¿Por qué alguien
decide hacerse médico? Es una pregunta distinta a las que se refieren a otras
elecciones de profesión y sólo compartida con la opción por dedicarse a cualquier
actividad sanitaria (enfermería, fisioterapia, psicología clínica...).
Es una cuestión
que tiene que ver con la cura y el cuidado. Sabemos que el término “cura”, aplicado
a los sacerdotes católicos, se relaciona con la “cura animarum”. En el ámbito clínico
estamos ante el intento de una cura más amplia, la de cuerpos y almas, la del
ser humano integral en su extraña singularidad. Se intenta reparar, desde un
conocimiento empírico, y que últimamente bebe de la Ciencia y sus aplicaciones
técnicas y farmacológicas, la falta que orgánica o funcionalmente es reconocida
como enfermedad, con su constelación semiológica, con el sufrimiento que
implica y con el riesgo que puede comportar de muerte.
A veces, la
decisión de ser médico se toma desde un deseo claramente percibido. Muchas más
veces, ese deseo, si existe, es reminiscencia más o menos inconsciente de una
imagen infantil. En muchos casos, la vocación resulta de la admiración por otro
que la mostró con su ejercicio profesional como médico y que, siéndolo, parecía
algo más, un portador de vida, un salvador. En ese sentido, hay médicos que, sin
proponérselo, facilitan una transmisión de deseo vocacional. Las relaciones
transferenciales suelen ser tan importantes como ignoradas.
Ahora bien, el
ejercicio de la Medicina no se contempla sólo como el resultado de un
conocimiento al servicio de lo que implica la vocación por la cura y el cuidado
del otro. También es contagiado por una cierta actualización del viejo “cursus
honorum” para bien y para mal en modo curricular. A un profesional se le exige
así no sólo un saber, sino que es más bien reconocido por lo que logra hacer
como científico o como técnico, sea en el ámbito médico, quirúrgico o básico.
La Medicina es así una “carrera” incluso tras la obtención de la licenciatura y ese término ya dice mucho, porque
nuestros médicos jóvenes y no tan jóvenes entienden que el ejercicio
profesional es carrera literal, de correr, de competir con otros por lograr un buen
status económico y prestigio social.
Esa concepción
legítima por hacerse un nombre como médico, y que puede redundar indirecta y beneficiosamente
en los pacientes, puede llegar a priorizar lo curricular frente a lo
vocacional. Y este criterio no rige sólo entre médicos. La sociedad exige cada
día más una competencia, entendida generalmente como rivalidad entre
profesionales, de la que surgirán desde los premios Nobel hasta los “top doctors”.
La tentación está
servida ya a los más jóvenes, de tal modo que es posible cada año pronosticar
qué especialidades serán elegidas por los “mejores” en el examen MIR y que
incluirán las que potencialmente permitan aspirar a buenos ingresos, más
honores o ambas cosas. La Medicina de Familia o la Geriatría no serán las
opciones predilectas.
El extraordinario
desarrollo técnico ha facilitado, no sólo para bien, la especialización de la
Medicina en detrimento de la concepción generalista, promoviendo una mirada
médica técnica y parcelada y que, en el caso quirúrgico, lo es en sentido literal con la
delimitación del campo operatorio. La escucha atenta, la palabra que anima y
sosiega, son sustituidas cada vez más por el enfoque biométrico, algo que se
hace delirante en el contexto anti-científico conocido como Big-Data, una
deriva que ya se había anunciado con la perversión de la herramienta
estadística que confunde sujeto con individuo muestral.
Y, sin embargo, el
sufrimiento es siempre subjetivo y singular y, como tal, exige a alguien, nunca
a una máquina ni a un médico “algoritmizado” que se parezca a ella, que lo
acoja.
La singularidad
de cada paciente lo es también de la relación clínica y, en ésta, la función
del médico va más allá de un saber, aun siendo éste imprescindible. Supone una
aceptación amorosa del sujeto enfermo, compasiva con él en sentido riguroso, de
ser permeable a un pathos y, a la vez, mantener la distancia necesaria que
exige su comprensión y tratamiento del mejor modo. Y eso supone una posición
que va más allá de la del científico, aunque su saber lo sea. Eso supone un
arte, el de soportar la incertidumbre transmitiendo confianza, el de potenciar
los recursos de cada cual desde el reconocimiento de su ser temporal. En las
situaciones más miserables, la presencia del médico puede, paradójicamente,
recordar la vieja aspiración de la Kalokagathia.
Podríamos
concebir la Medicina como la relación armónica de dos actividades necesarias,
la de los científicos y técnicos que permiten, con sus investigaciones e
invenciones, un mejor conocimiento del organismo enfermo, de su diagnóstico y
tratamiento, y la de los que podríamos calificar de médicos de batalla o de trinchera, esos
que se enfrentan cada día al sufrimiento de muchos y que no tendrán tiempo para
otra cosa.
Es bueno, es
imprescindible, que la sociedad sepa reconocer no sólo brillos de avances
epistémicos y tecnológicos, sino que también aprenda a valorar y agradecer la
dedicación constante, abnegada, reservada, opaca tantas veces, de muchos
médicos que siguen haciendo de su profesión algo extraordinariamente noble,
porque poco lo es más que curar, paliar o acompañar a quien sufre en su cuerpo
y a quien le duele el alma.
Este año, el
Colegio Médico al que pertenezco ha tenido el acierto de reconocer ese trabajo
callado y necesario, vocacional, premiando a un hombre que lo lleva realizando durante muchos años, en los que además ha sabido
contagiar a otros la pasión por la Medicina. Conocer a alguien así es siempre
un privilegio. Con su decisión, el Colegio Médico de A Coruña no sólo premia a
una persona, sino que se premia a sí mismo al realzar su propia bondad como institución
necesaria, especialmente en tiempos de derivas tecnicistas, para mostrar a la sociedad,
a la que se debe, la noble aporía de la simple y, a la vez, difícil tarea que
supone ser médico.
Con gratitud y admiración, a mi amigo el Dr. Alfonso Solar Boga
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