Mostrando entradas con la etiqueta Conductismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Conductismo. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de noviembre de 2016

La infantilización conductista. Llega la "gamificación"


Ya lo sabemos desde hace tiempo. Hay que aprender jugando, sea inglés o matemáticas. Nada de memorizar aburridas tablas de multiplicar, poemas o ríos de países lejanos. 

Asistimos felices y esperanzados al surgimiento de novísimas vocaciones en esos interesantes días de “la ciencia en la calle”, en los que tantos padres se reafirmarán en la idea de que sus hijos son genios y no vagos como les pudo decir algún insensible profesor (si acaso, tendrán TDAH). Al final, todos, muchos de ellos fervientes admiradores de Punset, soltarán globos al nuevo cielo de la ciencia que se anuncia. ¿Cómo concebir en el contexto de la modernidad o post-modernidad gamificada, la existencia de los viejos deberes? Será tarea de audaces padres el convocar la primera huelga contra esos arcaicos castigos en nuestro avanzado país. 

Sí. De la esencial gamificación hablamos, del “empleo de mecánicas de juego en entornos y aplicaciones no lúdicas con el fin de potenciar la motivación, la concentración, el esfuerzo, la fidelización y otros valores positivos comunes a todos los juegos. Se trata de una nueva y poderosa estrategia para influir y motivar a grupos de personas”. De empoderar, en definitiva. Tal definición, de autoría desconocida para mí (y que, ya gamificado, no intento conocer), es ampliamente recogida en internet.

¿Qué podemos gamificar? Es obvio. Todo. Pero vayamos a lo más importante, a la educación y la sanidad. Yo pensaba que tal palabra, aun no recogida por los sabios pero anticuados miembros de la Real Academia, reflejaba algo de rabiosa actualidad, pero no. Ya el “Horizon Report” de 2014 anunciaba que "lgamificación será una tendencia metodológica que irá penetrando en las aulas". 

Y si a todas luces la enseñanza gamificada parece esencial para resolver los problemas matemáticos más arduos, hay pioneros que nos revelan los magníficos efectos de la gamificación en nuestra salud . 

La aplicación HealthSeeker, por ejemplo, es fascinante. “Los participantes diabéticos tienden a conseguir hitos que mejoran su calidad de vida para conseguir puntos y luego poder publicarlo en las redes sociales, donde están conectados a los demás participantes, también diabéticos” Y es que en la Diabetes Hands Foundation creen que “ningún diabético ha de sentirse solo porque juntos somos más fuertes y tenemos el poder de generar un cambio positivo en nosotros y en nuestra comunidad. 

Otra aplicación, “Mango”, conseguirá eliminar de una vez los problemas con la adherencia terapéutica, también gracias a los puntos que se ganan gamificando la ingesta farmacológica. 

Pero, si es legítimo motivo de orgullo exhibir en Facebook los puntos alcanzados gamificando un tratamiento, más orgullo y dinero supondrá ganárselo a contrincantes en la carrera por llevar una dieta sana y perder peso. La aplicación "Pact" lo hace posible. 

Nuestro país siempre fue adelantado en materia sanitaria y no puede quedarse atrás en la gamificación. Hoy mismo, el Diario Médico, se hacía eco de una novedosa y eficiente iniciativa basada en ella. ¿Qué mejor para una mujer con cáncer de mama que la gamificación para lograr que respire adecuadamente? "La inmersión en un entorno acuático virtual permite a los oncólogos radioterápicos controlar con precisión el impacto de la radioterapia sobre el órgano diana e irradiar en el momento óptimo". Y lo consiguen gracias a eso, a que la paciente logre saber respirar por gamificación.

Probablemente el viejo Huizinga se revuelva en su tumba al ver en qué quedó su “homo ludens”, pero qué le vamos a hacer. No fue capaz de percibir los grandes avances científicos.

Se avecinan nuevos tiempos si no han llegado ya. Serán esos en los que el médico no se refiera ya al cáncer como una oportunidad para crecer, como dicen los psicólogos positivos, ni el psicólogo vea en el despido laboral las carencias de asertividad del despedido, sino que tanto médicos como psicólogos y profesores mostrarán la extraordinaria posibilidad que una desgracia o un trastorno suponen a la hora de ganar puntos (y dinero a veces) gamificando el problema. La autoestima que puede generar la difusión en Facebook de tales logros será considerable y, sin duda, beneficiosa para la salud, el aprendizaje y el empleo. Mediante la gamificación se alcanzarán altas cotas de asertividad, proactividad y resiliencia.

Hasta hace poco, nuestros grandes gestores, incluyendo los de multinacionales, aspiraban a "isoficarnos". Siguen haciéndolo, pero ahora tienen una gran herramienta para lograrlo. La "gamificación" de todo lo que hacemos y de lo que nos acontece, incluso de lo peor, facilitará nuestra servidumbre voluntaria, confundida con felicidad.

sábado, 30 de enero de 2016

Obsolescencia programada, senescencia celular e inmortalidad digital.

La Costa de los Mosquitos es una película estrenada en 1986, basada en una novela homónima. Un hombre, hastiado de la sociedad de consumo americana, se embarca en la aventura de reiniciar su vida y la de su familia en el lugar que da nombre a la película y en donde la naturaleza se muestra propicia. Se las arreglará para llevar una vida utópica, viviendo de los recursos naturales y transformando con su ingenio lo que ese medio le proporciona, creando incluso un sistema de refrigeración, ayudando a nativos, etc.. La realidad, sin embargo, compagina mal con las utopías y el previsible fracaso acaba mostrándose con crudeza.

Ya no estamos en el Neolítico. La Edad de Hierro ha quedado atrás. Seguimos necesitando piedra, madera y metales, pero el plástico y el silicio son los materiales que han contribuido a vivir en un mundo centrado en la ciudad, en el que tenemos cada día más cosas de usar y tirar. Sólo aficionados usan como hobby componentes electrónicos termoiónicos o emulsiones fotográficas. 

Hace unas décadas, proliferaban pequeños negocios de reparación de coches, electrodomésticos y máquinas de todo tipo. Esa actividad prácticamente ha desaparecido. Las cosas, en su integridad o en sus componentes, no se arreglan, se sustituyen.

El término aplicado a los teléfonos portátiles, “móvil”, muestra claramente no sólo esa portabilidad (nombre curiosamente pervertido por las compañías telefónicas), sino la rapidez con la que el propio soporte es cambiado por otro mejor (con más “gigas", “píxeles”, “apps”, etc.). La oferta crece de modo imparable haciendo viejo lo que hace pocos meses era una novedad técnica. Hay ventajas obvias en adquirir un ordenador o un coche mejor que el que tenemos. Pero no todo en ese cambio es bueno. Al margen de implicaciones ecológicas claras, como la que supone acumular un montón de chatarra malamente reciclable, esa corta vida media de los objetos supone algo más. En cierto modo, nos instala en una carrera contra el tiempo, nos apresura. Una máquina de escribir o fotográfica duraba muchos años; uno podía encariñarse con un objeto que le servía para ganarse la vida o disfrutarla. Eso ya no ocurre o, más bien, se da de un modo muy diferente.

Podría pensarse que hemos ganado en libertad por desapego (a nadie le importa el móvil que dejó de usar hace un año), pero no es así. El apego es otro y más alienante, pues va ligado a algo intangible, a datos, siendo los objetos meros soportes productores y receptores de ellos. La obsesión por digitalizar el mundo, nuestro mundo, hace que crezcan indefinidamente nuestras necesidades de memoria, cuyas unidades iniciales (kB y MB o “megas”) son olvidadas, pasándose a hablar de “gigas”, “teras” o “zettas”. 

Dejamos de tener apego a cosas para tenerlo a bits. Y eso va relacionado (casual o causalmente, quién sabe) con la necesidad de confundirnos a nosotros mismos con los bits que podemos emitir en forma de imágenes de nuestra cara, de nuestra mascota, del sitio de vacaciones o como comentarios banales y fugaces en redes sociales. Podemos acumular miles de libros en un “eBook”, aunque no vayamos a leer ninguno y Google nos dirá todos los cánceres u otras enfermedades mortales que pueden explicar nuestro dolor de cabeza o cualquier otro síntoma. También la salud se ha digitalizado de un modo discutiblemente saludable: apps en móviles, historias electrónicas, informes telemáticos y, en breve, el propio genoma personal.

¿Para qué pensar? Basta con sentir y producir bits para reconocerse como alguien en un mundo digital. Al reducir así la biografía, es asumible el delirio de pretender que permanezca tal cual indefinidamente. En pleno auge conductista no sorprende que seamos “identificados” con los bits que emitimos y que, desde esa “identificación”, haya planteamientos de negocio con la posibilidad de que sigamos vivos tras la muerte, y no en nubes celestiales, sino en la “nube”, proporcionada por los grandes ordenadores de almacenamiento y control de tráfico de datos. La compañía LivesOn  lanza una oferta clara: "Cuando tu corazón deje de latir, seguirás tuiteando”. No es muy difícil emular las tonterías que se hayan dicho de vivo y seguir produciéndolas mediante inteligencia artificial. 

Pero, a pesar de la importancia dada al etéreo mundo digital, seguimos teniendo y deseando cosas de usar y tirar porque la modernidad hace fugaz cualquier moda. Podría aducirse que eso ocurre sólo en lo concerniente a ropa, ordenadores y teléfonos y que no hay tal necesidad para cambiar neveras, impresoras o coches a no ser que se estropeen definitivamente, pero los propios fabricantes acuden en nuestra ayuda mediante técnicas de obsolescencia programada que garantizan una vida media corta a cualquier aparato. Es cierto que hay personas empeñadas en ir en contra de esa modernidad, como el movimiento SOP  pero ya se sabe que siempre habrá nostálgicos.

¿Y nuestro cuerpo? También parece obsolescente. De hecho, parece que todos nos moriremos. Nuestras células se comportan como si… Ese “como si” es lo que permite la metáfora, siempre que asumamos que el lenguaje para comprender la vida es forzosamente metafórico si queremos entender algo de ella. 

En esa metáfora, nuestras células también se comportan como si tuvieran una obsolescencia programada. 

Todo lo que hace cada una de nuestras células está codificado en su ADN, una larga molécula contenida en cada cromosoma y que se replica antes de la división celular, con cada una de sus dos cadenas sirviendo de molde para la síntesis de sendas cadenas complementarias. Pero hay un problema y reside en que la síntesis de nuevo ADN sólo se verifica en una dirección (la que se conoce como 5’ – 3’) y resulta que las dos cadenas van en contrario, son anti-paralelas. Eso provocaría lesiones en los términos de los cromosomas, que son evitadas merced a su protección como telómeros, consistentes en una serie de muchas repeticiones de determinadas secuencias de ADN (TTAGGG) y su interacción con proteínas específicas. 

Así, la repetición sirve de resistencia a la degradación, pues los telómeros se van acortando con sucesivas divisiones celulares, lo que explica que, cuando nuestras células se cultivan, sólo puedan reproducirse un número determinado de veces (límite de Hayflick). Ahora bien, hay células que pueden hacerlo indefinidamente, como las células germinales y algunas neoplásicas, para lo que disponen de un mecanismo basado en una actividad enzimática, la telomerasa

El “como si” inicial nos mantiene en la metáfora y nos impide aproximaciones simplistas más allá de asociaciones observables muy claras como la de telómeros cortos en la disqueratosis congénita. La senescencia y la proliferación son las dos caras visibles de un intrincado mecanismo celular aun no desvelado. De hecho, hay formas de cáncer asociadas a telómeros cortos y otras relacionadas con telómeros largos. Nada es simple en Biología.

Nuestro organismo se comporta como si en nuestras células estuviera inscrita una obsolescencia programada. Sólo “como si”. Porque somos nosotros quienes vemos programa e intencionalidad donde no los hay. La diferencia es que, aunque usemos los mismos términos que cuando nos referimos a cosas construidas, hablar de programa en el ámbito de la vida carece de sentido, tanto como hablar de finalidad. Hacerlo sería ir más allá de la ciencia, supondría la creencia, atea o religiosa, pero creencia al fin, y ahí ya nos situamos en otro ámbito.

Dos referencias sobre telómeros:

1. Calado RT, Young NS. Telomere diseases. N Eng J Med. 361: 2353-2365. 2009.

2. Barrett JH, Iles MM, Dunning AM, Pooley KA. Telomere length and common disease: study design and analytical challenges. Hum Genet. 134:679-689. 2015