Ser
científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el
acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en
todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre
resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.
El
avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del
conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a
través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta
necesidad, que es el efecto final del interés científico, está
pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la
carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo
científicas).
Se
está confundiendo así al científico con un productor de
publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el
rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo
por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de
las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente
cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u
otras medidas bibliométricas.
Tal contexto pervierte la actitud de
muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento
sino la publicación, cada vez más separados. Se
asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa
mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que
aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados.
Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de
reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude.
Pero
ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual
en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada
MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los
puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de
hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero
no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer
grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las
conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo
relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta.
Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre
variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo
al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad
bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel
exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando
“p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se
conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma
al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer
conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más
trabajo riguroso.
Un
ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue
siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de
“impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer
académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto
“publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida,
sucumbiendo a un exceso de ruido.
¿Qué
hacer? La política científica puede priorizar campos de
investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena
ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández
Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones
burocráticas y bibliométricas.
Quizá
no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan
permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad
que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos,
pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés.
Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína
fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades”
que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando
se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se
obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar
proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está
ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la
transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.
La
investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que
implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa,
más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y
más resultados consolidados, menos ruido y más nueces.
Eso
supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se
puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La
educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método
científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido.
Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación.