sábado, 26 de junio de 2021

MEDICINA. 27 de Junio. Día de los médicos.

 

 


 

    Mañana, día 27 de junio, se celebra la festividad de la patrona de Sanidad Militar y de los Colegios Médicos, la Virgen del Perpetuo Socorro. Hace algunas décadas, era un día festivo para los médicos. 

    

    Hasta hace relativamente pocos años, los calendarios mostraban un santoral; cada día se asociaba a uno o varios santos. Actualmente, estamos ante calendarios vacíos (sin santos ni fases lunares) o híbridos, que unen, a la tradicional colección de santos, días conmemorativos de una amplia diversidad de actividades e inquietudes; se va incrementando también el número de fechas que son dedicadas a enfermedades concretas. 

  

    El caso es que, por tradición, vivida con espíritu religioso o sin él, el 27 de junio o un día próximo a él los Colegios Médicos suelen homenajear a compañeros como reconocimiento a una trayectoria que finaliza por jubilación o para premiar méritos particulares. Es una ocasión para encuentros y un afianzamiento en los valores humanistas de la profesión.

     No sobra un día así. Es necesario especialmente como apoyo a tantos que entienden su tarea como vocación de ayuda y no sólo como la aplicación de un conocimiento tecno-científico, a pesar de la gran importancia de éste. 

     Esa vocación va en algunos casos, felizmente con mayor frecuencia de la imaginable, más allá del deber. Es algo que vimos con ocasión de esta terrible pandemia. Quienes trabajaban en UCIs, Urgencias, plantas hospitalarias, residencias geriátricas, atención a domicilio, tantos y tantos compañeros que priorizaron la vida de sus pacientes a la suya propia y al temor a contagiar a sus familiares, nos han dado una lección a quienes, por nuestra especialidad, presenciamos lo que ocurría a distancia, fuera de esa primera línea que lo fue de modo diverso. Han sido muchos, al igual que otros profesionales sanitarios no médicos. Sabían que su esfuerzo respondía a la exigencia ética y con ella cumplieron. 

     Pasaron los aplausos en ventanas y retornó la fría visión social, casi comercial, del ejercicio clínico, como una profesión más, algo que ocurre con todas las vocaciones de servicio, no sólo la médica. Policías, asistentes sociales, profesores supieron estar, como se suele decir, al pie del cañón. 

     Muchos médicos, demasiados, murieron al contagiarse en su trabajo; otros sufrieron y sufren las consecuencias del Covid persistente. Éste es un buen día para recordarlos aunque no los conozcamos. Nos han dado la buena lección de que no basta con el conocimiento, sino que es preciso el amor al otro, al desconocido, en su fragilidad. 

     A la vez, no sobrará recordar el tiempo que sea preciso que un simple virus puede parar el mundo y llevarse por delante a millones de personas. En una época de prodigios técnicos y sueños transhumanistas, cuando la visión preventiva había decaído, la pandemia nos ha situado de un modo brutal en nuestra debilidad, a la vez que ha mostrado el poder de la ciencia básica y de su aplicación como vacuna. 

    Sin duda, el trabajo persistente, mantenido durante muchos años por parte de algunas personas les supondrá el premio Nobel. Algunas de ellas, como Karikó, ya han sido reconocidas con el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2021. Su trabajo y el de algunos más, pocos en esta historia, marca un hito, no sólo en vacunología sino en la propia concepción de la Medicina.

 

Breve apunte sobre la imagen

 

En el ámbito católico, son múltiples las advocaciones marianas y a ellas se han dedicado catedrales, imágenes escultóricas y pinturas. La Virgen del Perpetuo Socorro se muestra como icono, lo que ya la hace diferente a otras advocaciones. Estamos ante una muestra de la escuela cretense de arte bizantino. Desde Creta, tras una peripecia en la que se mezclan los relatos histórico y legendario, con milagros asociados, ese icono fue llevado a Roma a una iglesia agustina. Después de que ésta fuera demolida por las tropas napoleónicas, acabó en otra iglesia, la de San Alfonso, ubicada en el mismo lugar que la anterior. Allí, bajo la custodia de los Redentoristas, el icono fue restaurado. Múltiples copias se han hecho de él con mayor o menor fidelidad.

 

Como todo el arte cristiano, en este caso el icono muestra de modo visual lo que se hizo dogmático. En caracteres griegos (los propios de la cristiandad bizantina) se indica de forma abreviada quien es cada uno de los representados, María y Jesús son centrales. Los arcángeles Miguel y Gabriel, están situados a izquierda y derecha del espectador y portan ambos los materiales de la crucifixión, incluyendo una cruz griega.

 

María es aludida como Theotokos (Madre de Dios), habiendo sido proclamada así en el concilio de Éfeso en el año 431. Lo sagrado se muestra de un modo diverso, pero lo mítico es quizá su mejor lenguaje. María, como Theotokos, es la gran aporía del mundo cristiano, pero es enlace entre iglesias separadas, su culto cuajó también como patrona de la sincrética Haití, y parece continuar una lejana tradición de diosas y familias divinas. El teólogo católico Hans Küng subrayó que sólo en Oriente y concretamente en Éfeso, donde se veneraba a la Gran Madre (originalmente Artemisa / Diana) fue posible la diosa sustituta María. 

 

En la imagen se revela esa maternidad de un modo muy crudo; a la vez que sostiene al hijo divino, nombrado ahí Jesucristo, María no le evita la mirada a un destino brutal que el niño observa con cara adulta y asustado. Lo materno acoge lo peor que la vida pueda deparar, incluso a Dios encarnado. Curiosamente, la mirada de la madre no se dirige al hijo sino al espectador a quien, como en el caso de otras imágenes, pero quizá más claramente, parece seguir si él se mueve.

 

María lleva sobre su frente en el manto una estrella de ocho puntas que se relacionaría con la estrella de Belén, a la vez que otra de cuatro puntas se asocia generalmente a la tres estrellas de iconos orientales que aluden al misterio trinitario y a la virginidad de María antes, durante y después del parto (dogma aprobado en el segundo concilio de Constantinopla en 553). Recuerda al icono de Vladimir, venerado en Rusia. Otro icono, al que prestó veneración Juan Pablo II es el de la Virgen de Czestochowa.

 

La advocación, Perpetuo Socorro, conviene a la patrona de los médicos, de quienes se espera lo que tantas veces han mostrado, ese cuidado, ese socorro, perenne, perpetuo.

 

A la vez, esa imagen transmite, a la mirada receptiva, serenidad y esperanza.

 


miércoles, 16 de junio de 2021

MEDICINA. La incertidumbre insoportable o el encarnizamiento diagnóstico.

 

 


"Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada."

Sta. Teresa. Camino de Perfección, 11,4.

 

    Vivimos tiempos modernos, en los que no sólo recibimos las bondades diagnósticas y terapéuticas que la investigación tecno-científica ha proporcionado. También asistimos a un cambio muy brusco, no siempre feliz, de la relación singular, transferencial, que supone el encuentro clínico.

    

     En cierto modo, internet ha cobrado el papel del médico y no sólo para cualquier hipocondríaco que se precie, convertido ya en “cibercondríaco”. Casi todos tenemos disponibles aplicaciones de “salud” en los “smart-phones”, que miden las pulsaciones, los pasos que damos o la calidad del sueño, y que pueden ser complementadas por datos que el móvil no puede medir, de momento, como el peso o la tensión arterial.

     

    Hay quien ve una situación ideal en el control permanente de esas variables que se llaman malamente “constantes”, contemplando como buena cualquier alarma de que nuestra frecuencia cardíaca se desmadra o de que no hemos dormido como se debe, porque todo esto ya parece un deber. Pero eso no basta; a veces, habrá que recurrir al médico… también a través del móvil. 

    

     El enfoque “e-Health” se presenta como un futuro magnífico en el que podremos prevenirlo todo, excepto las pandemias, como tristemente hemos visto y volveremos a caer en otra o volverán a ver quienes nos sucedan.

    

     Cuantos más sensores y registros tengamos (los “lab on a chip” llegarán en cualquier momento, si hay chips), más rápido detectaremos el mal posible que habita en el cuerpo y, de ese modo, podremos atajarlo con un tratamiento personalizado. Suena bien sólo en apariencia, porque pasamos, en la práctica, a definir la salud, no como ausencia de enfermedad en general, sino como la demostración constante, en tiempo real diríamos como modernos, de tal ausencia de todas las enfermedades posibles. 

    

    Ya ocurre que mucha gente va con su diagnóstico hecho al médico sólo para confirmarlo y recibir tratamiento, algo que los móviles no proporcionan de momento. 

    

    Los propios médicos, y no sólo los más jóvenes, parecen alabar que lo que hace tiempo se llamaba “ojo clínico”  haya sido sustituido por un ojo realmente adecuado, el de las técnicas de imagen, registros biofísicos, análisis bioquímicos, fenotípicos y genotípicos, pruebas funcionales… 

    

     Es difícil hoy en día acudir a consulta por un problema y salir tranquilo. Raro será el médico que se abstenga de rellenar en papel o de forma electrónica peticiones de algunas o muchas de esas pruebas que un día se llamaron complementarias y hoy parecen prioritarias. Se habla de medicina científica y personalizada. Atrás quedó la medicina mágica. Y, sin embargo, no todo está siendo maravilloso. 

     

    En esta medicina actual hay un problema que no acaba de resolverse bien, sino todo lo contrario. Se trata del manejo de la información y de la incertidumbre asociada a ella, especialmente a la hora de establecer un diagnóstico, pero también en lo concerniente al pronóstico y al tratamiento que aquél puede implicar. A veces, la situación es clara, bien porque una prueba complementaria confirma pronto la sospecha clínica, bien porque ni se necesita tal prueba desde la experiencia del médico. Otras veces, se requerirá una sucesión de estudios que permitan orientar o mostrar claramente el diagnóstico. 

     

    El juicio clínico tiene bastante de orientación bayesiana aunque no se formule como tal. Muchas veces se decidirá en función de lo que parece más probable, aunque tal probabilidad no se mida. Es esa decisión orientada por la experiencia y por una intuición personal la que subyace al buen ojo clínico, entendido correctamente como saber mirar. Pero ahora abundan los médicos que, obsesionados por el diagnóstico, aunque el malestar parezca banal, realizarán todas las pruebas habidas y por haber hasta encontrarlo o descartar (término muy en boga) todas las posibilidades etiológicas, algo que puede ir acompañado, tanto del desprecio de lo subjetivo como de la perspectiva contraria, la psiquiatrización de la queja, si no hay nada malo objetivable. 

     

    Permanece lo viejo en el peor modo, ese lema tristísimo del más vale prevenir, por el que uno puede verse impelido a una dieta de alcachofas o a machacarse en un gimnasio. 

     

    Ahora se trata de obtener toda la información relevante, de no incurrir en riesgo. Y cada médico habrá de decidir qué hacer. Pero no estamos sólo ante una cuestión de balance entre información y ruido (al margen del propio riesgo biológico inherente a algunas pruebas), sino ante el hecho de que tal cuestión se entrelaza con la relación médico – paciente. Y es aquí dónde no pocos médicos sucumben a la tentación de contagiar al enfermo la incertidumbre que debieran guardarse para ellos hasta que se disipe. Es muy distinto tener que comunicar un diagnóstico infausto que anticiparlo como posibilidad, cosa que se hace cada vez con más alegría, trasladando a quien ya tiene sus miedos la necesidad de “descartar” todo lo malo que pueda explicar algo que también, no es infrecuente, puede acabar siendo un problema pasajero que se resuelva solo. 

     

    La relación clínica es muchas veces un ejemplo de cómo en una situación transferencial puede actuarse del peor modo. Ya sobra con que el paciente muestre sus miedos, sus preguntas, sin necesidad de que el médico le ofrezca un panorama de desgracias potencialmente compatibles con ellos y que requerirán no sólo la realización de pruebas sino el tiempo implicado en ellas, algo que puede hacerse eterno si el médico ha contagiado sin necesidad alguna su incertidumbre. La transmisión de ese no saber como sospecha de lo peor propicia de un modo aparentemente cruel la génesis de angustia, antes de tiempo y, a veces, sin justificación a posteriori (a priori nunca la hay).

    

    Es difícil saber por qué ocurre esto. Se invoca con frecuencia la autonomía del paciente y se alude al antiguo e indigno paternalismo médico, pero un paciente acude precisamente para ser orientado desde un supuesto saber clínico, no para ser amedrentado por él. Si eso es paternalismo, lo quisiera para mí cuando precise de un médico. El paciente no necesita respuestas a preguntas que no formula y, aunque lo haga, hay muchos modos de orientarlas, desde la sensatez de referirse a la conveniencia de afinar el diagnóstico, hasta la brutalidad de describir todo lo peor que puede surgir de esos estudios. 

    

     Es plausible que la explicación resida en que un médico que actúa así, anticipando todos los males posibles a descartar, lo haga porque la incertidumbre le es insoportable, no tanto en el orden epistémico, cuanto en el emocional, cuando no con precaución jurídica excesiva. El médico que cree descargar así su incertidumbre antes de confrontarse a lo real no sólo no hace ningún bien, sino que transforma el tiempo de espera del paciente en tiempo de angustia innecesaria para él y sus familiares. 

     

    Ese parece el triste camino por donde están derivando muchas actuaciones clínicas. 

     

    Manejar tan mal la incertidumbre, en muchos, demasiados casos, supone en la práctica que estamos pasando a la encarnación del Dr. Google en muchos médicos. Esa fría, gélida a veces, “internetización” del médico, convertido en operario de algoritmos perversamente llamados “científicos” supondrá, de seguir así, el fin de la Medicina. Tendremos robots que nos diagnostiquen y que incluso nos intervengan quirúrgicamente (ya los hay, aunque “ayudados”), pero nos habremos quedado sin médicos de verdad una vez desaparezcan los que asumían la limitación de su conocimiento y de sus posibilidades y buscaban, a pesar de ello, la realización de ese deseo que ya parece lejano: “curar a veces, aliviar con frecuencia, consolar siempre”.