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martes, 27 de agosto de 2019

CENSURAS. La aspiración mayoritaria a la minoría.


En general, uno puede describirse como un “quién” en función de una intersección de conjuntos (pertenencia a un país, a una familia, a una profesión, a una situación laboral, a una religión, a un club, a un partido político…).

En realidad, la cuestión difícil no reside en definir un “quién” sino llegar a saber "qué" se es y qué quiere realmente uno mismo, eso que apunta a su singularidad y que, en general, resulta que es inconsciente. Pero quedémonos en esta entrada en los “quién”.

Parece darse una tendencia generalizada a que el conjunto intersección al que pertenece cada "quien" (de todos los conjuntos de propiedades o incluso de fenotipos contemplables) sea minoritario en número de elementos. Sobran los ejemplos. Los partidos políticos se multiplican; el número de licenciaturas y diplomaturas crece de tal modo que, en algunas, el número de profesores supera al de alumnos. Los grandes imperios comerciales pueden pronosticar lo que marcará a pequeños subconjuntos de consumidores entre los que establecer la diferencia, subconjuntos que se identificarán como tales, al tradicional modo religioso, se declaren o no ateos. 

Lo que suponía a muchos opinando, estudiando o vistiendo lo mismo y diferenciándose de otros muchos, desaparece para sostener una apariencia de singularidades que no existen como tales, sino como conjuntos minoritarios. Muchos, pero minoritario cada uno de ellos.

Hasta la Medicina busca el mínimo conjunto intersección como diana terapéutica. Y se dice de ella lo que no es, se le llama “personalizada”, para significar un supuesto (sólo supuesto) gran avance, sólo perceptible en el futuro como posibilidad, y siendo así que la relación médico-enfermo es como es, poco empática algunas veces, y que la personalización lo es de grupos fenotípicos o genéticos en el mejor de los casos, no de singularidades. 

Ese conjunto intersección en el que un quién puede sentirse a gusto está constituido por elementos con propiedades comunes. Y nada más común que señalar la diferencia con otros conjuntos intersección. Los tatuajes, los piercings, cualquier modo de “body art” supone una pretendida diferenciación y a la vez la igualdad con quienes hacen lo mismo con sus cuerpos. Y últimamente esto es especialmente claro en lo concerniente a la opción sexual, cambiante para muchos a lo largo de su vida. Cuando Freud habló de una sexualidad perversa y polimorfa se refería a niños. Es obvio que vivió otra época, por adelantado que en ella fuera. Es plausible que fuera censurado hoy mucho más que entonces por quienes, siendo adultos, entendieran que Freud se refería a ellos.
 
La orientación sexual, pero también la forma de vestir o desvestir y las marcas en la piel hacen más férrea la pertenencia a ese conjunto intersección mostrado a los otros. No es lo mismo ponerse la camiseta del club de fútbol admirado cuando juega y quitársela después, que llevar algo de forma permanente, como un tatuaje. 

Entre los distintos conjuntos intersección que marcan supuestas identidades suele darse indiferencia o puede haber fricciones. Los grandes conflictos pueden producirse en cualquier momento (los botones nucleares pueden oprimirse con cierta facilidad), pero no levantarán antes pasiones como las desatadas en los albores de la primera guerra mundial, en la que, en ambos bandos, los buenos eran “nosotros” y los malos eran “los otros”. Y tanto unos como otros eran muchísimos. Las multitudes sólo se concentran ya cuando son convocadas por gente banal y de éxito fugaz.

Ahora no hay esas pasiones nacionales. Curiosamente, tampoco abundan a escala local. Se dan más bien entre distintos grupos identitarios, entre diferentes conjuntos intersección que no precisan que sus elementos integrantes estén en proximidad geográfica; sobra con las redes sociales. Y esas pasiones surgen cuando se percibe el ataque crítico de otros grupos o desde la autoridad que confiere la pretensión de pureza del propio. Son pasiones censoras. 

Es una falacia creer que la libertad crece en nuestro primer mundo del mismo modo que lo hacen los medios de transmisión de datos (llamarle comunicación a eso es casi utópico). 

Hace años, en la España de la dictadura, había la censura política y la religiosa, generalmente simbióticas. Y eso llegó a cansar a bastante gente. Se aspiraba a la libertad. Y vino, pero es difícil saber qué es la libertad. De ella, alguien dijo que se sabía definir si faltaba, como había ocurrido en su país con la invasión nazi y la siguiente soviética, pero que era difícil de explicar a un jubilado. Difícil y, a veces, temible, como expresó Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad”. Quizá por eso, por no saber bien qué hacer con ella ni cuáles son los límites de las libertades de cada cual, el nivel de censuras de todo lo censurable para cada conjunto intersección crece tanto como lo hace el número de estos con su pretendida singularidad humana, que no es tal. 

El crecimiento de la censura va en aumento, como lo muestra el número de palabras que terminan con el sufijo “fobo”, y llega a internalizarse como autocensura.  En esta moda contagiosa, por mi parte me veré tentado a llamar gerontófobo a cualquier joven que me contradiga.

Más allá de los legítimos derechos de cada cual, se reclama paradójicamente la igualdad que uniformice diferencias insalvables, algo que ocurre cuando muchos quieren ser reconocidos como si fueran muy pocos.

No es extraño que en un momento así de la civilización (término curioso) alguien como Trump haya alcanzado la presidencia de los EEUU, arda la selva amazónica y cualquier majadero se convierta en “influencer”.

lunes, 17 de junio de 2019

Ser nombrado.




“Señor, me has mirado a los ojos,
Sonriendo has dicho mi nombre”.

El texto citado, que compuso un sacerdote vasco, Gabaráin, suele cantarse en la celebración eucarística. Remite a la llamada, por el compasivo Jesús, a personas corrientes, y sugiere que cada uno, con su nombre, es también llamado a esa extraña conversión, tantas veces confundida con mera monolatría religiosa, ortodoxa y excluyente. “Sonriendo, has dicho mi nombre”. Eso basta para remover cimientos biográficos consolidados.

Solemos pensar que alguien nace cuando, fuera ya del vientre materno, se corta el cordón umbilical, pero más bien uno nace cuando recibe un nombre. 

El nombre expresa que se ha nacido como consecuencia del deseo, que se ha sido convocado a la existencia como ser en potencia de un alguien singular, que será único en toda la historia del mundo, irrepetible.

Se empieza a ser humano en el primer rito de paso, que, en el caso cristiano, es el bautismo. También se será nombrado, aunque no se oiga, en el propio funeral. 

Todos los ritos de paso, religiosos o ateos, suponen la repetición mítica – cultural propia del medio en que uno nace y, en ella, su nombre será a su vez repetido o cambiado, como ocurre en el ingreso en algunas órdenes religiosas o cuando el apellido de una mujer pasa a ser el del hombre con quien se casa. Pero el sujeto será dicho.

La identificación por el nombre original, algo propiamente biográfico, permanece, aunque coexista con otras marcas propias de la singularidad biológica (fotografía, huellas dactilares, iris, ADN…). 

Se existe o se ha existido si se es o se fue nombrado. 

Cuando la alteridad por razón de etnia, creencia, ideología o lo que sea, es insoportable, el odio al otro no se contentará con su muerte, requiriendo también la erradicación de su nombre. En nuestra cultura parece pasado el tiempo en que un ser odiado podía ser agredido en efigie, en un objeto que se refiriera a él. Pero sabemos de la importancia de la muerte del nombre. La damnatio memoriae no es cosa del pasado. En Auschwitz el sujeto era abocado a la individualidad numerada en forma de marca en la piel. A la vez, hay documentales (“Apocalipsis”) en los que se ve la otra cara de lo mismo, cuando el ejército soviético rompía las marcas de tumbas de alemanes caídos. 

No basta con que alguien odiado muera; su nombre ha de desaparecer antes o después de su muerte. En nuestra triste historia reciente, tan olvidada, muchos nombres han desaparecido del modo más brutal, sin poder ser inscritos en un lugar de esta tierra, siendo sólo recuperables a veces del modo más crudo, como secuencias de ADN de restos humanos en cunetas.

Ser nombrado es ser reconocido, aceptado, reconfortado; es ser reiterado al entorno inicial, materno, seguro y, a la vez, abierto a la gran posibilidad del Ser y a la seguridad de la muerte. Heidegger decía que hemos olvidado el Ser. 

No percibir el nombre de uno significa la gran ignorancia de la propia existencia por los demás, sea en los ámbitos vecinal o profesional, en la relación con otros, en la ciudad. Y, si en Atenas se practicó el ostracismo imprimiendo nombres en los óstraka, en una democracia como la nuestra la exclusión no precisa de la escritura sino de su ausencia; basta con el silencio.Si uno no es dicho, no existe. 

Ese es el ostracismo actual, el democrático, el que muchos considerarán sensato; una segregación que intenta sofocar cualquier desvarío crítico, cualquier inconveniencia social, la más mínima molestia a la normalidad supuesta, a la autoridad tan pretendida como inconsistente, imponiendo una censura que no precisa la reclusión de personas ni la quema de sus escritos, una censura que llega a contagiarse como autocensuras diversas y que se limita a callar el nombre de quien ha de ser excluido.