"Lo que espera el
público de un museo es, por encima de todo, una transformación mágica de la
experiencia cotidiana". Mihalyi Csikszentmihalyi (citado por el autor)
Comento aquí un
libro cuyo autor, Guillermo Fernández Navarro, tuve la fortuna de conocer en la
inauguración de una exposición celebrada en A Coruña, de la que él era
comisario, siendo entonces Tino Fraga director de los museos científicos de
esta ciudad.
Guillermo nos guió
a los visitantes por los distintos módulos, algunos expositivos, otros
interactivos, aclarando por qué había surgido una composición aparentemente
heterogénea pero que remitía a algo tan importante como la creatividad humana
en su versión de tarea científica.
Pero lo más
importante para mí de esa exposición, fue una experiencia de contagio.
Guillermo se mostró como lo que sigue siendo, un hombre apasionado por la
ciencia y, en general, por el conocimiento, con esa aspiración renacentista que
sabemos imposible pero necesaria.
Su concepción de la
ciencia como algo que no se dirige sólo a un avance epistémico sino que,
haciéndolo, muestra la belleza del mundo y del propio método científico, hizo
que sintonizáramos rápidamente.
Desde la amistad
surgida, tuvo a bien remitirme el libro que me permito reseñar aquí, a
sabiendas de mis propias limitaciones para hacerlo y en la confianza de que tendrá
otros comentaristas mejores, porque su texto así lo reclama.
El título es
provocador porque plantea una aparente aporía. Se nos remite al espacio
museográfico, algo que instintivamente asociamos al pasado y, a la vez, se nos
sugiere que eso puede transformar a quien se sumerge en tal espacio. Ese es el
deseo al que Guillermo dedica su actividad y que hizo surgir este ensayo. Ha respondido y
sigue respondiendo a un deseo epistémico, estético, y que, por ser también
amoroso (conocimiento, belleza y amor van generalmente ligados), implica el afán didáctico en el mejor sentido, el de la enseñanza que
cala, que penetra en alguien para posibilitar su propio deseo.
Hay museos
científicos que son, efectivamente, colecciones del pasado, sea de mariposas,
de esqueletos de dinosaurios o de microscopios. Y los hay que, más que museos,
parecen aulas didácticas con sus interacciones fáciles (son esos espacios que
indican “prohibido no tocar”) y que inducen al divertimento más que a la
pregunta.
Los solapamientos
con actividades docentes regladas son, a la vez, ajenos y necesarios, otra de
las aporías que retan la permanencia y el desarrollo del museo científico. Y
así, el libro se centra en lo que parece esencial a tal campo, saber de qué
hablamos cuando nos referimos a un museo de ciencia, algo que tiene que ver con la pregunta por la ciencia misma, en sus resultados y en su método.
Dado el análisis
riguroso a que es sometida tal cuestión, no procedería por mi parte tratar de
hacer un resumen del contenido de la obra, un ensayo que alcanza aspectos tan
variados como la diversidad posible de este tipo de museos, su sostenibilidad y su
eficacia.
Me limitaré a poner
de relieve lo que considero su gran objetivo. Se trata de analizar qué es y qué
debe ser un museo científico para transformar al visitante. El libro es eso,
fruto de la maduración de un trabajo de años volcada en un esfuerzo analítico que intenta lo mejor para el otro, para el
visitante. De eso se trata, de que, al menos, alguien de los que acuden a un
museo científico sea transformado, sea atraído por el método de la ciencia y
por la belleza que la ciencia desvela. Aunque el éxito de un museo pueda
cuantificarse por el número de visitas que acoge, el valor real no puede ser
cuantitativo sino cualitativo e impredecible, pues cuajará en el futuro y no
será observable; mucho menos, medible. No es descartable que baste con una
visita para que un joven decida iniciar una carrera científica. Y también es
posible que alguien ajeno a la ciencia, pase a considerarla de un modo
realista, como algo más propio de lo que pudiera pensar, enriqueciéndose así con una óptica necesaria.
Y es que, en
esencia, no es válida la distinción tan lejana al admirado espíritu
renacentista entre “ser de ciencias o de letras”. Por el contrario, Guillermo
insiste en el valor de ofrecer un “producto comunicativo autónomo, homogéneo y
holístico”, en la necesidad de “estimular por la búsqueda del conocimiento más
que transmitir conocimiento, algo que no deja de representar una especie de
vuelta al origen de todo”. Tal defensa de la divulgación del método me parece
acertadísima en un tiempo en el que la ciencia se enseña como narración de
resultados en progreso lineal (o exponencial), olvidando el método que los ha
hecho posibles, su reproducibilidad, la originalidad del investigador, la
serendipia, etc. Es ese carácter narrativo lo que puede hacer ver la ciencia como creencia, traincionándola de la peor manera.
No se trata de
incurrir en la moda tan absurda de pretender aprender jugando, sea el inglés,
la biología o la historia, porque, como bien indica el autor, se da el “riesgo
de reducir y falsear las inmensas posibilidades de la práctica científica real,
de la que puede decirse que es apasionante, subyugante o interesante, pero no
precisamente divertida”.
También la
intuición de que, si vamos a un museo, vamos a ver algo “viejo”, acaba siendo
propicia, porque la ciencia actual sólo es comprensible mirando a su pasado,
aunque sea en modo fragmentario. El museo científico proporciona una
alternativa a la tarea especialmente difícil de relatar una buena historia de
la ciencia, difícil tal vez porque los historiadores en general no sepan lo suficiente
de ciencia o porque los científicos no reúnan las condiciones exigibles a un
historiadores. Aunque existan, por supuesto, buenos libros de historia de la
ciencia, no llegan a alcanzar el rigor que se da en otros campos de la
historia. Y, quizá por ello, proliferen tanto los libros de buena y de muy mala
divulgación. Asimov fue un maestro en ese sentido, como lo es a día de hoy
Brian Greene, por citar sólo dos ejemplos. Descartaré citar a los malos. Un museo científico tiene como tarea
también la de hacer una buena divulgación del método y de los resultados
científicos, realzando el contexto histórico en que se producen.
Ninguna vertiente
didáctica, sea la enseñanza básica, la divulgación o el espacio museográfico se
excluyen, sino que más bien se complementan. El problema reside en cómo lograr
que el museo de ciencia alcance el papel que le corresponde y que será
cambiante a lo largo del tiempo y en el contexto de consideraciones socioeconómicas.
Es a esa tarea constructiva que se dedica el libro cuya lectura sugiero
vivamente desde aquí, a la vez que transmito mi personal felicitación a su
autor por una reflexión tan necesaria. No es poca cosa saber cómo transmitir
una pasión y, sin duda, Guillermo Fernández es un hombre que sabe contagiar la
suya por la ciencia y así, por el conocimiento en general.
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