“Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt. 5, 44)
“Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".
En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.
No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros.
Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.
Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.
Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado.
Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.
Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.
Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular.
Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor.
Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.
La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.
Cierto. Aprendemos el odio? Sí, y también podemos desaprenderlo. Afortunadamente, de las dos religiones involucradas aquí ninguna es el cristianismo. Pero en otros tiempos, sí. También hay masacres de musulmanes por parte de budistas, de hindúes por musulmanes. Nada, o casi nada de esto aparece en sus libros de referencia, en sus raíces, digamos. La responsabilidad en parte es en los predicadores extremistas que fomentan el odio, los prejuicios y, aprovechan las desigualdades e injusticias en beneficio propio.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alan, por tu comentario.
EliminarSí. También ahí el cristianismo no fue precisamente ajeno a guerras con fondo religioso. Y fuera de ahí, cristianos contra cristianos fue algo común durante unos cuantos siglos.
Lo peor de cualquier religión es ver en el otro, en quien disiente de un dogma, la encarnación del mal y, desde esa posición, llegar a extremos como los que la propia Historia nos muestra. Dogma que puede responder a una religión tradicional o a un pagaismo como el racismo nazi.
El odio es contagioso. En ese sentido, puede "aprenderse" o cultivarse, como dices. Y también ocurre lo mismo con el amor. Victor Hugo lo mostraba con su personaje J. Valjean en "Los Miserables". Quizá sea más fácil aprender a odiar que a amar, pero todo el mundo puede cambiar a mejor. Resulta llamativo que el propio término "amor" suene, fuera de ámbito romántico, como ñoño, empalagoso, cursi...
Me parece inconcebible que en este siglo de tantos avances tecno-científicos, todos ellos se hayan enfocado en la relación entre grupos humanos a la destrucción del otro. A la vez, la diplomacia parece inmune a atender al amor, a no odiar aunque sea por razón pragmática, como perversamente decía "D.Vito Corleone".
Mientras sigamos en una dialéctica infantiloide de buenos y malos, tendremos el riesgo perenne de jugar como niños pero con juguetes masivamente letales. Y, al final, para bien del comercio.
Un abrazo
Javier
Querido Javier: La guerra forma parte las tinieblas que también habitan en el corazón, parafraseando el título de la obra de Conrad. En nombre de los ideales -religiosos, políticos y tantos otros- se cometen acciones de barbarie, pero también las que dignifican la condición humana.
ResponderEliminarEl amor, por desgracia, no nos salva de que, en determinadas condiciones, lo peor de cada uno de nosotros pueda asomarse de forma inesperada.
Lo que en esta ocasión se añade a tanto dolor y muerte, es que la información se ha intoxicado de tal manera a través de las redes sociales y plataformas que valores tales como la responsabilidad y la verdad, se descomponen, se disuelven en una suerte de anestesia, porque tenemos un límite en la medida del horror que podemos soportar. Concuerdo plenamente contigo en que los números de bajas nos aleja. Solo podemos experimentar algo del espanto que se está viviendo a través de las pequeñas historias, los relatos que nos permiten identificarnos con sus protagonistas. Steven Spielberg entendió muy bien que la historia del soldado Ryan, uno entre millones, era la que podía conmovernos.
Gracias por tu reflexión.
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias por tu comentario.
Tocas tres puntos que me parecen esenciales.
El primero es que el amor no nos salva de que lo peor de uno mismo aflore. Desde luego. Sería de una ingenuidad escandalosa sostener lo contrario, y quizá en mi entrada se haya podido entender ese exceso. Por supuesto, no soy, como nadie lo es, inmune a que el propio odio surja en mí y sin necesidad de algo tan extremo como lo que puede ocurrir en una guerra.
Sobre la intoxicación que acompaña a la información, creo, como tú, que se amplifica con las redes. El periodismo de guerra parece haber desaparecido, sustituido por imágenes que sustentan el desconcierto.
Finalmente, el ejemplo de esa película de Spielberg es luminoso. La película empieza con una cantidad de muertes extraordinaria en el desembarco. Bueno, cuenta salvar a Ryan. Lo estadístico nos ciega ante el mal ocasionado a cada uno, como si fuera igual la muerte de 637 personas que la de 636 o 638, ya no digamos en el caso de miles.
Hay algo más que dices al principio. Desde la ingenuidad, creo que muchos pensábamos que esos ideales religiosos o políticos se atenuarían con el avance científico, pero ya vemos que ocurre todo lo contrario, que el avance tecnológico es un arma más a favor de esos ideales. Sucedió con la fisión atómica y ... que no siga por ahí. Al final, el mercado armamentístico se beneficia.
Un abrazo,
Javier
Me cuesta mucho escribir sobre esta guerra “humana, demasiado humana”. Una vez más, recurro a la música para que hable en mi nombre. En concreto, “Quatuor pour la fin du temps” de Olivier Messiaen, uno de los grandes músicos del siglo pasado.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, Javier.
Miguel.
Muchas gracias, por usar ese recurso tan bueno como es la música.
EliminarUn gran abrazo
Javier