en fenómeno observable. Explicándolo así, propiamente no explicaba nada. Pero hay algo que parece oportuno recordar; se trata de la expresión del extraordinario físico Feynman que decía lo siguiente: “Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica”.


    Quiero decir con todo esto que el mundo es misterioso y milagroso en el sentido de los mirabilia a los que se refería Jacques Le Goff. Lo maravilloso natural lo es tanto que milagro parece. Lo más corpóreo, lo material, no es, en su belleza, accesible a la intuición, por más que el comportamiento de las partículas elementales pueda ser expresable en un formalismo matemático cuya hermosura suele asociarse a la verdad.


    La fe puede ser razonable para uno mismo, pero difícilmente comunicable. Menos procedente parece el vano intento proselitista (no es mi pretensión), pero sí es defendible la expresión de lo que para uno mismo resulta importante, se comparta o no por amigos y extraños. Es por eso que me permito esta entrada, que conecta con algunas más anteriores a ella.

    

    En el evangelio de Juan, Jesús resucitado es confundido por María Magdalena (primera persona a la que parece presentarse) con un hortelano o jardinero (según las traducciones). Ese modo de aparición de Jesús resucitado resuena en mí esta vez porque remite al cuidado de un jardín. Antes de su muerte ya aludía a la belleza de los lirios del campo. Fue uno de sus más similares discípulos, Francisco de Asís, quien se hermanaba con él en su alabanza a Dios por todas las criaturas. Belleza, verdad y bondad parecen inexorablemente unidas en un término, amor, que remite en mi alma a Dios.


    Con el mayor respeto y admiración a la coherencia de personas extraordinarias y que son agnósticas o ateas, entre las que se encuentran mis mejores amigos, hoy, día de la pascua cristiana, me he  permitido esta expresión de mi perspectiva fundamental de la Vida. 

martes, 25 de agosto de 2020

Resurrección



 

And Death Shall Have no Dominion”

Dylan Thomas

    La vida la da Dios. 

 

    Se ha dicho eso muchas veces, diciendo todo, no diciendo nada. 

 

    Referirse a Dios supone que uno es “creyente”, pero ese término, degradado, no dice propiamente nada, ni de Dios, reducido a imposible objeto de creencia como conjunto de postulados históricamente formulados, ni de uno mismo, pretendidamente sujeto libre de creer o no en lo que no ve, siendo así que uno sólo puede atreverse a creer lo que ve más claramente, aunque sea en penumbra. 

 

    Referirse a la vida supone que sabemos de lo que hablamos si decimos que vivimos, pero eso es imposible porque entramos en el propio misterio de ser aquí y ahora, sin “porqué”, como la rosa de Angelus Silesius. No vivimos si pensamos la vida.

 

    Referirse a la muerte sólo puede hacerse en tercera persona. Y no morimos porque otros mueran. En la práctica, si pensamos en la muerte, morimos algo y, si pensamos en la vida, dejamos de vivir también algo. 

 

    En la vida y en la muerte somos de Dios, decía San Pablo en una carta a los romanos. Somos en, de y con el Misterio.  

 

    Tal parece que nuestra alma sólo puede reconocerse en vida estando animalizada, encarnada. ¿Quién sabe? Quizá se sepa, sin saberlo, mejor viviente un caballo al galope que nosotros mirando el reloj y haciendo cosas o cansándonos de reflexionar y de pensar lo impensable. 

 

    Y, por eso, una imaginada y a veces esperada resurrección ha de suponer lo corpóreo, lo reanimado de un modo que no sería menos misterioso que la animación inicial de lo que, desde una célula, se hará organismo humano y sujeto, singular, único en todo el tiempo cósmico. Y, por eso, una imaginada y quizá esperada resurrección es ajena a la insoportablemente aburrida y absurda inmortalidad. 

 

    Es posible que bastante tengamos con vivir lo cotidiano y, cuando toque, morirnos. Morirnos si podemos, porque no es lo mismo morirse viviendo ese proceso que morirse a secas. Y eso hemos de reconocerlo. Hemos perdido en buena medida el saber morir, en un contexto neomecanicista vigoroso, en lo que se va muriendo es el cuerpo-máquina en simbiosis con el soporte-máquina, a no ser que lo en otros tiempos temido, la muerte súbita, nos evite esos incordios. 

 

    Pero la vida es demasiado misteriosa para aceptar sin más ni más la Nada al final, la aniquilación absoluta, la muerte como gran castración.   

 

    El misterio de lo más corriente, de lo más cotidiano, reside en lo más infantil. Huizinga se refería al Homo ludens. En cierto modo, somos humanos sólo si jugamos, si reconocemos el juego de la propia vida en nosotros. Y ese juego, por intemporal, aunque en el tiempo se dé, remite a lo eterno de los instantes humanos, algo bien distinto a la pretensión de una imaginada inmortalidad, porque la muerte, que es de cuerpos… no tendrá el señorío, como poéticamente afirmaban Dylan Thomas o Quevedo. 

 

    Y mientras, en ese tiempo corto o largo, siempre según se mire, podremos hacer algo con eso en lo que ni siquiera hay que pensar, con la vida, con el alma que la hace vibrar y sonreír.