jueves, 21 de diciembre de 2023

Navidad 2023

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons



“¿Y Cristo? Kafka inclinó la cabeza. Cristo es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no precipitarse en él”

(G. Janouch. Gespräche mit Kafka. Aufzeichnungen und Erinnerungen. Frankfurt).

 

“Si a mí alguien me probase que Cristo se encuentra fuera de la verdad, y si la verdad realmente estuviese fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo y no con la verdad”.

(F. Dostoievski. Carta dirigida a Natalia Fonvizine en 1854)

 


    Vivimos en una mezcla del tiempo cíclico con el lineal. Nos hacemos mayores, envejecemos y un día moriremos. No podemos vivir sin recuerdo ni olvido. Si en el tiempo lineal construimos una biografía marcada por sucesivos ritos de paso, en el tiempo cíclico el recuerdo, como repetición periódica, nos evoca también algo esencial en nuestra cosmovisión. Esa repetición puede darse en modo de conmemoración social, de ritual mítico o de liturgia religiosa.

            

    La Navidad desencadena los mejores recuerdos de la infancia y las grandes nostalgias en personas ancianas que se van quedando solas. Cuando la celebración alude a su origen por cristiana, lo hace referida a un suceso histórico, no mítico. Sabemos que Jesús nació en el año 4 a.C, o algo antes, en Belén o Nazaret (sujetos a discusión). La celebración remite a la encarnación divina en Jesús, referencia vital en esperanza, en contemplación y en acción para sus seguidores.

            

    La creencia en un Dios estético, surgida ante la belleza y complejidad de lo observable, y que favorecería una tendencia panteísta que se da con frecuencia, precisa, en el cristianismo, a quien le da nombre, Cristo, como camino, verdad y vida, lo que supone y realza el reconocimiento de la Alteridad divina. 


    El Amor divino es mostrado en Jesús. Lo Absoluto se encarna y se hace receptivo a la queja, la petición, la meditación, la contemplación y la alabanza del ser humano. A todo eso que llamamos oración. 

            

    En un mundo que no ha olvidado la guerra ni los agravios humanos, sigue siendo relevante que el anuncio del nacimiento de Jesús a pastores fuera hecho, según el evangelio de San Lucas, por ángeles que decían “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc.2,14). No se necesita más.

  

¡ Feliz Navidad !

sábado, 16 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.2. Andrew Solomon.


Imagen tomada de Wikimedia Commons

“Cuando uno está deprimido, el pasado y el futuro quedan por completo absorbidos por el presente” (A. Solomon. “El demonio de la depresión”).

 

    Llevamos unos cuantos años oyendo hablar o leyendo libros sobre la bondad del momento presente, de centrarnos en él. El mindfulness persigue ese objetivo y, con tal logro, el sosiego. Pero la afirmación que encabeza esta entrada la contraría cuando ese momento presente se da en el contexto de una depresión. Podrá haber nostalgia y culpa referidas al pasado y gran temor al futuro, pero el horror ya lo es en presente, en toda su crudeza de ser la muerte en vida misma o incluso desearla.

 

    Richard Gere protagonizó una película de 1993 (Mr. Jones) en la que encarnaba a un paciente con trastorno bipolar, algo terrible en sus dos polos, dándose en ambos una relevancia de la pulsión letal que, como hundimiento total o como alegría incomprensible, puede acabar del peor modo.


    En esa película se muestra la vida cotidiana (si vida puede llamarse a eso) en un hospital psiquiátrico, al que es ingresado el paciente en una de sus fases depresivas. El recinto que se muestra al espectador, muy probablemente inspirado en alguno real (no habría que salir de España), es ámbito de una infantilización e incluso una reificación del sujeto como no ocurre en prisiones. El final “feliz” de la película no parece muy creíble. 

 

    Y, sin embargo, la hospitalización psiquiátrica puede resultarle más llevadera, deseable incluso, a un paciente, que una vida normal, y mucho más aún si esta vida es más rica que la del común de los mortales. La celebración del éxito, por ejemplo, puede ser una tortura para quien atraviesa una depresión. Así le ocurrió al caso relatado en un post anterior, William Styron. Así le sucedió también a Andrew Solomon.

 

    Solomon tuvo tres crisis de depresión mayor. Como Styron y otros, se vio impulsado tras ellas (no habla de curación) a dar a conocer su caso. Lo hizo en un libro cuyo título es impactante, “El demonio de la depresión”.  En él trata, desde su propia experiencia, que describe en detalle, y la de otros, de explicar lo inexplicable y va más allá de lo fenomenológico, haciendo un excurso bibliográfico por la situación de la neuropsiquiatría y diversos modos de psicoterapia, incluyendo terapias alternativas. Su objetivo es la ayuda a otros pacientes que puedan verse aislados en ese círculo vicioso de soledad – depresión. 

 

    Solomon es consciente de las limitaciones terapéuticas de los psicofármacos (la lista de los que tomó es larga), pero esperanzado, a la vez que un tanto temeroso, en el avance farmacológico futuro.

 

    Un libro así enseña más que muchos tratados clínicos. Antes había secciones de revistas médicas relacionadas con los “Case report” (en las españolas conformaban la sección de “A propósito de un caso”); esas secciones fueron siendo marginadas por la triste moda de la “medicina basada en la evidencia”, que sólo tiene ojos para la estadística. El libro de Solomon es, en la práctica, un “case report”, el suyo. Desde su propia experiencia, compara su caso con el de otros amigos y conocidos, a la vez que indaga en la bibliografía médica, construyendo así un libro excelente para ofrecer una imagen viva de lo que supone padecer depresión. A la vez, a pesar del título de su libro, ve algo bueno en eso que muchos consideramos demoníaco; se trataría de una posible y peculiar protección contra la locura (cita a Kristeva al respecto). Pero sorprende que, sufriendo lo que sufrió, sostenga que “aunque parece extraño, tengo más confianza en mí mismo que la que alguna vez imaginé que podía poseer, lo cual hace que la depresión valga la pena”.

 

    Como Styron, como tantos otros, la depresión de cada cual es la suya propia, malamente comunicable, aunque comparta sentimientos y expresiones.

 

    La depresión es muy frecuente y, siendo así, cabe preguntarse, desde una óptica biologicista, ¿por qué la evolución ha favorecido ese cuadro en tantas personas de una tristeza angustiosa y de una inhibición paralizante, lo más común de un fenotipo tan mal definido? ¿Qué pasará cuándo dispongamos de fármacos realmente eficaces al respecto? ¿Sólo algo muy bueno?

 

    Mientras tanto, en el contexto de una gran ignorancia, libros como el de Solomon pueden ser de gran ayuda para contemplar y sostener, también en depresión, lo que parece imposible, la esperanza.

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.1. William Styron.

 


      La depresión se ve en el otro. O no. A veces, uno se acostumbra a verla sin que salten las alarmas cuando quien la padece ha tomado la decisión autolítica. Son tantos y tan heterogéneos los deprimidos que pasan al acto suicida, que parece difícil establecer un criterio de homogeneidad. Personas cultas o analfabetas, fuertes o frágiles, han sucumbido a lo demoníaco encarnado en ellas.


Boltzmann fue un gran científico que contribuyó poderosamente a la consolidación de la teoría atomística de la materia (Einstein acabó de hacerlo con su estudio del movimiento browniano). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático, se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años.

 

Antes de ese paso al acto final, parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 


Al enterarse, los amigos y conocidos tratarán de explicar ese horror aludiendo a dificultades para ser reconocido en su ámbito por colegas. También ocurrió con Cantor y tantos otros. Turing mordió la manzana envenenada y Gödel se dejó morir de inanición. La película de Walt Disney “Blancanieves” los fascinó del peor modo.

 

El caso de Boltzmann es sólo un ejemplo que ilustra el riesgo letal de la depresión. Sabemos que bastantes personalidades y gente anónima han sucumbido a ese absurdo de no poder más. Y sabemos también que, a veces, los antidepresivos dan fuerza al paciente, antes de ejercer un posible efecto benéfico, para que la inhibición depresiva ceda al paso al acto letal.


El suicida no lo cuenta o, como Virginia Woolf, se limita a “disculparse” en una carta de despedida, cuando ya no hay remedio. Pero hay también quien tiene la necesidad, una vez libre del demonio, de contar cómo ha sido atrapado por él y los efectos que eso tuvo en su vida. No suele describirse en forma de libro cómo uno es afectado por una insuficiencia cardíaca o un cáncer, pero sí se produce esa expresión tras librarse de una depresión grave, porque la depresión es otra cosa. Aunque haya grandes elementos comunes en pacientes deprimidos, siempre es singular y misteriosa en su aparición y curso, y por ello hay personas que, desde su narración personal del infierno vivido, pero habiendo salido de él, pueden ayudar a sus lectores. Kay R Jamison fue seriamente afectada por un trastorno bipolar y salió de él gracias al litio, lo que la indujo a hacerse psiquiatra. También vio algo que no es agradable de ver. Su libro “Touched with Fire” relacionó esa enfermedad con la creatividad artística. Claro que… maldito fuego.


Hace años tuvo un gran éxito la película “La decisión de Sophie”. Su director y guionista, Alan J Pakula, se basó en la novela homónima de William Styron, quien recibió por dicha obra el “National Book Award” en 1980. Seis años más tarde recibiría el “Prix mondial Cino Del Duca”, pero no estaba entonces en las mejores condiciones para el acto de recepción, hasta el punto de que una serie de torpezas sociales, atribuidas a su depresión con un gran componente angustioso, le hicieron disculparse a una de las organizadoras: “Estoy enfermo, dije, un problème psychiatrique”. Se le hacía imperioso ver a un psiquiatra e incluso tenía la necesidad de hospitalización, quejándose de que ésta fuera mucho más habitual en el caso de enfermedades orgánicas que en el de las psiquiátricas. No estaba para disfrutar.


Styron recoge esta sensación interna, con muchas emociones más, en su libro “Esa visible oscuridad”. Indica ahí que “la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Sintió el viento al que aludió Baudelaire (“J'ai subi un singulier avertissement, j'ai senti passer sur moi le vent de l'aile de l'imbécillité”). Finalmente, tras un ingreso hospitalario, pudo salir airoso de tan infausto proceso.


    Otros sucumben. En la tradición cristiana se decía que el suicidio es propio de cobardes desesperados, y hace tiempo se les negaba la sepultura en sagrado, “ad sanctos” que diría Philippe Ariès, a quienes así morían. Pero no es tan sencillo, porque hay quien no puede más con una vida que no merece tal nombre.


    No es algo que implique sólo a la aproximación clínica, sino que también atañe a la filosofía. Camus fue categórico al decir que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Y se sigue y se seguirá pensando, como pensó Romain Gary, que el accidente mortal de Camus no fue propiamente mera contingencia. Gary, un hombre distinguido con la Cruz de Guerra, Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, también acabó suicidándose con una pistola. El valor reconocible no impide que una determinista cobardía moral se imponga al final, anulando la posibilidad de vivir. El equilibrio sutil entre biología y biografía se rompe súbitamente del peor modo, irreversible. Diez años antes se había matado su entonces esposa Jan Seberg por sobredosis. Recuerdo una imagen contenida en un número de “Le Magazine Littéraire” en la que ambos disfrutaban de un paseo en barca por Venecia. Más tarde vendría la impotencia (ahora también dulcificada como “disfunción eréctil”) y Gary llegó a escribir en alusión al declive (“Próxima estación: final de trayecto”).


No hay claras relaciones de causalidad aparentes y generales entre factores biográficos y biológicos con la depresión y el suicidio. Viktor Frankl y Primo Levi sufrieron y sobrevivieron a la terrible experiencia de haber sido internados en un campo de concentración. El primero escribió “El hombre en busca de sentido” y fundó la escuela conocida como “Logoterapia”. Levi escribió varios libros y murió tras arrojarse por el hueco de una escalera en 1987. Se habló de posible muerte accidental porque sus vecinos no pensaron en que fuera poseído por una depresión. Tal dilema no se resolvería con ninguna prueba morfológica o bioquímica post-mortem, carentes de resultados concluyentes de momento.


En el libro mencionado, Styron revela la íntima relación que se da entre la hipocondría y la depresión, lo que parece añadir un plus de absurdo. Se teme la enfermedad, cualquier enfermedad, aunque pueda haber preferencias, a la vez que, en cierto modo, se vive bajo la pulsión de muerte que algunos satisfacen con la muerte misma.


Nadie sabe realmente lo que es una enfermedad hasta que la sufre, y esto es especialmente cierto en el caso de las enfermedades del alma, esas que sustentan el término “psiquiatría”. Por eso, las narraciones de quienes han sufrido lo que, a pesar de su singularidad, se engloba bajo el término “depresión”, pueden servirnos para ver realmente qué tienen de común la pluralidad de cuadros llamados así, para acercarnos a la enormidad de su absurdo aparentemente inviolable ante cualquier confrontación racional. 


Frente a tantos libros de autoayuda, frente al fracaso personal del planteamiento filosófico, uno puede hacerse una idea de lo que es tan prevalente como la depresión sólo a la luz de testimonios de personas que, curándose, supieron describir lo realmente demoníaco que les arrebató una parte de su vida, su única, singular, depresión. 


Otros testimonios seguirán.



viernes, 1 de diciembre de 2023

DEPRESIÓN. 1. Un problema nosológico.


Imagen tomada por el autor

“Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adonde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer.” 


Thomas Ligotti. “La conspiración contra la especie humana”.

 



No es fácil hablar de depresión, como no lo es nada que implique la subjetividad humana. 


El Diccionario de la RAE de la lengua, en una de sus acepciones, nos dice que la depresión es un “síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos”; es decir, se fija en dos síntomas esenciales y no sólo percibidos por quien los padece, sino también aparentes a un observador; se trata de la tristeza y de la inhibición. Podría decirse que, cuanto más afectado está uno por la depresión, mayor es el predominio de la inhibición sobre la tristeza y bien puede llegar a verse y a sentirse como muerte en vida.


A la vez, uno puede decir que está deprimido, o bajo de ánimo, o “depre”, siendo así que los demás perciben o no una causa aparente de ese estado. Hay también quien tiene propensión a una tristeza sin sentido, como sin sentido contempla también la vida; se suele hablar entonces de melancolía. Otros alternan episodios depresivos con una euforia patológica que abarca niveles de intensidad de menor o mayor grado (hipomanía o manía); se trata de la enfermedad bipolar. Es decir, cabe hablar de ser (melancólico), de tener (depresión) o de estar (deprimido). 


La tristeza no es el único elemento de una depresión, que puede asociarse a distintos grados de ansiedad, de angustia incluso, llegando a veces a los terribles ataques de pánico, terror que se amplifica por su brutal absurdo y que puede desencadenar una espiral horrible de terror al terror mismo que volverá en cualquier momento, sin sentido alguno. 


Ese estado variado y calificado con un único término, depresión, puede haber surgido en relación a un acontecimiento biográfico, como una pérdida. Es claro al respecto el habitual duelo tras la muerte de un ser querido, algo que es normal (a pesar de que se le pongan arbitrarios límites temporales). Pero también puede aparecer sin que ni el sujeto ni el clínico que lo atiende sepan de una “causa” desencadenante. Se habla o se hablaba de depresión endógena, en comparación con la exógena, atribuible a un episodio biográfico. Parece que la depresión es, demasiadas veces, más biológica que biográfica, a tal punto que hay una tendencia neurológica por parte de no pocos psiquiatras, con una incorporación progresiva de estudios de imagen cerebral. 


El diagnóstico adecuado parece imprescindible para la orientación terapéutica, empírica de momento, pero resulta difícil establecerlo de un modo “personalizado”.  Con todas las críticas de que es susceptible, hay que reconocerle al manual DSM, a lo largo de su evolución, la bondad de establecer, aunque sea con grandes limitaciones, criterios de consenso, algo que se ha logrado, aunque sea con mero carácter operativo y a la espera de que la perspectiva “RDoc” aporte más luz sobre el sufrimiento anímico y sus aspectos biológicos.


Pues bien, el DSM V nos dice que para hablar de depresión mayor “se requiere que cinco (o más) de los síntomas siguientes hayan estado presentes durante el mismo período de dos semanas y representen un cambio del funcionamiento previo; al menos uno de los síntomas es estado de ánimo deprimido o pérdida de interés o de placer”. 


Los síntomas del DSM son, cuando menos, curiosos. Por ejemplo, el número 3 valora de igual modo la disminución o aumento de apetito, como el número 4 equipara el valor de la hipersomnia al insomnio a la hora de “puntuar”.


Sin profundizar en disquisiciones añadidas, un simple cálculo combinatorio revela que el número de entidades englobadas con el término “depresión” sería, con el criterio DSM, 256. Es obvio que, aunque ese número sea rebajado por algún autor a 227, nos hallamos ante un problema de identificación y clasificación, en este caso, ante un serio problema nosológico: más de 200 fenotipos potenciales concebidos, en la práctica, como uno solo.

 

CLASES Y CAUSAS


No es menor la cuestión de clases y su relación con las causas.


La primera pregunta que uno se hace ante la contemplación de objetos, procesos, fenómenos, del mundo natural, es un “qué”. ¿Qué es esto? Y se podrá responder que un relámpago, un insecto o una planta, por ejemplo. Estamos en una fase de la historia científica en la que se ha avanzado notablemente en la clasificación. Ese paso, el de distinguir entre lo aparente, es el primero a la hora de tratar de entender algo, como respuesta a un porqué causal y al cómo o modo en que se manifiesta. La poderosa teoría de la evolución de las especies no sería factible sin una taxonomía previa. Del mismo modo, la clasificación y ordenación de los elementos químicos iniciada por parte de Mendeleiev en forma de tabla periódica, no sólo sugería orden en el comportamiento químico parecido o diferente entre distintos elementos, sino que permitió entender las propiedades de todos ellos cuando se postularon los orbitales cuánticos. También la teoría maravillosa de la cromodinámica cuántica con el pionero Gell Mann, guiado por su imagen del “óctuple sendero”, puso orden en el excesivo número de partículas subatómicas revelado en colisiones de hadrones.


Las clases preceden a las causas y éstas requieren a aquellas. Y sólo desde la comprensión causal será posible enfrentarse a la enfermedad, sea mental o no. 


Uno no se deprime porque sí. Algo pasa con su vida o en su cuerpo, algo que habrá que elucidar. Y eso no resulta fácil si no reconocemos que no hay depresión sino depresiones y tratamos de hacer una clasificación que aborde todos los elementos en juego, que abarcan desde el conflicto biográfico inconsciente hasta potenciales determinismos genéticos y alteraciones neurobiológicas. 


Seguir hablando de la serotonina, como elemento clave de cara a tratamientos parece una simplificación extrema e insuficiente.  


¿Dónde están las causas de las clases que se vayan descubriendo, hasta ahora unificadas en un término, “depresión” que dice muy poco? ¿En problemas existenciales, conscientes o inconscientes, incluyendo creencias religiosas o seculares? ¿En los genes? ¿En el cerebro? ¿En determinados virus? ¿En la interacción de varias? ¿En dónde, por qué y cuándo y durante cuánto tiempo?? En función de eso, podrían investigarse vías diagnósticas (marcadores), terapéuticas enfocadas a causas, y elucidar el valor de las que han sido obtenidas empíricamente, como el electroshock o los mal llamados anti-depresivos.


Algo claramente distinto es necesario frente a la inercia conservadora, a la parsimonia con que se trata actualmente ese “black dog” de Churchill, ese “Sol negro” al que se refirió Kristeva, ese “demonio” de Andrew Solomon.


Algo es urgente para luchar contra lo demoníaco que supone no ya la muerte en vida, sino que la vida misma sea vivida pero como puro absurdo. El carácter de urgencia nos lo proporciona un índice crudamente claro, el de suicidios. 


Probablemente este blog recoja, en futuras entradas, posibilidades abiertas por relatos “patográficos” y por investigaciones en campos filosóficos, psicológicos y biológicos para acometer las depresiones en general y, sobre todo, la de cada paciente en particular.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Anticipando la Navidad.

       


 

La celebración periódica parece ser algo en retroceso, al margen de un cierto y natural frenesí festivo observable tras los duros tiempos de la pandemia.


Hay celebraciones que podrían llamarse longitudinales. Son las asociadas a ritos de paso y centradas en el sujeto a quien se le brindan, siendo las iniciales (nacimiento y adolescencia) marcados fuertemente en nuestro medio por la tradición religiosa. También la final.


Otras celebraciones son colectivas, familiares y de amigos, y también periódicas, siendo la principal anual. Y en ello estamos, a las puertas de la Navidad, celebración que oscila entre lo gozoso y la tristeza según cada caso, por lo que habría que referirse a las Navidades, en plural, para abarcar, como en un célebre cuento de Dickens, las actuales; las que, por pasadas, inciden de modo nostálgico; y, siempre esperanzados, las futuras, porque la Navidad esencialmente es una celebración de amor y de esperanza. 

    

    La Navidad es fiesta de esperanza a pesar de lo que ocurra, a pesar de lo que está ocurriendo ya en un mundo que acoge ahora mismo, como tantas veces, el horror en grado máximo. Lo es porque sabemos que mientras hay esperanza hay vida, y no al revés. Esperanza de que el tiempo se abra a lo bueno, a lo que vale la pena de ser vivido y contemplado. Esperanza real y no fantasiosa de que, aunque fracasemos, podemos hacernos mejores personas, ser más sencillos, más sosegados y amables. 

 

Y es fiesta del amor que celebra la vida. Y, si hay amor, esa vida que la Navidad reinaugura será radicalmente humana, valiosa, y momento propicio para la apertura a instantes eternos. Fiesta de amor que puede manifestarse incluso en plena guerra, entre enemigos, como sucedió el 24 de diciembre de 1914, cuando los soldados en liza no saltaron las trincheras, algunas ya adornadas, para clavar bayonetas en los cuerpos de otros, sino para celebrar con regalos, charlas y fútbol lo que realmente importa, lo que une. Esos hombres nos recuerdan que la Navidad no sólo es alegría familiar, incluso trascendente si uno tiene el regalo de la fe. Es también celebración repetida de la vida misma.

 

Ya nos advirtió Freud que tendemos fuertemente a repetir lo peor y, tristemente, las fiestas lo muestran con cierta frecuencia, pero no es menos cierto que también cabe la repetición de lo mejor, de vivir y de vivirnos en compañía en ese día o en uno que sea próximo. 

 

La Navidad, los días que la preceden, nos recuerdan que siempre tenemos tiempo antes de morir para una metanoia. El corazón de Machado esperaba “hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”. No se le otorgó, pero su esperanza era nobilísima y ejemplar. Basta con mirar un árbol, con percibir alguna de sus hojas.  Y nosotros podemos expresar también un deseo de milagro si lo precisamos, ante el milagro mismo que nos rodea y constituye, porque la Navidad anuncia conjuntamente que Cristo nació y que el sol invicto renace iniciando en nuestra latitud su carrera hacia el norte; el invierno se inicia, pero augura la milagrosa primavera.


Entramos, acabando noviembre, en los preámbulos de celebración, sea cristiana, agnóstica o atea, pues las diferencias más importantes no son las que se dan entre cosmovisiones diferentes, sino en los corazones humanos. Y uno es muy afortunado cuando puede celebrar con viejos amigos, coetáneos, que muchos días, más lentos y tanto o más gozosos que estos, fueron niños, adolescentes y jóvenes que compartieron aulas. Hace ya 53 años que terminó el colegio para quienes nacimos en el 53 (o con meses de diferencia), año en que se publicó el modelo del ADN. Desde entonces, el conocimiento del mundo ha crecido de modo asombroso.

 

Ayer celebramos la próxima Navidad, una más. Estuvimos juntos como tantas otras veces para reencontrarnos, para comer y reír gozosamente como los adolescentes que fuimos y que, en cierto modo, volvemos a ser, porque los 70 años marcan también la posible neo-adolescencia en la que, jubilados, podemos contemplar y disfrutar mejor, con una sensibilidad más receptiva, de todo lo bueno y bello que nos rodea. A eso nos convoca la vida, a vivirla de verdad, a saborear lo maravilloso, tantos “mirabilia”, como decía Le Goff.

martes, 31 de octubre de 2023

DIGITALIZACIÓN. 1. Ordeno mi ordenador.

 

 
       Para bien y para mal, la digitalización forma parte “natural” de nuestro mundo y relaciones personales. Influye en todos los ámbitos imaginables. 


      Los sistemas informáticos permiten hacer pagos con un teléfono “móvil” y también que podamos ser estafados. Se usan para indagar en trazas de partículas elementales y también en el perfeccionamiento de armas de destrucción masiva.


La informatización de sistemas y vidas permea todo, desde stocks en supermercados, hasta la investigación de lenguajes arcaicos. Se habla de nativos e inmigrantes digitales. El caso es que quien no tenga cierto hábito con teclados puede pasarlo muy mal y cada vez peor en este siglo, tan parecido en todo lo demás, incluyendo guerras, a los precedentes.


Recuerdo que hace muchos años había visto en la Facultad de Ciencias de Santiago de Compostela un conglomerado de cables conectados de modo complicado. Alguien me dijo que era un cerebro electrónico. Por esa época, antes de entrar en la universidad, había oído que los estudiantes de ciencias aprendían un lenguaje extraño que se llamaba “Fortran IV”. Poco más tarde, no se hablaba de cerebros electrónicos, sino de computadores. También empezaron a sonar términos como “hardware” y “software”. La llegada de la microelectrónica, incluyendo el desarrollo maravilloso del transistor, supuso una revolución, al evitar el uso de válvulas de vacío en procesos de computación. Se eliminaban también las tarjetas perforadas en computación, aunque, en Oriente principalmente, se conservaban los ábacos.


   Es curioso ver cómo ha ido llamándose de diversos modos a lo que muchos denominamos ordenador. El diccionario de la R.A.E. ha seguido la propia evolución de tal artefacto y concibe ahora el propio término “ordenador”equivalente al previo, “computadora” o “máquina electrónica que, mediante determinados programas, permite almacenar y tratar información, y resolver problemas de diversa índole”. Nuestros ordenadores de sobremesa hacen ya mucho más que lo que el mismo Diccionario entiende con el término cómputo, es decir “cuenta o cálculo”


Había quienes hablaban de “lenguaje máquina” y de “ensambladores” como el Fortran, que permitían una programación más fácil, y que se hizo intuitiva (en mayor o menor grado) con los llamados lenguajes de alto nivel, un nivel que no ha parado de crecer, a tal punto que hemos alcanzado la época de la llamada inteligencia artificial y hay quien curiosamente retorna al viejo concepto de cerebro electrónico para fundamentar una delirante perspectiva transhumanista. 


Desde la popularización y la aparición de ordenadores domésticos, se hicieron claras las primeras aplicaciones: el cálculo, el juego y el proceso de textos, incluso toscos dibujos con lenguajes como “Logo”. Después vendría internet, la localización GPS y todas esas maravillas que nos harían difícil retornar al mundo del siglo XX. Recuerdo que, en los años 80 de ese siglo, hube de recurrir al centro de cálculo de la universidad, que impresionaba, para el análisis estadístico de los resultados de mi tesis doctoral, algo que ahora podría lograr usando un sencillo programa estadístico o incluso una hoja de cálculo y, con más paciencia, hasta la calculadora que hay en cualquier móvil. En esa época tuve un primer modelo casero que me servía sólo como procesador de textos, algo mejor que mi máquina de escribir, que no perdonaba errores de teclado. Un procesador es, para la R.A.E. una “unidad funcional de una computadora u otro dispositivo electrónico que se encarga de la búsqueda, interpretación y ejecución de instrucciones”. Las instrucciones no eran tan simples como ahora, que se han hecho casi inexistentes.


Más tarde, uno de esos lenguajes intuitivos, ”Basic”, en un “PC (personal computer)”, me abrió la mente a la maravilla de la simulación de procesos químicos y biológicos. Antes ya se hablaba de los “autómatas celulares”, con los que Martin Gardner popularizó el “juego de la vida” de John Conway, y que acabaron dando lugar a una sistematización realizada por Stephen Wolfram en su célebre libro “A New Kind of Science”. En cierto modo, se podía sustituir una aproximación diferencial por una discreta, donde la unidad era mostrada por un pixel; más tarde se hablaría, en aplicaciones médicas, del voxel, pero eso ya es otra cosa.


Durante unos cuantos años, la información que uno podía manejar en su propio ordenador era bastante limitada, en términos de bytes, pero, con bastante rapidez, se pasó a sucesivas potencias de diez, siendo términos comunes hoy los Gigabytes o “gigas”, y existiendo ya sistemas de almacenamiento personales o en eso que llaman la nube pero que es bien terrestre, que muestran prefijos poco usados en otros campos: “tera”, “peta”, “exa”, “zetta” … Tanto la capacidad de almacenamiento como la velocidad de proceso de computación facilitaron la aplicación de los computadores a todo lo que es ampliamente conocido. A la vez, la miniaturización permite que todo eso no sólo sea disponible en una pantalla de sobremesa, sino en un teléfono portátil (“smartphone”) e incluso un reloj de pulsera (“smartwatch”). Las consecuencias buenas y malas de tal avance tecnológico son ampliamente conocidas… y también muy desconocidas, con derivas delictivas. Por “whatsapp” podemos conectar con un ser querido que esté en otro continente, pero también desde esa lejanía podemos ser estafados por un suplantador si nuestra vigilancia, cada día más necesaria, decae. 


En alguno de esos años de avance desde la construcción del “ENIAC”, aparecido poco después del “Colossus”,con el que Turing descifró el código Enigma, hasta la actualidad, se dio un cambo de término; en general, ya nadie habla de computadora, que hace referencia al cálculo, al menos en nuestro medio, sino de ordenador. Es un término curioso porque un ordenador no obedece a su nombre, precisándose que un agente humano (a veces auxiliado por programas) ordene lo que esa máquina almacena.


Hay algo que facilita el desorden en un ordenador, algo que no ocurría tanto antes de su uso. Podemos hacer una comparación con cualquier conjunto de cosas manejadas analógicamente, como una biblioteca o álbumes de fotos. Una diferencia esencial estriba en el coste económico. Los libros son más o menos caros, las fotos en película y papel específico también; en cambio, lo que guardamos en un ordenador tiene un coste mucho menor, habiendo mucho material gratuito (cada vez menos), lo que propicia una tendencia a guardar no sólo información sino también mucho ruido.


Podemos ordenar cuando guardamos cosas, o datos por decirlo de modo general, acción que parece obedecer a uno de tres afanes, el de acumular, similar al síndrome de Diógenes, el de coleccionar y el pragmático. 


Un ordenador nos propicia que guardemos todo, pero eso generará la dificultad de un uso adecuado de lo que tenemos. En él podemos distinguir espacios de biblioteca, de archivo, de filmoteca, ludoteca, discoteca o un banco de fotos, entre otros. Los buscadores de internet también facilitan la colección de “links” que, como tantas imágenes, quizá no volvamos a visitar jamás. 


El afán de coleccionar parece más frecuente que los análisis que de él se hacen. Walter Benjamin trató de “hacer posible una mirada sobre la relación del coleccionista con sus riquezas” en su libro “Desembalo mi biblioteca”. Una biblioteca física supone un peso que se hace evidente cuando se quiere trasladar, como le ocurrió también a Alberto Manguel, que llegó a acumular unos 35.000 ejemplares. Probablemente ese afán se enraizó en haber ejercido de lector para Borges, cuando a ese gigante literario le sobrevino la ceguera. Siendo grande, la colección de Manguel fue inferior a la de Umberto Eco, que contaba con más de 50.000 libros. 


Suele hacerse con frecuencia una pregunta absurda. ¿Para qué? Está relacionada con la absoluta incompletitud de la lectura por una persona. Si leyésemos en promedio un libro cada día, algo que parece muy difícil, por no decir imposible, leer todos los que guardaba Eco nos llevaría unos 137 años. Y no son tantos libros en comparación con los que hay disponibles a escala mundial. Wikipedia nos dice que en la Biblioteca del Congreso de EEUU hay 36,8 millones de libros. Es obvio que lo que podemos leer a lo largo de la vida, con un tiempo adecuado, es una fracción minúscula del campo de elección disponible. Y lo que podemos recordar de todo ello será una fracción mucho más pequeña. Pero ese mínimo tiene que ver, en su composición, con los ordenadores. ¿Qué leer? Alguien dirá que basta con un libro, el sagrado. Muchos, en la práctica, pensarán que ninguno. Otros, que serán los necesarios para ejercer una profesión. También habrá quien lea por puro placer. Se priorizará la literatura por unos a la vez que otros se interesarán por libros científicos, ensayos, ficción... Se invocará a los clásicos, como hizo Italo Calvino, o se llegará a proponer un “Canon”, como propuso el genial Harold Bloom, quien también publicó un precioso libro entre muchos más, “Cómo leer y por qué”, dos preguntas íntimamente imbricadas.


La tarea de ordenar un ordenador supone un esfuerzo casi cotidiano si no quiere uno perderse en una selva de bits. Un esfuerzo innecesario, porque no es ni mucho menos imprescindible aspirar a la completitud, inalcanzable por otra parte, que supone tenerlo “todo”. 


Estoy embarcado últimamente en la tarea de ordenar y podar la colección de fotos digitales que he ido almacenando. Son muy pocas las que merecen ser guardadas, sea por calidad, originalidad o resonancia afectiva. Quizá las relevantes ocuparían un espacio físico, de ser impresas, inferior al de los pocos álbumes convencionales que conservo de la era analógica. Al irlos clasificando a la vez que los obtenía, tanto los libros electrónicos como los artículos de múltiples disciplinas que he ido acumulando están perfectamente ordenados y son localizables en segundos, pero sólo una fracción de todo ese material fue o será leída y me llevó un tiempo considerable establecer ese orden. 


Si, a la vez que uno no se conforma con un ordenador propiamente personal, sino que desea, desde él, conectar con otras personas sin perderse en una pseudo-comunicación inútil que perturba la comunicación real, se hace cada día más claro que la digitalización de la vida puede suponer un plus de desasosiego y de sinrazón en ella.


Llevamos millones de años siendo analógicos. Hemos escrito desde hace sólo unos pocos miles de años y usamos casi de forma cotidiana el ordenador desde hace pocas décadas. Tal aceleración, con efectos fantásticos a la hora de facilitarnos muchas cosas incluyendo la comunicación, no se ha traducido, sin embargo, en hacernos mejores. Al contrario, la hiperconectividad, las plataformas personales de ocio, la planificación extrema de los detalles más nimios de nuestras agendas incluyendo los viajes, la acumulación de fotos que nunca veremos, la eliminación de tradicionales prácticas manuales y, en un grado alarmante, la sustitución de empleados humanos por máquinas, están promoviendo un aislamiento tanto más brutal cuanto más necesita uno de otros, de personas cercanas (en modo presencial diría un moderno). El teléfono es un buen símbolo al respecto, sirviendo para todo lo que sirve un ordenador de sobremesa, incluso para hablar con alguien, algo que pocos hacemos. No hace tantos años, había un teléfono en cada casa (no en todas) y una guía de todos ellos. A la vez, si alguien tenía necesidad de hacer una llamada estando en la calle, podía recurrir a una cabina telefónica o ir a un café (en casi todos ellos había teléfono público y también guía). Si hoy alguien pierde su móvil, está sencilla y traumáticamente perdido, y no sólo por no poder telefonear (aunque un buen samaritano le deje un móvil, ¿qué hace sin sus “contactos”?). No sólo se pierde un aparato muy útil, también puede perderse mucho más si quien lo encuentra lo “hackea”.


La nostalgia no conduce a nada, pero el recuerdo sosegado sí. Yo entro en el grupo de personas que han vivido gran parte de su vida en el siglo XX. La reflexión que aquí he presentado es introductoria a algunas más que pretendo sobre los efectos de la digitalización en nuestras vidas.  

 

viernes, 20 de octubre de 2023

Dios también está en “Tierra Santa”.



 


    Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt. 5, 44)

 

    “Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".


        En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.


No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros. 


Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.


Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.


Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado. 


Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.


Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.

  

Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular. 


Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor. 

  

Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.


La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.

 

 

 

jueves, 21 de septiembre de 2023

21 de septiembre. Día del "alzheimer"


 


            En diferentes publicaciones médicas se habla de la detección “precoz” de la enfermedad de Alzheimer en un examen oftalmológico apoyado por la inteligencia artificial. 


            Es un paso importante… para quien dedica sus esfuerzos a investigar ese horror. Es dudoso que quien lo vaya a padecer quiera realmente saberlo, siendo así que no hay ninguna alternativa terapéutica claramente eficaz para curarlo o evitarlo.


            Ya hubo intentos previos, de tipo genético, enfocados a posibles marcadores como el gen de APOE-e4. Se siguen haciendo, se proporciona probabilidades. Y son bien conocidas las recomendaciones con interés preventivo: vida “sana”, hacer sudokus o jugar al ajedrez, aprender poemas, etc. 


            Y, sin embargo, de momento, un diagnóstico de demencia (no sólo la de Alzheimer) es lo que es, una condena al mismísimo río que da nombre a este blog. A veces empieza con depresión, asociada o no al terror sentido de la afasia. No es para menos.


            Uno olvida casi todo. No todo. Y eso, el no todo desconocido desde fuera, hace a esta enfermedad, al conjunto de demencias más bien, algo terrible. Resulta que uno es lo que recuerda de sí mismo. Nos calientan la cabeza los gurús mindfulneros que nos instan a vivir el momento presente, y tienen su parte de razón ante obsesos por el futuro, pero, sin pasado, por olvidado, ni presente hay, tampoco futuro; sólo la nada. Ni siquiera existe la fuerza nauseosa sartriana ante esa nada. Nada. Nada, una eterna, insólita muerte en vida.


            O quizá no, quizá quede algún rescoldo. A veces se percibe muy crudamente. Aunque quien un día “tuvimos” ignore que quien está delante es hijo y tiene nombre. Por eso, es crucial mantener con la máxima sensibilidad y compasión (en el buen sentido, de un pathos compartido malamente), el respeto a la persona enferma, porque nadie ha logrado indagar aún en su mente, porque nadie es capaz aún de saber si aquí y ahora esa persona demente tendría algo importante para ella por decir o por escuchar. Son insuficientes los progresos al respecto en imagen funcional. Sabemos que la persona enferma querrá ir a casa, a su casa, que ya no existe desde hace muchos años, pero que sí, que era la suya, la de su infancia.


            Queda un resto, que nos juzgará a quienes no hayamos sabido verlo y responder a eso. A quienes no hayamos entendido que la imposibilidad de comunicación no implica una muerte en vida. Y queda la gran esperanza de que la casa paterna, esa de quien, como demente, la reclama, acabe siendo la del Padre con mayúsculas, la de Dios mismo.


            En tanto no haya curación ni cuidados paliativos mínimamente eficientes, sólo queda la pobre ayuda de la escucha atenta, de la caricia que tantos no hemos sabido dar.

domingo, 17 de septiembre de 2023

La vocación médica

 





        La reflexión puede darse desde lo que se sabe y también desde la ignorancia. Es por ello, por la asunción de la propia ignorancia, que acepté la amable invitación del Prof. Dr. Vaschetto a pronunciar una conferencia telemática dirigida a sus alumnos en la cátedra de Salud Mental de la Facultad de Medicina de Buenos Aires el día 15 de Septiembre de 2023. A tal fin redacté como texto de trabajo el que ofrezco a continuación.


VOCACIÓN

 

El término “vocación”, procedente de la “vocatio” latina, alude a una llamada. 

 

Cuando ocurre, asumimos que alguien nos llama para algo. Eso, a veces, es muy claro, como le sucedió al Dr. Valentín Fuster. Siendo muy joven fue animado por el Dr. Farreras a estudiar Medicina. Tras morir su mentor a los 49 años a causa de un infarto, el Dr. Fuster decidió hacerse cardiólogo, ejemplificando así no sólo la importancia de toparse con alguien decisivo, sino el afán por luchar contra la enfermedad que lo arrebata. Puede influir también que en la familia haya médicos o enfermos crónicos. También haber leído Literatura, Historia o Filosofía, relacionada con la Medicina. Incluso esa llamada puede proceder, en la perspectiva de un creyente, de Dios. Y también, quien llama a uno, incluso de modo determinante, puede ser lo desconocido de sí mismo, su inconsciente. 

 

A veces, la vocación se siente muy pronto, antes de decidir iniciar los estudios de Medicina, pero es más frecuente, por lo que he ido viendo en magníficos compañeros clínicos, que se vaya produciendo a lo largo del ejercicio profesional, como algo dinámico. Fluctuará, crecerá o disminuirá, adquirirá matices a lo largo de los estudios de licenciatura y con el ejercicio clínico. Vocación y tarea cotidiana se influyen mutuamente en un modo de ser. 

 

La vocación médica, si se da, va dirigida a algo que siempre es el cuidado directo o indirecto de otros; de no ser así, aunque se dé tal cuidado, hablaríamos de una elección profesional, laboral, por el motivo que sea, pero no de vocación real. Las vocaciones sanitarias y, entre ellas, la médica, son un ejemplo de ese cuidado dirigido a otro ser humano, pero también lo son otras muchas que tienen que ver con el modo de mejorar la vida de los demás o del cuidado de otros seres vivos. Nos dice Heidegger que uno es llamado hacia el “sí mismo propio”. La vocación médica sería un modo de responder a esa propiedad singular y así podría decirse que, al menos en un sentido, cuidando a otros uno se cuida a sí mismo. Esa propiedad de la vida de uno la extendía Rilke a la muerte solicitando a Dios eso, que fuera la propia.

 

SER MÉDICO

 

            Concretemos un poco más reflexionando sobre lo que significa ser médico.

 

Ser médico supone un saber y un saber hacer con eso que se sabe, algo que implica una personal visión del ser humano y no sólo de su organismo. Algo que remite epistémicamente a algo más que el saber biológico y clínico, a una tarea antropológica, filosófica, y al cultivo de la ética, sabiendo que lo más noble puede pervertirse incluso en un grado extremo como ocurrió en Auschwitz.

 

Tradicionalmente, el objetivo de la Medicina ha sido la curación del paciente. Troudeau iba más lejos cuando afirmaba que un médico podía, e implícitamente debía, curar a veces, paliar con frecuencia y consolar siempre. Esos tres elementos comprenden la relación clínica singular, siempre única, aunque se repita en muchos pacientes. 

 

            Pero procede incidir sobre el valor exclusivo del cuidado tradicional que ejerce un médico clínico. Hay quien no ve enfermos y, sin embargo, puede ayudarlos más que quien los diagnostica y trata. La medicina preventiva, por ejemplo, puede aumentar más la esperanza de vida que cualquier tratamiento en uso, incluso en el primer mundo. Eso ocurre ocurrió y sigue ocurriendo de modo muy claro en el caso de las vacunas. Los ejemplos en el ámbito higiénico son muy abundantes. A la vez, la investigación básica y aplicada, con una atención especial al hallazgo empírico, puede resolver enfermedades que carecían de tratamientos efectivos. Un caso muy ilustrativo fue el descubrimiento de la penicilina por Fleming. El saber teórico funda y se realimenta con la investigación básica y clínica. El atomismo, con Virchow, desbarató enfoques continuistas, con la concentración de la mirada en la célula. Esa mirada, microscópica, fundó la anatomía patológica moderna y se reforzó por la comprensión de la biología celular mediante los enfoques bioquímico y genético, que centran la inmensa mayoría de publicaciones biomédicas, echándose en falta una relativa carencia del enfoque biofísico. 

 

UN CONTEXTO EVOLUTIVO EN LA MEDICINA

 

            Todo médico lo es en su circunstancia histórica. No estamos en la época de Galeno ni en la de Avicena o la de Koch. La evolución de la Medicina parece darse de un modo claramente acelerado. Un hito como la publicación del modelo del ADN se dio en 1953. Nací en ese año y, a lo largo de mi vida, vi cómo veinte años después se discutía en Asilomar el uso de técnicas de ADN recombinante. Tras otros diez años (1983), la genética humana moderna se iniciaba propiamente con los polimorfismos de restricción del ADN. En esa década fue descubierto y refinado el método de amplificación conocido como PCR (polymerase chain reaction). No recuerdo fechas concretas, pero fui testigo de la modernización de los servicios de radiología, ahora llamados ya, con frecuencia, de imagen, con el uso cotidiano de la ecografía, el TAC, la RMN, el PET… y no sólo con finalidad morfológica, sino también funcional. Y ahora mismo estamos en expectativa de lo que puede suponer, no sólo para bien, la inteligencia artificial en sus diferentes modos y posibilidades, especialmente la llamada generativa.

 

            Vivimos tiempos también marcados por la importancia de la gestión de recursos asociada a una tendencia a la industrialización de procesos médicos, susceptibles de brillos de certificación y acreditación de calidad. Y, obviamente, los enfoques políticos y agentes económicos cobran cada día un mayor papel, para bien y para mal, en la organización sanitaria 

 

            En este contexto, hay dos elementos que quisiera resaltar, por su constancia a lo largo de la historia de la Medicina y en su actualidad:

 

1.     EL CARÁCTER PROPIO DE LA MEDICINA

 

La Medicina no es una ciencia, aunque su avance se deba a ella. Es más bien un arte que sigue requiriendo la mirada del médico basada en su saber y en todo su ser, incluyendo su propia subjetividad, que no puede obviar. 

Una mirada que, aunque sea especializada en órganos concretos, jamás puede prescindir de la perspectiva global del paciente y sus circunstancias, y que, a la vez, se da en un marco inherente a la política sanitaria de cada país, ante cuyos posibles excesos el médico ha de ser coherente con las exigencias éticas. 

 

Estamos asistiendo a una hipertrofia de la especialización en contraste con la mirada generalista, a la vez que se sigue primando la atención a casos agudos y se ignoran en buena medida los problemas crónicos, siendo ejemplo al respecto las enfermedades degenerativas. La creciente complejidad que cada especialidad comporta, facilita que el médico cierre su mirada más allá de su campo, lo que tiene como consecuencia para muchos pacientes que se vean abocados a peregrinaciones inter-consulta con consecuencias nocivas en lo que respecta a eficiencia y a posible iatrogenia.

 

También el enfermo se va viendo en atención desigual por su edad. Aunque el número de pediatras no sea óptimo, es claramente superior al de geriatras. Por otra parte, en muchos países, en España ocurre, se da una frecuente óptica hospital-céntrica que bloquea el recurso a otros hospitales del propio país o del extranjero en los que una fracción de pacientes con enfermedades raras puedan ver su salud mejorada por la deriva a centros con mayor experiencia casuística.

 

2.     LA SUBJETIVIDAD Y ACTIVIDAD DEL MÉDICO.

 

El médico ha de saber Medicina y ha de saber aplicarla. Ha habido series sobre médicos en las que se ha realzado el saber técnico sobre la empatía y viceversa. No cabe tal comparación, por absurda. 

 

El médico tiene la obligación ética del estudio constante, de estar al día, como suele decirse coloquialmente, pero, a la vez, le es exigible compasión, un pathos que resuene con el del paciente, aunque se conserve la distancia terapéutica. Ambas características, estudio y atención clínica pueden muy bien ser unidas en un solo término, amor. Sólo desde el amor puede saberse y ejercerse adecuadamente la Medicina. Un amor que no es sensiblería, sino que se rige por la necesaria “aequanimitas” alabada por Sir William Osler. La preciosa oración de Maimónides es tan antigua como vigente al respecto.

 

También la necesaria distancia terapéutica es compatible con la receptividad amorosa si se da una buena dosis de “aequanimitas”, con la que podrá el médico asumir sus limitaciones y errores y, de forma cotidiana, algo tan difícil de soportar como es la incertidumbre.

 

Desde Heisenberg, sabemos que hay relaciones de incertidumbre para variables conjugadas en el caso de partículas elementales. Pero también a escalas micro, meso y macroscópicas, los efectos del azar por múltiples variables independientes, o los de la no linealidad que ejemplifica el caos clásico, dificultan la realización de diagnósticos y pronósticos. En una situación clínica esto es especialmente claro; pocas veces una prueba diagnóstica tiene una sensibilidad y una especificidad del 100%, algo que podemos apreciar prácticamente en cualquier curva ROC. En muchas ocasiones, aunque no se cuantifique, se da una incertidumbre en el diagnóstico o en la respuesta que habrá ante un medicamento, una incertidumbre que puede requerir asumir el riesgo letal. No es infrecuente que se trate de conjurar la incertidumbre mediante la realización de un exceso de pruebas complementarias, con el coste, carga emocional y potenciales efectos de ruido que comporten, traducido no pocas veces en iatrogenia. No cabe duda de que la seguridad del médico aumenta con su conocimiento, pero siempre se darán circunstancias en las que haya de soportar el peso de la incertidumbre.

 

También esa incertidumbre puede dar lugar a un efecto perverso, el de compartirla con el paciente, confundiendo su derecho a ser informado con el deber de serlo, aunque no lo solicite, y así, como coraza falsamente protectora, puede serle proporcionada información más allá de la necesaria, más allá del respeto a su autonomía, y que obedece meramente a una actitud defensiva por parte del médico. 

 

En su magnífico libro “The Laws of Medicine”, Mukherjee argumenta la ausencia de una legalidad en Medicina similar a la legalidad física, pues el ejercicio clínico con mucha frecuencia se realiza soportando incertidumbre, imprecisión e incompletitud. No cabe, en la relación clínica, aspirar a una legalidad similar a la existente en Física.

 

Es natural y legítima la aspiración a ser buen médico y destacar como tal, tanto por satisfacción personal como a efectos de una leal competencia entre colegas, algo necesario para la propia profesión. No obstante, la pesada carga cientificista que ha ido impregnando la Medicina moderna ha primado el exceso cuantificador del curriculum, concebido como colección de publicaciones, más que de características bondadosas profesionales no cuantificables. Y es así que una carrera profesional puede regirse cada vez más por la obsesión bibliométrica con los índices de impacto correspondientes. Esa deriva cuantificadora facilita la tentación de no pocos médicos e incluso de investigadores básicos llevándolos a publicar lo más posible y, por ello, induciéndolos a trabajar en las llamadas líneas “productivas”. A esa “productividad” se ven llevados también los jóvenes investigadores, marginando la creatividad y la curiosidad tan propias de esa etapa vital y que necesitarían de tiempo adecuado para satisfacerlas.

 

Estamos en una dinámica de frenesí curricular que no sólo trae buenas consecuencias. En cualquier búsqueda que hagamos en Pubmed, nos encontraremos con más ruido que información real, cuando no con casos de fraude. La realización de meta-análisis y revisiones “paraguas” suponen un trabajo cada vez más necesario para separar el trigo de la paja.

 

 

3.     ¿QUÉ DESEA EL MÉDICO? 

 

            La respuesta a esta pregunta parece sencilla pero no lo es tanto. Podría decirse que el médico desea curar a cada paciente bajo su cuidado o ayudar a otro compañero a hacerlo mediante la realización de pruebas complementarias. Pero ocurre que más bien, en no pocos casos, lo que desea un clínico es alargar la vida de sus pacientes. Parece lo mismo, pero no lo es; se da un salto de lo singular, del uno por uno, a lo estadístico. Y se toma como objetivo la duración biológica más que la propiamente biográfica. En Oncología, esto se muestra de modo muy gráfico con la diana de las medianas de supervivencia, una visión estadística que fue deliciosamente criticada por el gran Stephen Gould, que sobrevivió a un mesotelioma (años más tarde moriría de otro tipo de cáncer).

 

La importancia de los llamados “outliers” en las figuras estadísticas fue también subrayada por Mukherjee. No son algo a descartar sin más, sino que pueden incitar a un estudio novedoso. Un ejemplo de casos extraños lo proporciona el conjunto escaso de regresiones espontáneas de tumores, algunos metastásicos, que se publican cada año.

 

Una de las grandes tentaciones en el ejercicio clínico parece ser el “furor sanandi”, como tantos otros en los que se persigue la prolongación de la vida a cualquier precio. Ya hubo ejemplos históricos con las llamadas cirugías radicales. El “furor sanandi” responde a un deseo cuantificador expresado en tiempos de supervivencia o de cualquier otro modo, y atiende a la estadística de una enfermedad, más que a la singularidad de cada enfermo. Es así un excelente caldo de cultivo para una hiperproducción de fármacos costosos con escasa innovación real, así como para la medicalización de lo normal.

 

Cuando es el propio médico el que está afectado de una enfermedad grave, suele rechazar que otros se empeñen en una lucha tan dura como infructuosa en busca de una curación improbable. Hay testimonios, pocos, de médicos desde el otro lado, cuando ellos mismos son pacientes, pero no suelen leerse. Uno de ellos fue el caso de un joven neurocirujano, Paul Kalanithi, muerto a los 36 años por cáncer de pulmón, y que redactó el libro “Recuerda que vas a morir: vive”, de edición póstuma. Entre médicos sanos parecen darse con cierta frecuencia dos formas de imprudente relación con la enfermedad, la hipocondríaca y la nosofóbica, asumiendo que los enfermos siempre son los otros. Otro neurocirujano, Henry Marsh lo recordó en su segundo libro “Al final, asuntos de vida o muerte”.  Suponerse inmune a la enfermedad propicia una excesiva distancia terapéutica; la película de ficción “The Doctor” es interesante al respecto.

            

 

LA NECESIDAD DE SITUARSE

 

            Finalmente, me referiré a algo que no parece especialmente interesante desde el punto de vista de una medicina exclusivamente científica.

 

La relación médico-paciente no es la de un estudioso con su objeto de estudio, sino algo que trasciende lo epistémico y lo técnico; es un encuentro biográfico, un “diálogo” diagnóstico, preventivo y terapéutico en el que ambos, médico y paciente, pueden enriquecer su vida.

 

No siendo un objeto sino un sujeto con lo que se relaciona el médico, no cabe la menor duda de que la Literatura relacionada con la Medicina facilitará, iluminándolo, el encuentro clínico. Autores como Tolstoi, Mann, Waltari, Bulgakov, Berger y tantos otros parecen importantes, como lo son quienes han reflexionado a partir de su práctica clínica, entre los que cabría citar a Nuland  y a Yalom. Pero la Literatura clásica en general es recomendable y así lo pensaron figuras como Laín Entralgo y William Osler, ellos mismos dignos, con Marañón, de ser leídos.

 

A la vez, parece crucial comprender el momento actual a la luz de la Historia de la Medicina. Por ejemplo, creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista. El efecto placebo, tan bien analizado por Jo Marchant, sigue siendo importante en el caso individual y no sólo como ruido a tener en cuenta en ensayos clínicos. Cité a alguien muy actual que me parece especialmente relevante por sus textos sobre Historia de la Medicina, Siddhartha Mukherjee.

 

También el planteamiento filosófico parece crucial, teniendo en cuenta a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da, para bien y para mal, al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad.