“Es esencial a las trayectorias biográficas el poder empezar a cualquier altura". Julián Marías. Breve tratado de la ilusión.
“Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?” Jn. 3,4
“La muerte, tu sirvienta, está en mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y ha traído tu llamada hasta mi hogar. La noche está oscura y mi corazón temeroso. Pero cogeré la lámpara, abriré la puerta y me inclinaré para darle la bienvenida”. R. Tagore. Gitanjali.
En los últimos años de mi vida laboral me obsesionó algo la idea de preparar un futuro no deseado, el de la jubilación, aun a sabiendas de que me parecía peor no poder realizar el penúltimo rito de paso.
Finalmente, llega el día. Se celebra con compañeros de trabajo el haber alcanzado la temida edad. Se es animado por otros que dicen que, en esa etapa vital, no tienen tiempo para nada, algo más atribuible a la perspectiva psíquica de la aceleración del tiempo con la edad que a algo real, pues antes, en la etapa laboral, habría menos tiempo para lo que fuera que tras haberla concluido.
Ayer recibí la llamada de felicitación de cumpleaños de un compañero y amigo que es sabio; en la conversación se reveló una comunidad de un sentimiento inesperado para mí y que él lleva disfrutando desde hace años. Tal coincidencia me anima a producir esta entrada en el blog.
Había ido construyendo planes de actividad, pero parecen ahora superfluos, los lleve o no a cabo, ante la curiosa e inesperada sensación a que acabo de referirme, la de momentos en que percibo algo tan curioso como una nueva adolescencia.
Es una sensación magnífica de estupor que probablemente desaparezca, pero es algo bueno e inesperado, vital en el mejor de los sentidos. No se trata de la ya habitual “adultescencia”, esa prolongación de inmadurez a la edad en que uno debe madurar. Tampoco se relaciona con el patético intento de rejuvenecer, aunque no se descarten medidas saludables. Mucho menos pienso en esa estúpida asociación de la vejez a la infancia, de terribles consecuencias en nuestra sociedad gerontofóbica.
Es una percepción extraña y sorprendente. En pocos días se han desterrado planes hechos en años anteriores. Mi sensación aquí y ahora es que no me importa el allí y mañana más de lo que me importaron cuando tenía 16 años. Entonces imaginaba futuros, ahora estoy abierto a contingencias posibles. Lo atribuyo a una percepción más clara de mi gran ignorancia, algo de lo que era consciente, pero menos que ahora mismo. Y supongo que es esa ignorancia la que me impulsa a la imposible tarea de conjurarla a base de acoger ansias en vez de ansiedades. ¿Durará? No lo sé.
La sensación es peculiar, de ausencia de tiempo, no de carencia de él. Diría que es una cierta entrada en el tiempo de Aión, ante el que los temores de finitud implícitos en la perspectiva cronológica decaen y, a veces, casi desaparecen.
Lo inconsciente en nosotros no sólo nos perturba con su goce peculiar, que suele manifestarse en modos que nos hacen sufrir y mucho (se acierta cuando se dice que "en el fondo" es lo que uno quiere). Russell ya nos había contado que dejaba que su inconsciente trabajara, tras haber luchado sin éxito con un problema matemático; transcurrido un paréntesis de días de “no hacer nada”, la solución se desvelaba. Y tengo la fuerte sensación de que ese fondo de lo bueno inconsciente se me revela ahora con el regalo de una nueva perspectiva que sólo puedo comparar a la que se dio en la adolescencia.
No se trata de recordar años concretos, no caben nostalgias ni añoranzas, aunque pueda concretarse la edad de entonces, sino de momentos de tiempo auténtico. No se recuerda tanto la juventud, ese tiempo en que pasan al acto las grandes elecciones, generalmente inconscientes, y que, en la madurez, se afianzan con la construcción de una vida laboral, a veces de triste obsesión curricular cuando surge de una trayectoria académica, universitaria, y con el mantenimiento de la relación de pareja. Sabemos que los cambios en ambos aspectos cruciales, si se dan, son, en su esencia, mera insistencia en la repetición que lo inconsciente requiere. En la adolescencia, en cambio, quizá porque lo inconsciente no se haya manifestado en sus consecuencias, el horizonte de posibilidades parece claramente abierto, tal vez porque todo se intuye a punto de ser desvelado, algo bello porque sugiere esa inminencia de una revelación que no se produce, de la que Borges dijo que quizá fuera el hecho estético.
La perspectiva que ahora tengo es que siempre podemos alcanzar la salvación, aunque no sepamos bien en qué consiste eso, tantas veces tomado en un contexto estrictamente religioso.
No sé lo que durará esto, pero mi miedo a la propia muerte parece haberse esfumado. Ojalá sea así y, recordando a Mark Twain, diría que las múltiples enfermedades que padecí (alguna incluso real) ya no sostienen ahora la vieja hipocondría, algo que no me ocurría tampoco en la adolescencia, época en la que despreciaba a los aprensivos.
No puedo obviar el hecho de que, por mi fe, considero esto un efecto colateral del hecho de ser, de “ser-me”, de "ser-nos", porque sólo somos en relación con la alteridad y no desprendidos egocéntricamente de ella, algo tristemente de moda con el "mindfulness" y cosas así. Es en la gran Alteridad en la que creo, Dios, quien nos otorga no sólo el nacimiento sino la posibilidad de metanoia, de renacimiento, como instaba Jesús al viejo e ilustrado (no sabio) Nicodemo, aunque muramos en el intento.
Entro así de un modo inesperado, pero compartido, al menos por un buen amigo, en la posibilidad de vibrar con lo bueno de algo similar en aspectos espirituales a la adolescencia. Y es tan extraño como animoso que eso ocurra en el último tramo de un recorrido maravillosamente singular, reino de contingencias que ponen a uno a prueba, y que conduce al Gran Misterio, a lo que algunos, con criterio apofático, llamamos Dios. También en esto me encuentro como ese adolescente del que me separan más de cincuenta años.
A Dios agradezco aquella y esta adolescencias.
A Dios agradezco que, sin merecimiento alguno por mi parte, me haya concedido una trayectoria profesional tan larga y rica en compañeros y amigos con los que tuve la fortuna de trabajar.
A Dios agradezco toda la belleza que me ha sido posible contemplar en estos años.
A muchos compañeros y amigos agradezco su amabilidad, cortesía, profesionalidad, tantas cosas buenas que me han dispensado en esta larga etapa que acaba hoy.
Espero saber, como Tagore, cuando llegue el final, recibir, aunque sea con corazón temeroso, a la mensajera divina, a la franciscana hermana muerte, cuando esté en mi puerta. Seguro que es factible porque he visto demasiada belleza, tanta como para aceptar el milagro de la vida.