Muy recientemente, los medios de comunicación se hacían eco de un estudio publicado en BMC Psychiatry en el que, mediante una encuesta a 22.070 personas (de 12 a 49 años) de cinco países europeos, incluyendo España, se mostraba un consumo llamativo de ansiolíticos no prescritos médicamente. Estos medicamentos se obtuvieron principalmente a través de familiares o amigos.
Aunque hay un mercado negro de ansiolíticos, el estudio resalta que uno de los factores de ese consumo, ajeno a una prescripción actual, sería una prescripción previa, refiriéndose con ello a una “adicción iatrogénica”. Es decir, no estaríamos ante drogas placenteras con las que se establece contacto en escenarios de ocio o en la calle sino ante fármacos que han sido alguna vez recetados por un médico.
Ya en 2014, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), informaba sobre el incremento habido en la prescripción de ansiolíticos entre los años 2000 y 2012. Las gráficas son relevantes. Un blog tan interesante como el de Miguel Jara ha dedicado varias entradas a estos fármacos.
Ningún medicamento es inocuo y los ansiolíticos, en concreto, son dañinos más allá de un uso prudente y a corto plazo. El propio prospecto que acompaña al envase de cualquier benzodiacepina señala sus posibles efectos secundarios y los riesgos asociados a su consumo, entre los que destaca la posibilidad de dependencia con síndrome de abstinencia o la amnesia anterógrada. Se ha descrito también que los ansiolíticos pueden suponer un mayor riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer.
La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) incide en el peligro que supone el consumo inapropiado de estos tranquilizantes con una alerta que parece pretender que el miedo al ansiolítico supere a la ansiedad que propicia su ingesta. Apoya una línea muy respetable en contra de la medicalización de lo normal, en la que se incluye la iniciativa “Pastillas las justas”.
Pero quizá no sea éste exactamente el caso. La medicalización de lo normal (“disease mongering”) es habitual en dos órdenes: considerar un factor de riesgo como enfermedad que precisa tratamiento (es el caso de colesterolemias o cifras tensionales moderadamente elevadas) o ver como enfermedad tratable lo que no es propiamente enfermedad (muchos casos de TDAH, por ejemplo). Así, en el excelente blog de Sergio Minué se criticaba la excesiva prescripción de antidepresivos para situaciones muy alejadas de una depresión real. Y sabemos que hay un interés de mercado que pasa por esa confusión.
El incremento de consumo de ansiolíticos, sin embargo, no parece obedecer exclusivamente a una medicalización de lo normal sino más bien a un aumento de lo que parece realmente anormal, la ansiedad, y que demanda una ayuda que, por parte de muchos médicos, se concibe sólo como farmacológica. Esa aparente ansiedad generalizada no sólo induce a prescribir más ansiolíticos; también se acompaña de la oferta creciente de libros de autoayuda y del auge de prácticas como el "mindfulness", concebidas muchas veces como elemento terapéutico.
Lo cuantitativo supone a veces algo cualitativo. La ansiedad, algo subjetivo, pasa a ser síntoma social cuando es cosa de muchos. No parece casual que ese incremento de consumo de ansiolíticos se dé en un plazo que abarca los años de la llamada “crisis”.
Nos hemos desprovisto de elementos tranquilizadores como lo fueron en su día la religión tradicional y cierta estabilidad del contrato social. Parece que todo está en crisis y que no hay horizontes. Y ya sabemos que, si no somos felices, es que estamos enfermos según la OMS, por lo que es lógico que la ansiedad se vincule a un tener algo sobrevenido en vez de un estado por el que se atraviesa o que paraliza, y se acuda en busca de tratamiento para eso que se tiene y no en lo que se está. Será el médico de Atención Primaria o el psiquiatra el que lo proporcione ante una demanda de sufrimiento; en muchas ocasiones sería simplemente una cruel necedad no hacerlo y negar el paliativo que supone una benzodiacepina. ¿Bastará con eso? Todo parece indicar que no.
En cierto modo, tal vez una de las raíces del problema social con la ansiedad se asocie a un vacío dejado por la supresión social de ansias. El sujeto que no ansía pasa a ser ansioso. Lo vivimos en la propia educación, que no lo es para hacernos mejores personas sino mejores técnicos (incluyendo ámbitos tradicionalmente “humanos” como la Medicina), competitivos en un mercado feroz en el que cada día somos más objetivados, más medidos en un contexto conductista. El ansia de ser se asfixia ante la ansiedad del posible incumplimiento (hasta los políticos hablan insensatamente de “hacer los deberes”). El “dar la talla” adquiere tintes cada día más literales: desde medidas antropométricas, incluyendo las genitales, hasta el rendimiento instrumental. Tanto se ha internalizado esa concepción patológica del deber hacer y del deber ser que, de hecho, nos olvidamos de ser y abundan quienes se culpabilizan a sí mismos si son despedidos de su trabajo (no habrán sido asertivos, proactivos o flexibles).
Se dice que estamos en la era de la comunicación, pero un smartphone no nos comunica más; más bien nos aísla como vemos todos los días. Miramos, oímos, parloteamos, pero no decimos, no escuchamos, las palabras necesarias. Parece que la palabra ha cedido su poder ante el pretendido avance neuroquímico. Si se hace deporte, ya no es, en muchos casos, porque simplemente apetece, sino para bajarse el colesterol y subirse las endorfinas. Si se “tiene” ansiedad” habrá que modular los receptores GABAérgicos, que suena muy bien.
La propia clinica se ha hecho ansiosa. Los médicos de Atención Primaria no tienen el tiempo que precisan y muchos psiquiatras tienden a tratar síntomas en vez de enfermos. Se trata de reducir tiempos, costes, y se acaban reduciendo vidas por tanto reduccionismo. Pero todo requiere su tiempo y no es ajeno a ello el sufrimiento psíquico. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de fortalecer sectores básicos en la atención a pacientes como son la Atención Primaria y la Psicología Clínica. No sólo parece que sería más eficaz sino incluso más rentable en puros términos economicistas optar por una política de apoyo decidido a la psicología clínica en vez de limitarse a tratamientos farmacológicos, sin obviar su necesidad en muchos casos.
Algo va mal en nuestra sociedad y de ello la ansiedad generalizada es un síntoma. Un síntoma que apunta a la necesidad de humanización en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el clínico. No se trata de ser nostálgicos ni contrarios al avance tecno-científico, sino de tomar lo humanamente mejor del pasado y de las perspectivas que ofrece el futuro. Se trata de que las ya habituales ansiedades no perturben el ansia de vivir.