lunes, 25 de mayo de 2020

MEDICINA. Un tiempo para mirar




Antes de comprender, mucho antes de concluir, estamos en la posibilidad de dedicar nuestro tiempo a la mirada.

Partimos impropiamente de que el tiempo es propio, cuando más bien somos, existimos, en él. No es lo mismo tener tiempo que ser en él. Y lo pagamos muy caro, a veces con vidas, si no lo tenemos en cuenta. Porque estamos en un tiempo de pandemia.

Ahora se tata de mirar. Podemos mirar, que no es poco. Estamos en el momento descriptivo – taxonómico, el de la pregunta por el qué inicial, ese que puede hacernos reconocer del modo más crudo que el tiempo propio, biográfico, es restringido por el biológico y, a la vez, sostenido en él. 

¿Qué es esto que mata a mucha gente en poco tiempo y ante lo que nos hemos confinado porque sabemos que contagia? Bueno, podemos mirarlo, aunque sea de modo instrumental y no directo. Es un virus, parecido a otros, clasificable con ellos. Nombrable. Y así decimos que es un beta-coronavirus, al que le llamamos SARS-CoV-2, que su genoma es RNA y que codifica proteínas (“spike”, “envelope”, “membrane”, “nucleocapsid”). Proteínas que revisten un genoma que las informa y así "ad infinitum" si esas proteínas reconocen algo en nuestras células para entrar en ellas y usar todos los recursos precisos para la reproducción viral.

Estamos en la perspectiva inicial de un qué nominativo y pobremente taxonómico.

Nuestros cuerpos pueden pasar a ser medios de cultivo de ese virus, llegando a desbaratarse como tales cuerpos desde el propio reconocimiento de él, algo que ocurre cuando se produce eso que se ha dado en llamar tormenta de citoquinas. El yo inmunológico no reconoce a lo que llamamos yo, entendamos por eso lo que entendamos, y lo ataca. Es, en cierto modo, un suicidio celular, molecular, aunque sea no deseado e inducido por un ser no deseante, un virus. 

Este nuevo virus no es solo etiología de una enfermedad pulmonar, sino que más bien parece sistémico; mediante la refinada “apropiación” utilitaria del sistema inmune, combinada con un ataque generalizado a distintos tipos celulares, puede producirse una grave enfermedad aguda que ocasione la muerte, complicaciones serias si se sobrevive o simplemente nada más allá de un cuadro respiratorio banal. Aunque no quepa hablar de finalidad en Biología, parece que el virus cumple una suya. 

Podemos mirar el virus, pero hay otras miradas posibles, complementarias o antagónicas entre sí. El sujeto puede sucumbir, morir, pero muchos otros sobrevivirán. Es así que surge la mirada al individuo estadístico y a su dinámica en otro tiempo, el colectivo, en el que las ordenadas de un gráfico cartesiano reflejarán el número de muertos, de infectados, de supervivientes…  Y también la mirada a las consecuencias de tal catástrofe, a una economía que se paraliza, a “colas del hambre”, a la emergencia de lo peor violento y de lo mejor solidario en cada persona. 

Hay muchas miradas hacia algo que se hace atractor de ellas. La microbiológica, la genética, la bioquímica, la farmacológica, la preventiva (paupérrima mirada), la socioeconómica o la política. Incluso ahora, aunque se diera más en otros tiempos, la religiosa. ¿Por qué Dios permite algo así? Un atractor, un virus que se hace núcleo de una dinámica de poblaciones que abarcan desde juegos moleculares hasta decisiones políticas hace que nos planteemos preguntas que, en general, no están alejadas de las que se hacían los medievales y quienes los precedieron.

Pero tenemos la posibilidad de enfocar mejor o peor la mirada. Entre todos y por parte de cada uno. Los investigadores científicos se dirigen a lo procedente, a las dianas moleculares que permitan un tratamiento o una prevención, una vacuna. La cantidad de publicaciones relacionadas con la nueva enfermedad, Covid-19, desde su aparición como tal es ingente. En el momento de escribir estas líneas, si buscamos por “Covid-19”, encontraremos 15.899 publicaciones en PubMed y 3.268 “pre-prints” en medRxiv. No hay tiempo para contemplaciones, para que haya revisión por pares cuando algo parece importante y, por ello, la fracción de artículos que se muestran sin ese control por "referees" en medRxiv es importante, un veinte por ciento. Podríamos decir que lo novedoso (el Covid-19 lo es) impulsa lo que la urgencia requiere, una especie de Facebook para artículos científicos. Algo así ya tuvo su éxito en el campo físico-matemático, con arXiv. 

Pero hasta ahora hemos hecho una mirada limitada, aun cuando tengamos en cuenta todo lo que esto, nada menos que una pandemia que tiene una tasa de letalidad importante, ha supuesto, supone y supondrá en la vida de cada cual y en la de muchos países.

Rompemos el límite si expandimos la mirada. Y eso requiere vernos no sólo en el presente, sino echarle un vistazo al pasado. Ha habido muchas epidemias y pandemias. Podríamos haberlo asumido y pensar que ésta es una más a encuadrar en la historia de todas las anteriores, algunas de las cuales fueron mucho más mortíferas y no tanto porque la prevención fuera mucho peor (simplemente era mágica, en vez de pseudocientífica), sino porque los gérmenes eran más letales. Pero tal asunción es extraordinariamente difícil en un tiempo de constantes promesas salvíficas centificistas.

Y así nos ha encontrado el virus; preparados para las técnicas de edición genética o para delicadísimas intervenciones quirúrgicas, pero sin barreras defensivas tan elementales como mascarillas, porque un sistema “eficiente” externaliza la producción de lo que no es previsible a corto ni a medio plazo. Viendo los casos de Italia, de nuestro país y, más recientemente, del Reino Unido y de EEUU, podría pensarse que, a mayor nivel de desarrollo científico, mayor grado de estupidez política con consecuencias nefastas. Una estupidez política por más que se ampare en un cuadro técnico de apariencia pseudocientífica.

Situarnos en el presente supone aceptar la fragilidad, tanto a la escala singular como a la colectiva, de especie incluso. Ya tuvimos grandes ejemplos. Los grandes reptiles desaparecieron por los efectos de una contingencia. Por decirlo de un modo muy simple, cae un meteorito y los cambios en la biosfera promueven un cambio ecológico en el que la evolución de los mamíferos se facilita. Y una de esas ramitas, como diría Gould, acaba conduciendo a los homininos y, entre ellos, a nosotros. No parece probable que este virus termine con todos, pero cualquier otra contingencia, vírica o ambiental, podría hacerlo. A veces surge la pregunta sobre si estamos solos en el Universo. No lo sabemos, pero, si nos contemplamos a nosotros mismos, parece que eso que llamamos inteligencia tiene una fuerte asociación a una estupidez compensadora y que se sostiene en la pulsión de muerte.

Tiempo de mirar. Alguien come lo que no debe y mueren millones de personas en pocos meses. Parece que esa es la explicación, pero es una explicación muy simplista. Porque explicar lo sucedido a escala biológica y social supone estar muy lejos de la mirada esencial.

Tiempo de mirar. ¿Basta con la ciencia para enfocar esa mirada? Es absolutamente necesaria, pero no parece suficiente. La mirada puede también ir más allá, ser metafísica, mítica, mística. Si escapamos del relato mítico tradicional, otro similar pero dañino, ese que deifica el progreso tecno-científico, puede agotarnos. La mirada puede dirigirse a lo que la propia fragilidad revela, el misterio por el que un conjunto de átomos pasa a reconocerse como alguien aquí y ahora.

Llega un virus y las promesas mueren, lo cotidiano se quiebra, el tiempo se desmorona al deshacerse agendas. Quedamos solos en ese oxímoron llamado distancia social. 

Hay mucho que mirar antes de comprender. Y es algo que requiere calma y diálogo sereno, algo que precisará más tiempo del que suponga el propio de esta situación pandémica, que no ha finalizado, por más que lo deseemos. Algo que requiere mayor perspectiva que la que la propia Ciencia ofrece. Algo que precisa silencio contemplativo.




martes, 19 de mayo de 2020

MEDICINA. La pulsión de muerte como dejación de funciones.





“Así, el breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni abandonarlo sin razón.”
Cicerón. Sobre la vejez.

Cuando Cicerón escribió esto, aún no había alcanzado lo que hoy los expertos (cuántos hay para todo) llaman la tercera edad. Probablemente lo hubiera logrado, y sus manos seguirían acompañando su elocuencia en vez de adornar las puertas del Senado, si Marco Antonio no llevara tan mal las críticas.

18.387 personas (o más, a saber) han fallecido en residencias geriátricas, la mayoría en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla La Mancha.
 
Si dedicáramos sólo un segundo a tratar de imaginar cada una de esas personas o a mirar su fotografía, sólo un segundo, nos pasaríamos cinco horas largas dedicados a eso. ¿Y para qué? ¿Quién podría asomarse a la vida de otro en un segundo? ¿Quién podría reducir las vidas de tantos a una tarde? Un segundo no da ni para una oración.

En realidad, no basta con pocos minutos, ni siquiera horas, para tratar de iniciar un duelo por un ser querido en estos tiempos. Un duelo que se niega con absoluta crueldad.

Nos dicen en muchos anuncios, con voz empalagosa pretendidamente optimista, que “cuando esto pase, que pasará”, disfrutaremos de abrazos y besos y todas esas cosas, además de ir al cine o de cañas. No aluden, por supuesto, a que, si esto pasa, cosa probable gracias a la ciencia, no a la pseudo-ciencia en la que estamos inmersos, muchos, en vez de ir de cañas, engrosarán las colas del paro y del hambre.

Y, en medio de ese contexto en que se nos insta a resistir, como si nos dirigiese Churchill contra los alemanes, aparece una noticia en un periódico que quizá nos estremezca, pero sólo un momento. El titular es duro, pero muchísimo menos que la realidad a la que se refiere: "No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital”. La orden no puede ser más clara. 
 
Bueno, ya se sabía, ya se anunciaba, ya se nos hablaba del “valor social”, algo a considerar cuando los recursos son limitados y urge su uso adecuado, pragmático. Llevamos ya muchos años inmersos en los criterios de calidad y de eficiencia en los hospitales, sitios en los que se habla también de "productividad", algo curioso. 

Qué cosas. Llega un coronavirus y la eficiencia se hace máxima en términos productivos (haciendo omisión de cualquier enfoque humanista), pues pasa a haber una sola enfermedad. Lo demás… puede esperar. 

El Covid-19 ha sido seleccionada entre las demás patologías como única enfermedad a atender. A la vez, resucita al Darwin peor interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos “con patologías previas” (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas condiciones de vida que distan de poderse llamar así. 

Bueno, ya sabemos que también mueren jóvenes, que hay gente que, curada, recae, que se trata de una enfermedad no solo pulmonar sino sistémica, que incluso se ha llevado por delante a algunos niños en los que previamente los médicos han percibido un Kawasaki (algo muy raro, nos dijo por la televisión un pediatra tranquilizador; sí, si, muy raro).

Pero, a pesar de lo anterior, el individuo estadístico “resistirá”, aunque sus componentes se caigan a trozos. 

Y los médicos son aplaudidos. Y algunos gestores serán premiados de algún modo, con más “valor social”, con dinero, con una promoción política, abundan los modos. 

Todos aplauden a todos. Los policías a los médicos y viceversa, y los médicos a cada uno que sale de una UCI, medio lelo por la sedación, y que irá a una planta y después, si sale de verdad, de verdad, de verdad, a saber…  En algún momento le habrán mostrado en una “tablet” o en un “móvil” a algún nieto, si lo tiene, a algún hijo, o a nadie porque ya no hay nadie, porque ya estaba solo.

Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás, pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a “su hora”, aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se promoverá su socialización con otros practicando ejercicios “gimnásticos” colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso. 

Mucha gente que ha levantado este país, tras haber atravesado una guerra y una posguerra, o algunos, que ya no vieron eso, una transición democrática, se ven reducidos a la condición de fragilidad más absoluta, en manos de monjas o de buitres. Muchos que son útiles socialmente se ven inutilizados. 

Y es a esta gente, en su estado más carencial, de susceptibilidad máxima a una enfermedad negligentemente novedosa, a la que se le niega el pan y la sal de la Medicina, dándoles un alta falsa, según se nos dice en algún periódico, según hemos visto, aunque no se dijera explícitamente, negándoles el ingreso digno a un hospital y, en él, el tránsito, bella palabra que ha quedado desplazada en el contexto de eficiencias. 

Los médicos que hayan firmado tales altas aducirán que han cumplido órdenes. Tienen razón; otros las cumplieron antes y ya sabemos cómo; mucho humo salía de chimeneas polacas. Tienen razón, pero son culpables por renunciar a lo que deben, a lo que se comprometieron, a lo sagrado, a ser médicos. Son, en ese sentido auténtico, sacrílegos. Y quienes hayan impartido tales órdenes, médicos algunos, de las que eximirían quizá a familiares afectados, son también culpables por atender a un pragmatismo tan “eficiente” como inhumano.

Habrá quien se rasgue las vestiduras al hablar de eutanasia. Lo que ha ocurrido en tantos geriátricos con el coronavirus simplemente ha puesto de relieve que la muerte a secas, no la eutanasia real, es deseada por muchos con poder político. ¿A quién le importan los viejos?

Sólo Dios puede perdonar a los gestores que han dejado morir a tantos de mala manera, sin otorgarles un entierro digno. Sólo Dios puede perdonar a los médicos que hayan colaborado con la pulsión de muerte que se ha instalado en España.


miércoles, 13 de mayo de 2020

MEDICINA. Covid-19. No contagiemos y no seremos contagiados.



Ya llevamos tiempo de pandemia en España. 

Hemos vivido un tiempo de confinamiento masivo y decidido tardíamente, que ha tenido al menos la bondadosa consecuencia de paliar la expansión del virus. No es poco. Pero no es suficiente.

Hasta ahora las cosas no se han hecho precisamente bien. Sabemos sobradamente las consecuencias terribles habidas. 

Es tiempo de cambiar el modo de proceder. La “herd immunity” no es una buena solución. Y exponernos a nuevos confinamientos masivos tendría consecuencias terribles en términos económicos y de morbi-mortalidad. 

En este enlace pueden verse simulaciones muy intuitivas relativas al contagio. Se incluye ahí un gráfico que esquematiza de modo general la buena actitud, tras el confinamiento masivo, en el que hemos tenido tiempo para reflexionar y ver qué procede hacer. 

Lo que viene ahora, ya, no es un mero camino basado en consejos paternalistas hacia la “nueva normalidad” (vivimos tiempos de neolengua). Lo que procede, se ve literalmente en ese gráfico, es “test, trace, isolate”, esperando la última fase, “vaccinate”. 

Vayamos a la primera cuestión, las pruebas. Las hay de dos tipos, de detección genética (PCR) de material vírico (hay laboratorios que también detectan proteínas suyas, los "antígenos") y de detección de respuesta del organismo infectado (tests serológicos). 

La eficacia de estas pruebas se ve limitada por aspectos técnicos intrínsecos y por la evolución de la enfermedad. La demostración de infección por PCR precede a la detección mediante el hallazgo (y potencial cuantificación) de anticuerpos contra el virus de tipo IgM y de tipo IgG. 

Estos tests serológicos son muy importantes para saber no sólo si alguien está en fase activa de enfermedad (IgM positiva) o potencialmente curado (PCR negativa e IgG positiva) con matices (posibles reinfecciones, efectos tardíos del virus…); también nos da una idea de la inmunidad grupal en un gran colectivo como puede ser el sanitario.

En Galicia se están haciendo tests serológicos a todo el personal del SERGAS (rápidos, de “doble banda”, y ELISA si procede). Una buena idea extensible a otros colectivos (escolar, de servicios, etc.). Cuantos más tests serológicos se realicen, más se sabrá sobre la inmunidad grupal, a la vez que una positividad IgM fortuita en un asintomático inducirá a estudiarlo como potencial paciente y, de serlo, a alertar a contactos y proceder al aislamiento.

Hasta ahora, la PCR se ha realizado con escasez y tardanza. De ese modo, cualquier paciente cuya clínica de posible Covid-19 es confirmada finalmente por PCR habrá tenido tiempo hasta entonces de haber contagiado a muchas personas. A diferencia de los tests serológicos, que miran “a toro pasado” (o en curso), la PCR detecta inicialmente la situación. 

Bien, nunca es tarde (relativamente) si la dicha es buena y un BOE muy reciente, del 11 de mayo, recogía una Orden Ministerial por la que a todo caso sospechoso de COVID-19 se le realizará una prueba diagnóstica por PCR u otra técnica de diagnóstico molecular que se considere adecuada, en las primeras 24 horas desde el conocimiento de los síntomas”.

Es aquí en donde se inicia uno de los aspectos relacionados con el título de esta entrada del blog. Si alguien percibe síntomas de alarma de potencial Covid-19, debe contactar con su médico y, si éste sospecha, desde la clínica, esa enfermedad, solicitará la PCR. Un resultado positivo, obtenido cuanto antes, permitirá reducir claramente, mediante el aislamiento que sea factible, el contagio de otros. Es elemental que los confinamientos selectivos tienen obvias ventajas sobre los masivos, algo a lo que podemos volver si “jugamos” con el virus.

Es decir, la responsabilidad individual ha de jugar con el difícil equilibrio entre la hipocondrización y la prudencia, no por la salud propia, que se modificará poco en el sentido que sea si la PCR positiva aparece hoy o dentro de unos días, sino por la salud de los demás, esos contactos que quizá no se contagien por aislamiento y control desde ese saber diagnóstico. 

Hay otro aspecto, muy claro y al fin accesible. Se trata del uso de mascarillas. Sabemos que las hay distintas y que las llamadas quirúrgicas evitan más bien contagiar, si estamos infectados, que ser contagiados por otros. Pero, precisamente, dado que podemos estar infectados y contagiar aun siendo asintomáticos, parece de una ética elemental llevar mascarilla puesta siempre que salgamos de casa, precisamente para no contagiar a los demás. 

Curiosamente, ese deseo de cuidado del otro, del desconocido incluso, en la medida en que se generalice, facilitará que todos seamos más difícilmente contagiados.
Eso y la elemental prudencia de establecer barreras alternativas (pantallas de metacrilato, por ejemplo) y, sobre todo, en mantener una distancia entre personas. Lo visto estos días de “fase 1”, que han parecido de celebración colectiva en terrazas y calles más que de otra cosa, a pesar de la tragedia nacional en la que aún estamos inmersos, ha sido de una irresponsabilidad manifiesta. Es probable que, si la ética es ignorada, la ley haya de prohibir insensateces.

La solidaridad en este terrible contexto de pandemia en el que el coronavirus no hace distinción de edades (ni a niños siquiera), no es solo cosa de sectores sanitarios ni de servicios; tampoco de aplausos. La solidaridad reside en cuidar al otro evitando contagiarlo, aunque no tengamos evidencia de estar infectados nosotros. 

Curiosamente, esa solidaridad será la que nos permita llegar del mejor modo al tiempo “vaccinate”, cuando se logre, si se logra, lo que la gran mayoría deseamos, una vacuna segura y eficaz.