sábado, 30 de marzo de 2019

MEDICINA. De médicos y premios




¿Por qué alguien decide hacerse médico? Es una pregunta distinta a las que se refieren a otras elecciones de profesión y sólo compartida con la opción por dedicarse a cualquier actividad sanitaria (enfermería, fisioterapia, psicología clínica...). 

Es una cuestión que tiene que ver con la cura y el cuidado. Sabemos que el término “cura”, aplicado a los sacerdotes católicos, se relaciona con la “cura animarum”. En el ámbito clínico estamos ante el intento de una cura más amplia, la de cuerpos y almas, la del ser humano integral en su extraña singularidad. Se intenta reparar, desde un conocimiento empírico, y que últimamente bebe de la Ciencia y sus aplicaciones técnicas y farmacológicas, la falta que orgánica o funcionalmente es reconocida como enfermedad, con su constelación semiológica, con el sufrimiento que implica y con el riesgo que puede comportar de muerte. 

A veces, la decisión de ser médico se toma desde un deseo claramente percibido. Muchas más veces, ese deseo, si existe, es reminiscencia más o menos inconsciente de una imagen infantil. En muchos casos, la vocación resulta de la admiración por otro que la mostró con su ejercicio profesional como médico y que, siéndolo, parecía algo más, un portador de vida, un salvador. En ese sentido, hay médicos que, sin proponérselo, facilitan una transmisión de deseo vocacional. Las relaciones transferenciales suelen ser tan importantes como ignoradas.

Ahora bien, el ejercicio de la Medicina no se contempla sólo como el resultado de un conocimiento al servicio de lo que implica la vocación por la cura y el cuidado del otro. También es contagiado por una cierta actualización del viejo “cursus honorum” para bien y para mal en modo curricular. A un profesional se le exige así no sólo un saber, sino que es más bien reconocido por lo que logra hacer como científico o como técnico, sea en el ámbito médico, quirúrgico o básico. La Medicina es así una “carrera” incluso tras la obtención de la licenciatura y ese término ya dice mucho, porque nuestros médicos jóvenes y no tan jóvenes entienden que el ejercicio profesional es carrera literal, de correr, de competir con otros por lograr un buen status económico y prestigio social. 

Esa concepción legítima por hacerse un nombre como médico, y que puede redundar indirecta y beneficiosamente en los pacientes, puede llegar a priorizar lo curricular frente a lo vocacional. Y este criterio no rige sólo entre médicos. La sociedad exige cada día más una competencia, entendida generalmente como rivalidad entre profesionales, de la que surgirán desde los premios Nobel hasta los “top doctors”.

La tentación está servida ya a los más jóvenes, de tal modo que es posible cada año pronosticar qué especialidades serán elegidas por los “mejores” en el examen MIR y que incluirán las que potencialmente permitan aspirar a buenos ingresos, más honores o ambas cosas. La Medicina de Familia o la Geriatría no serán las opciones predilectas.

El extraordinario desarrollo técnico ha facilitado, no sólo para bien, la especialización de la Medicina en detrimento de la concepción generalista, promoviendo una mirada médica técnica y parcelada y que, en el caso quirúrgico, lo es en sentido literal con la delimitación del campo operatorio. La escucha atenta, la palabra que anima y sosiega, son sustituidas cada vez más por el enfoque biométrico, algo que se hace delirante en el contexto anti-científico conocido como Big-Data, una deriva que ya se había anunciado con la perversión de la herramienta estadística que confunde sujeto con individuo muestral. 

Y, sin embargo, el sufrimiento es siempre subjetivo y singular y, como tal, exige a alguien, nunca a una máquina ni a un médico “algoritmizado” que se parezca a ella, que lo acoja. 

La singularidad de cada paciente lo es también de la relación clínica y, en ésta, la función del médico va más allá de un saber, aun siendo éste imprescindible. Supone una aceptación amorosa del sujeto enfermo, compasiva con él en sentido riguroso, de ser permeable a un pathos y, a la vez, mantener la distancia necesaria que exige su comprensión y tratamiento del mejor modo. Y eso supone una posición que va más allá de la del científico, aunque su saber lo sea. Eso supone un arte, el de soportar la incertidumbre transmitiendo confianza, el de potenciar los recursos de cada cual desde el reconocimiento de su ser temporal. En las situaciones más miserables, la presencia del médico puede, paradójicamente, recordar la vieja aspiración de la Kalokagathia.
 
Podríamos concebir la Medicina como la relación armónica de dos actividades necesarias, la de los científicos y técnicos que permiten, con sus investigaciones e invenciones, un mejor conocimiento del organismo enfermo, de su diagnóstico y tratamiento, y la de los que podríamos calificar de médicos de batalla o de trinchera, esos que se enfrentan cada día al sufrimiento de muchos y que no tendrán tiempo para otra cosa.

Es bueno, es imprescindible, que la sociedad sepa reconocer no sólo brillos de avances epistémicos y tecnológicos, sino que también aprenda a valorar y agradecer la dedicación constante, abnegada, reservada, opaca tantas veces, de muchos médicos que siguen haciendo de su profesión algo extraordinariamente noble, porque poco lo es más que curar, paliar o acompañar a quien sufre en su cuerpo y a quien le duele el alma.

Este año, el Colegio Médico al que pertenezco ha tenido el acierto de reconocer ese trabajo callado y necesario, vocacional, premiando a un hombre que lo lleva realizando durante muchos años, en los que además ha sabido contagiar a otros la pasión por la Medicina. Conocer a alguien así es siempre un privilegio. Con su decisión, el Colegio Médico de A Coruña no sólo premia a una persona, sino que se premia a sí mismo al realzar su propia bondad como institución necesaria, especialmente en tiempos de derivas tecnicistas, para mostrar a la sociedad, a la que se debe, la noble aporía de la simple y, a la vez, difícil tarea que supone ser médico.


Con gratitud y admiración, a mi amigo el Dr. Alfonso Solar Boga

viernes, 22 de marzo de 2019

El trauma anestesiado




En un magnífico trabajo sobre la angustia, el psicoanalista Manuel Fernández Blanco dice que “lo traumático es algo que no podía ocurrir y, sin embargo, ocurrió” (1). Parece imposible expresarlo con mayor claridad. 

Hay traumas individuales y traumas colectivos. Una violación sexual o un accidente de coche suponen algo singular. Un tsunami, un atentado terrorista o la entrada en combate afectan simultáneamente a muchas personas. En cualquier caso, el trauma siempre acaba siendo singular, de cada uno, aunque implique a muchos simultáneamente, y la respuesta posterior al mismo también, porque es la subjetividad de cada cual, su modo de ser, su forma de afrontar algo tremendo, con ayuda o sin ella, lo que acabará influyendo en la implicación mayor o menor, de un modo u otro, del episodio traumático en su vida.

El trauma será recordado; a veces como acontecimiento, otras por los síntomas que derivarán de él. Existe, en ocasiones, una cierta congelación biográfica del trauma en forma de “stress post-traumático”. Se puede sobrevivir al trauma, pero quedar marcado por él; el síntoma lo recordará incesantemente. Basta con echar un vistazo a un texto tan manido (y pobre) como el DSM para hacerse una idea de qué significa esa expresión diagnóstica. Hay a quien el trauma le cambia la vida de un modo muy duro, hay quien logra superarlo en mayor o menor grado. Pero está ahí, en forma de memoria.

Si no hubiera sucedido… pero ocurrió. Si no se recordara… pero se recuerda. Y aquí es donde entra la salvación tan prometida como inalcanzable desde el exceso cientificista, un nuevo anuncio mesiánico en el que han incidido distintos medios de comunicación, haciéndose eco de una publicación reciente; la solución estaría en el olvido farmacológico del trauma.

Algún medio, como la cadena SER, recoge la cura prometida por Strange y su grupo: “La reconsolidación nos da un posible portal para acceder a memorias negativas. Si tienes un accidente de tráfico, te podría producir ansiedad la próxima vez que coges el volante y podría suceder que no quieras conducir un coche, aunque de ello dependa que vayas al trabajo o lleves a tus hijos al colegio. Si hay una manera de reducir la memoria del accidente, podríamos ayudar a esa persona".  No dice que, en caso de recordar, tal vez sea bueno que el traumatizado no vuelva a conducir un coche; nunca se sabe. Podría tratarse de alguien que repite lo que en su día hizo muy mal.

El artículo en el que el grupo de Strange publica sus hallazgos (2) recuerda que puede reactivarse por evocación una memoria consolidada hacia un estado lábil, del cual podrá “reconsolidarse” tras un tiempo. Su estudio muestra que tal reconsolidación puede perturbarse administrando un anestésico llamado propofol. Usaron dos grupos de sujetos tratados con ese fármaco para una endoscopia con sedación. Se les habían mostrado a todos dos series de imágenes que, en el medio, contenían una escena de carga emocional y se ensayó la memoria asociada a ese aspecto, el emocional, a corto plazo (27 a 105 minutos) en un grupo, o al cabo de 24 horas en el otro. Fue este último grupo el que permitió inferir la conclusión de que el propofol interfería en la reconsolidación de la memoria emocional.

En su apartado de “Discussion”, el artículo incide en la posibilidad de que el propofol, un agonista GABAérgico, actuara amortiguando la actividad de la amígdala y del hipocampo, así como el acoplamiento entre ambos. Admiten desconocer si la memoria emocional fortalece “per se” el recuerdo o si hay una diferencia cualitativa entre ella y una memoria neutra. Y concluyen sugiriendo la necesidad de ensayos clínicos con pacientes afectados por recuerdos traumáticos.

De eso se trata; hubo un trauma, borremos su recuerdo y se acabarán las consecuencias a que, en forma de stress, fobias o lo que sea, haya dado lugar ese episodio deplorable.

El trabajo que da lugar al artículo aparenta pobreza metodológica, por más estadística de la que se adorne. Estamos ante una sugerencia. Nada más en la práctica. Parece que ninguno de los participantes había sufrido un episodio traumático y que tampoco tomaban psicofármacos. Eran pacientes sometidos a exploración endoscópica (algo bastante alejado a episodios o exploraciones psiquiátricos) y a los que se sometió a un test de memoria que incluía una carga emocional. Algo así como si se estudia a gente sana que ve un melodrama en el cine. No parece que abunden los traumas psíquicos por el visionado de películas si no hay un contexto psíquico que lo facilite.

Es decir, se hizo un estudio observacional que no concluyó propiamente nada ni sobre el trauma ni mucho menos sobre el stress post-traumático, sencillamente porque ni lo uno ni lo otro fue abordado sino sólo sustituido por una supuesta memoria emocional artificiosa, de película. De una observación de un posible efecto neurológico de un fármaco se hace una extrapolación prácticamente infundada sobre su potencial uso en un cuadro psiquiátrico completamente alejado de la realidad observada en el estudio. Dicho de otro modo, mucho más crudo, estamos ante fantasía, no ciencia.

Ahora bien, al margen del revuelo que algo así ha causado y que cesará rápidamente en este tiempo de noticias que aparecen y desaparecen con rapidez, es un hecho que la neurociencia avanza de modo extraordinario. No es imposible descartar a priori que esa fantasía fuera realizable en el futuro y que se pudiera, con el propofol, con otros fármacos o con electrochocks, borrar literalmente el recuerdo traumático. Y, en tal caso, surgen muchas cuestiones. Centrémonos en algunas.

¿Dónde estaría el límite? El substrato neurobiológico del miedo es algo que va siendo relativamente conocido a escala macroscópica aunque muchísimo menos en el orden microscópico y molecular. ¿Sería posible actuar sólo sobre un recuerdo concreto? ¿Valdría la pena llevarse por delante un trozo de biografía acompañante, borrar todos los recuerdos considerados traumáticos, aunque no lo sean? ¿Se acabarían los síntomas que ese episodio “borrado” de la mente puede seguir ocasionando?

De las consecuencias de un borrado un tanto generalizado sabemos, y muy poco, desde la observación de amnesias, incluso en su grado peor, la de dementes. Pero incluso en estos casos, ocurre a veces una situación que parece inversa al borrado, porque puede darse un trauma en plena enfermedad y tener efectos, aunque aparentemente el trauma no se perciba por terceros, que verán todo borrado en el paciente. Puede ocurrir que la persona que padece Alzheimer pregunte cuando nadie lo espera por lo traumático que no se ha oscurecido absolutamente por su enfermedad: ¿Qué pasó con …? ¿Por qué no está…? Y nadie querrá responder. Nadie esperaría que en el mar del olvido generalizado surgiera la cuestión biográficamente relevante para el enfermo. Nadie esperaría tener que contestarla. Y no habrá respuesta, pero sí permanecerá en el aire la pregunta. El límite sólo lo pondrá la hermana muerte.

En un neo-positivismo radical, parecen ignorarse las preguntas más elementales (y difíciles) ¿A qué le llamaríamos trauma? Ya sabemos que la estupidez reina en la educación de hijos a los que se desea libres de “traumas”, con cariñosas madres que sólo consienten que el pediatra explore a su hijo mientras ellas le dan de mamar, padres que dejan que sus hijos campen a sus anchas molestando a todo hijo de vecino, neuróticos que aspiran a que sus hijos “triunfen” como compensación a sus fracasos vitales, etc. La definición inicial de M. Fernández Blanco parece claramente operativa por afinar fenomenológicamente en lo esencial.

Qué borramos? La expresión “borrón y cuenta nueva” se pretende literal, tanto como imposible, en el dudoso caso de que fuera factible técnicamente, si no renegamos de nuestra condición humana.

Hay traumas y consecuencias de ellos, pero no estamos ante una relación de causalidad evidente como la que puede darse en el ámbito físico o en situaciones neurológicas simples (no está de más recordar que la causalidad en Biología es muy difícil de establecer, no digamos ya en Medicina y especialmente en Psiquiatría). Un trauma puede ser condición necesaria para generar un stress post-traumático, pero no causa suficiente. Y no lo es porque el trauma le acontece a alguien en un momento dado de su ser en el mundo. Y uno responderá de un modo, y otro de forma diferente. Y, así como hay soldados que sufren de ese tipo de stress, también hay héroes de guerra que lo son porque han tenido miedos ocultos, inconfesables por banales.

Estamos ante un revival del afán topográfico en su forma más idiota. La frenología tuvo su lógica en el contexto en que se desarrolló; no ahora. La lobotomía tuvo su tiempo, que no es éste. No hay un lugar para cada trauma, aunque todos impliquen modificaciones neuronales, moleculares, memorias a corto y largo plazo. Sí existen áreas relacionadas con esas memorias, con sentimientos de miedo y de asco. También las hay ligadas al lenguaje, pero nadie habla como otro, nadie siente como otro, nadie es como otro. El sueño del "lavado de cerebro" está bien como inspiración de torturadores, no en Medicina. Y el proyecto MKUltra fue lo que fue, quedando como aparente fascinación para algunos, un atractivo inquietante y perverso.

La biografía afectada no se puede corregir con amputaciones biológicas (exceptuando clara etiología orgánica), sea de áreas macroscópicas, sea de circuitos concretos mediante fármacos o editores de potenciales cambios epigenéticos. La época de las lobotomías enseñó (incluso con el reconocimiento de un premio Nobel) dónde se puede llegar en el frenesí curativo.

Un paciente debe ser ayudado en todos los órdenes, su dolor corporal y anímico debe ser tratado y los fármacos actuales y, sobre todo, los que se desarrollen, pueden ser de gran ayuda, pero mal enfoque es el que se encuadra en el marco de una anestesia perenne, por parcial que parezca.

Es de esperar que el avance neurocientífico facilite la perspectiva antropológica y dote a la Medicina de recursos magníficos como los que auguran los ya existentes sistemas de transducción de señal cortical a sistemas robóticos o las retinas biónicas. La neurociencia facilitará la comprensión del ser humano, pero es el ser humano el que debe plantearse qué neurociencia es posible y, sobre todo, aplicable, desde la ética.


Referencias

1)    Fernández Blanco M. “Lo viejo y lo nuevo de la angustia”. El Psicoanálisis. 2007; 11: 27-42

2)    Galarza Vallejo A, Kroes MCW, Rey E, Acedo MV, Moratti S, Fernández G, Strange BA. “Propofol-induced Deep sedation reduces emotional episodic memory reconsolidation in humans”. Sci. Adv. 2019;5:eaav3801. 20 March 2019

viernes, 15 de marzo de 2019

CIENCIA. Del museo al laboratorio.





"Lo que espera el público de un museo es, por encima de todo, una transformación mágica de la experiencia cotidiana". Mihalyi Csikszentmihalyi (citado por el autor)

Comento aquí un libro cuyo autor, Guillermo Fernández Navarro, tuve la fortuna de conocer en la inauguración de una exposición celebrada en A Coruña, de la que él era comisario, siendo entonces Tino Fraga director de los museos científicos de esta ciudad.

Guillermo nos guió a los visitantes por los distintos módulos, algunos expositivos, otros interactivos, aclarando por qué había surgido una composición aparentemente heterogénea pero que remitía a algo tan importante como la creatividad humana en su versión de tarea científica.

Pero lo más importante para mí de esa exposición, fue una experiencia de contagio. Guillermo se mostró como lo que sigue siendo, un hombre apasionado por la ciencia y, en general, por el conocimiento, con esa aspiración renacentista que sabemos imposible pero necesaria. 

Su concepción de la ciencia como algo que no se dirige sólo a un avance epistémico sino que, haciéndolo, muestra la belleza del mundo y del propio método científico, hizo que sintonizáramos rápidamente.

Desde la amistad surgida, tuvo a bien remitirme el libro que me permito reseñar aquí, a sabiendas de mis propias limitaciones para hacerlo y en la confianza de que tendrá otros comentaristas mejores, porque su texto así lo reclama.

El título es provocador porque plantea una aparente aporía. Se nos remite al espacio museográfico, algo que instintivamente asociamos al pasado y, a la vez, se nos sugiere que eso puede transformar a quien se sumerge en tal espacio. Ese es el deseo al que Guillermo dedica su actividad y que hizo surgir este ensayo. Ha respondido y sigue respondiendo a un deseo epistémico, estético, y que, por ser también amoroso (conocimiento, belleza y amor van generalmente ligados), implica el afán didáctico en el mejor sentido, el de la enseñanza que cala, que penetra en alguien para posibilitar su propio deseo.

Hay museos científicos que son, efectivamente, colecciones del pasado, sea de mariposas, de esqueletos de dinosaurios o de microscopios. Y los hay que, más que museos, parecen aulas didácticas con sus interacciones fáciles (son esos espacios que indican “prohibido no tocar”) y que inducen al divertimento más que a la pregunta.

Los solapamientos con actividades docentes regladas son, a la vez, ajenos y necesarios, otra de las aporías que retan la permanencia y el desarrollo del museo científico. Y así, el libro se centra en lo que parece esencial a tal campo, saber de qué hablamos cuando nos referimos a un museo de ciencia, algo que tiene que ver con la pregunta por la ciencia misma, en sus resultados y en su método.

Dado el análisis riguroso a que es sometida tal cuestión, no procedería por mi parte tratar de hacer un resumen del contenido de la obra, un ensayo que alcanza aspectos tan variados como la diversidad posible de este tipo de museos, su sostenibilidad y su eficacia.

Me limitaré a poner de relieve lo que considero su gran objetivo. Se trata de analizar qué es y qué debe ser un museo científico para transformar al visitante. El libro es eso, fruto de la maduración de un trabajo de años volcada en un esfuerzo analítico que intenta lo mejor para el otro, para el visitante. De eso se trata, de que, al menos, alguien de los que acuden a un museo científico sea transformado, sea atraído por el método de la ciencia y por la belleza que la ciencia desvela. Aunque el éxito de un museo pueda cuantificarse por el número de visitas que acoge, el valor real no puede ser cuantitativo sino cualitativo e impredecible, pues cuajará en el futuro y no será observable; mucho menos, medible. No es descartable que baste con una visita para que un joven decida iniciar una carrera científica. Y también es posible que alguien ajeno a la ciencia, pase a considerarla de un modo realista, como algo más propio de lo que pudiera pensar, enriqueciéndose así con una óptica necesaria.

Y es que, en esencia, no es válida la distinción tan lejana al admirado espíritu renacentista entre “ser de ciencias o de letras”. Por el contrario, Guillermo insiste en el valor de ofrecer un “producto comunicativo autónomo, homogéneo y holístico”, en la necesidad de “estimular por la búsqueda del conocimiento más que transmitir conocimiento, algo que no deja de representar una especie de vuelta al origen de todo”. Tal defensa de la divulgación del método me parece acertadísima en un tiempo en el que la ciencia se enseña como narración de resultados en progreso lineal (o exponencial), olvidando el método que los ha hecho posibles, su reproducibilidad, la originalidad del investigador, la serendipia, etc. Es ese carácter narrativo lo que puede hacer ver la ciencia como creencia, traincionándola de la peor manera.

No se trata de incurrir en la moda tan absurda de pretender aprender jugando, sea el inglés, la biología o la historia, porque, como bien indica el autor, se da el “riesgo de reducir y falsear las inmensas posibilidades de la práctica científica real, de la que puede decirse que es apasionante, subyugante o interesante, pero no precisamente divertida”.

También la intuición de que, si vamos a un museo, vamos a ver algo “viejo”, acaba siendo propicia, porque la ciencia actual sólo es comprensible mirando a su pasado, aunque sea en modo fragmentario. El museo científico proporciona una alternativa a la tarea especialmente difícil de relatar una buena historia de la ciencia, difícil tal vez porque los historiadores en general no sepan lo suficiente de ciencia o porque los científicos no reúnan las condiciones exigibles a un historiadores. Aunque existan, por supuesto, buenos libros de historia de la ciencia, no llegan a alcanzar el rigor que se da en otros campos de la historia. Y, quizá por ello, proliferen tanto los libros de buena y de muy mala divulgación. Asimov fue un maestro en ese sentido, como lo es a día de hoy Brian Greene, por citar sólo dos ejemplos. Descartaré citar a los malos. Un museo científico tiene como tarea también la de hacer una buena divulgación del método y de los resultados científicos, realzando el contexto histórico en que se producen. 

Ninguna vertiente didáctica, sea la enseñanza básica, la divulgación o el espacio museográfico se excluyen, sino que más bien se complementan. El problema reside en cómo lograr que el museo de ciencia alcance el papel que le corresponde y que será cambiante a lo largo del tiempo y en el contexto de consideraciones socioeconómicas. Es a esa tarea constructiva que se dedica el libro cuya lectura sugiero vivamente desde aquí, a la vez que transmito mi personal felicitación a su autor por una reflexión tan necesaria. No es poca cosa saber cómo transmitir una pasión y, sin duda, Guillermo Fernández es un hombre que sabe contagiar la suya por la ciencia y así, por el conocimiento en general.

miércoles, 6 de marzo de 2019

MEDICINA. El cinismo proteccionista.



"However, there is another source of evidence we could consider: the experience of real patients". Jacob Stegenga


Recientemente, los medios de comunicación, incluyendo el “Diario Médico” mostraron el resultado de los esfuerzos ministeriales para arrojar luz sobre las pseudociencias.
Somos iluminados al respecto en la web “CoNprueba” , un pretendido simpático juego de sendas palabras, una con “n” y otra con “m”.

En ella se insiste en la necesidad de utilizar terapias basadas en la evidencia científica, mostrando un listado de todas aquellas pseudomedicinas que no soportan la más elemental prueba de eficacia y anunciando otra relación por confirmar. 

Sobra decir que cualquiera que esté en sus cabales le daría tanto valor a la "geocromoterapia" como a la "oxigenación biocatalítica" para tratar un problema clínico y que sería sencillamente nulo. Para tal viaje no se precisan alforjas. Pero el intento del legislador no parece pretender informar sobre la charlatanería fácilmente reconocible, sino tomar este primer paso para una posible deriva inquisitorial que segregue de la práctica clínica cualquier aproximación que los grandes “expertos” consideren no científica. No es probable que el signo político de próximos gobiernos altere la adoración cientificista.

Todo ha de basarse en la evidencia, mantra que ha de orientar también la educación de nuestros jóvenes (en la web se indica que Una enseñanza efectiva de la ciencia conduce a mejores resultados para los estudiantes y a una optimización de los recursos. Esto requiere que tanto docentes, como administraciones y entidades encargadas de su formación, tomen decisiones basadas en la evidencia científica disponible sobre cómo funciona el aprendizaje y la motivación de los alumnos” ). Tal parece que los profesores de enseñanza básica y secundaria son unos osados si no aprenden las bases científicas de la motivación y del aprendizaje que lo facilita, por lo que parece imprescindible el auxilio de pedagogos que ilustren sobre lo que ha de ser una educación basada en la evidencia. 

Si hay ingenieros y biólogos (APEPT) que asesoran a ministerios sobre cómo debe ejercerse la Medicina, no sorprende que haya pedagogos que traten de enseñar cómo deben hacerlo los docentes. Un nuevo sacerdocio se instala, el de los “expertos”.

¿Cómo saber si una práctica médica es adecuada? Hay dos posibilidades complementarias. Una es simple; se trata de aceptar lo que nos diga el Ministerio en su web. Otra, complementaria, se muestra como objetivo en ella para este año, pues se nos dice que #CoNprueba da a conocer nuevas acciones de cultura científica dirigidas a promover el pensamiento crítico y racional. A lo largo de 2019 se desarrollarán materiales formativos para que los alumnos de secundaria conozcan cómo funciona el método científico y entiendan conceptos clave como “efecto placebo”, “grupo control” o la diferencia entre correlación y causalidad. 

Dicho de forma simple, la estadística y, para más concreción, la estadística frecuentista será la esencia de lo racional a la hora de plantear la bondad de una perspectiva terapéutica.
No cabe duda de que la estadística es una herramienta valiosa en Epidemiología y en el ámbito de los ensayos clínicos que comparan unos medicamentos entre sí o con placebo. Pero no puede haber una deificación de lo instrumental, porque todos somos conocedores de excesos metodológicos, empezando por los relacionados con conflictos de interés. 

Un ensayo clínico, un meta-análisis, cuando están bien hechos, orientan, pero no siempre son definitivos. El ser humano no es reducible a un individuo muestral (en este sentido, es habitual la existencia de “outliers”) y la relación clínica siempre es singular. Eso supone el gran límite para la bioestadística y sostiene la práctica clínica.

Un contraste de hipótesis como el que supone un ensayo clínico a doble ciego requiere eso, ceguera, la imposibilidad de saber si un sujeto está recibiendo un medicamento u otro (o un placebo). Y eso, que parece factible en el caso de la homeopatía, por ejemplo, no lo es tanto en otras prácticas como la acupuntura; ¿con qué “control” la compararíamos? 

En la obsesión por el contraste estadístico, se puede calificar de pseudociencia a lo que simplemente no es contrastable. Y así, la fisioterapia en general no sería evaluable, no sería científica, como tampoco lo serían las distintas formas de psicoterapia. ¿Les llamaríamos pseudociencias a la espera de medicamentos que superen viejas prácticas?

El criterio estadístico frecuentista, en contraposición al bayesiano, ha supuesto serios excesos interpretativos en forma de riesgos relativos que sustituyen a los absolutos, o de olvido del número de sujetos a tratar para evitar un solo episodio cardiovascular, por ejemplo, en un lapso temporal determinado. Las estatinas constituyen tal vez el mejor ejemplo de ese exceso que, bajo la supuesta finalidad preventiva, hace uso y abuso de estudios caso - control, estudios de cohortes y demás historias.  

Bueno, esa es la “ciencia” aplicada a la Medicina o, más bien, la "medicina científica" que se pretende. Nada como las “p”, los “intervalos de confianza”, los riesgos relativos, etc. Pero, si se usa esa ciencia para analizar pseudoterapias, también deberá tenerse en cuenta en la revisión de terapias consolidadas.Es el mínimo exigido por la coherencia.

Ya se han publicado unos cuantos artículos, incluyendo meta-análisis, sobre la dudosa eficacia de los antidepresivos. Estos días, se incidía en este sentido en un artículo publicado en AEON 
 
Sencillamente, no parece, a la luz del contraste estadístico, que los llamados antidepresivos lo sean de verdad, es decir, que curen o alivien una depresión mayor, ese “sol negro” terrible. No de modo estadístico. Y, si es así, si ocurre con ellos lo mismo que con los medicamentos homeopáticos, habría que actuar en consecuencia y proponer que se retiren del mercado. ¿O no? O no, porque hay personas a quienes les ha ido bien con ellos, o así se lo ha parecido a ellos y a sus psiquiatras. O no, porque, si alguien los está tomando, es posible tanto que sus efectos secundarios se perciban como mejora real como que la abstinencia de ellos comporte efectos indeseables. Julius Axelrod vio los efectos en terminales sinápticas y, desde entonces, las hipótesis simplistas de la depresión como un déficit de neurotransmisores persisten. Si estás deprimido, es porque te falta serotonina; hay que subirla.

No deja de ser curioso que los más cientificistas, los que adoran las escalas ordinales de depresión, como si de marcadores morfológicos se tratara, y las significaciones estadísticas, sean también los más biologicistas y conciban la depresión como una gastritis o una neuralgia de trigémino, una patología con dianas moleculares susceptibles a una supuesta amplia batería de antidepresivos que, al final, ni es tan amplia ni tan “anti”.

Con los criterios que está operando el Ministerio de turno a la hora de protegernos de pseudoterapias, deberían plantearse la eficacia de los antidepresivos, pero también de muchos antihipertensivos, de los antiinflamatorios, de viejos antibióticos (las quinolonas producen más lesiones tendinosas de lo que debieran, como ha advertido la propia AEMPS), etc., etc.

Claro que es dudoso que sea esa la tarea de un comité de expertos ajenos a la práctica clínica, y es que un antidepresivo puede irle bien a una persona, del mismo modo que le puede ir bien para un catarro una píldora homeopática. En ambos casos, estamos también bajo las influencias de conflictos de interés. 

Tomemos un ejemplo, la mirtazapina. Si es tomada por alguien con depresión, puede facilitarle el apetito y que concilie el sueño, aunque no afecte a su depresión propiamente. O no, porque cada cual es un mundo. En otros casos, ese efecto tendrá como consecuencia un sobrepeso indeseado. ¿Ha de suprimirse en general? ¿Por qué no ver qué ocurre, caso por caso? Tomemos otro ejemplo. Hay quien se encuentra mejor tomando escitalopram y hay quien no lo tolera. ¿Lo eliminamos o lo dejamos en la farmacopea en función del ensayo clínico de turno? Sólo el clínico que pauta una medicación y la respuesta del paciente a la misma podrán orientar de modo realista al respecto. Por supuesto, teniendo en cuenta las publicaciones serias, pero él, el clínico. No sólo la AEPT. No, desde luego, el Ministerio de Salud, de Ciencia, de Deportes, de Defensa o de lo que sea. 

¿Cuándo entenderán quienes tratan de protegernos, siendo ya adultos, que la Medicina precisa de la ciencia, pero que no es ella misma una ciencia? ¿Cuándo dejarán de protocolizar lo no protocolizable y permitir que los docentes enseñen y que los clínicos curen con su conocimiento y la responsabilidad que les reconoce su titulación?