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miércoles, 7 de abril de 2021

VACUNAS. Conjuntos y subconjuntos.

 



Hay dos afirmaciones contradictorias que flotan en el ambiente en estos días. 

Una es que la vacuna de AstraZeneca es peligrosa porque produciría trombos y, encima, raros, de esos que tocan el cerebro y pueden matar incluso.

Otra es que esa vacuna es segura. Se sostiene en que, a la luz de los datos, parece haber más casos de trombosis en los no vacunados que en los que sí lo están. Casi parecería que la vacuna protege de trombosis desde la mirada estadística simplista.

Y en algunos países esa vacuna se retira de forma cautelar. Y en alguno de ellos, como hoy mismo en España, se retira, también, con gente citada a vacunarse, por parte de una Autonomía. Por cautela, por prevención, dicen, que es no decir nada y decirlo todo y supone frustrar y asustar al personal.

Y surge la respuesta pretendidamente sensata, científica, en forma de pregunta: ¿Qué es mejor, asumir el riesgo de la vacuna o el del coronavirus? Y es que sabemos, a no ser que nos neguemos a ver la realidad, que este coronavirus no se anda con tonterías, ya que muchas veces, demasiadas, mata, que llega incluso a colapsar el sistema sanitario con efectos de morbi-mortalidad general. No sólo induce en pulmones afectados un daño alveolar difuso que puede acompañarse de fibrosis pulmonar con todos los efectos que eso tiene. También puede producir trombos, afectación neurológica, y en no pocos casos también acaba dando la lata en forma de lo que ya se llama “Covid persistente” o “long Covid”. Como hace un siglo la gripe española, este virus nos ha descolocado a base de bien. 

Y cualquiera que tenga sentido común, hará lo sensato, vacunarse, porque su riesgo trombótico al hacerlo es bajo. O no vacunarse porque, si está bien y toma medidas, no contraería la infección ni se expondría a ese potencial riesgo de trombosis quizá asociable a la vacuna pero no perfectamente delimitado. ¿Qué hacer?

La cosa estaría relativamente clara si contáramos sólo con una vacuna, pero hay varias. Y no sólo las que parece que no podemos adquirir por razones políticas o comerciales (la rusa o la china, por ejemplo), sino las disponibles en nuestro medio. En la práctica, aquí tenemos las propiciadas por fragmentos de DNA incluidos en un adenovirus de chimpancé como vector (AstraZeneca) y las basadas en el uso de mRNA modificado (para que no sea destruido por el organismo) e incluido en cubiertas nanolipídicas. Todas esas vacunas, genéticas, se basan en inducir proteínas en nuestro organismo similares a la "Spike" del virus, de forma que nuestras células desarrollen la inmunidad contra esa “llave de entrada” de la que dispone este molesto germen. 

La plataforma de mRNA, usada por Moderna y Pzifer-BioNTech, es absolutamente novedosa y puede suponer un paso trascendental en la génesis de nuevas vacunas y también de tratamientos oncológicos. Es de esperar que el premio Nobel de este año (de Medicina o Química) se otorgue a una de las principales investigadoras en ese campo, Katalin Karikó.

Bueno, la vacuna es la solución. No sólo a escala individual, también grupal (“herd immunity”), esencial para el paso a la normalidad real y salir de esta subnormalidad llamada "nueva niormalidad", eufemismo lamentable donde los haya. Y todas las vacunas probadas en ensayos clínicos y administradas tras ellos han mostrado ser seguras. Pero, siempre hay algún “pero”, la de AstraZeneca (AZ) se ha puesto en entredicho por su asociación temporal con algunos episodios letales (trombóticos o no). Una asociación que todavía se discute si es causal o casual, pero que genera confusión y alimenta negacionismos. 

Y, sin embargo, el problema parece fácilmente analizable desde una perspectiva de matemática elemental, de teoría de conjuntos. Si nos fijamos en el conjunto de vacunados comparándolo con el de no vacunados con AZ, parece estúpido y negacionista prescindir de esa vacuna, porque la tasa de incidencias en el primer grupo es despreciable en comparación con el segundo. Ahora bien, si, como parece, esas asociaciones en el tiempo se confirman y se dan más bien, por ejemplo, en mujeres jóvenes, quizá pase algo y no nos sirva razonar sobre el conjunto total, sino sólo sobre un subconjunto constituido por elementos que comparten algún o algunos factores de riesgo. Y ahí sí podría haber diferencias. 

Seguir optando por hacer comparaciones burdas, mezclando en un solo conjunto todos los vacunados, sin estratificación alguna, supone el pobre triunfo de una concepción atomística entendida del peor modo, alque nos tiene acostumbrados ya el cientificismo epidemiológico, la visión que equipara al sujeto a un individuo muestral, del mismo modo que se hace con los criterios de curvas (olas les llaman, a pesar de ser artificiales) de contagios y de muertos.

Es imprescindible investigar de verdad, evitando en la medida de lo posible la interferencia de sesgos político-comerciales, si hay subconjuntos que precisen ser excluidos de una opción y susceptibles de vacunación con otra alternativa, en cuyo caso compensaría probablemente el tiempo de espera si no se arbitra un criterio específico de prioridad.

No todas las vacunas son iguales. Recordemos la polémica generada por las vacunas de Salk y de Sabin contra la poliomielitis. Podríamos estar ante una situación análoga, por diferente que se muestre.

En tanto eso no se haga, y no se está haciendo, reinará la confusión, un clima que sólo favorece la expansión del virus y la extensión de la muerte.

viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.               



domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EN PANDEMIA. ¿Qué podemos aprender?



(Imagen de Pixabay)

 Siempre resuenan las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor callarse.


Esa ignorancia esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente reflexionando sobre por qué hay algo y no más bien nada y sabiendo que no podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción, como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por finalizada en 1900, no era tampoco completa.


Pero entre ambos extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También tiene algo de contingente.


Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica. Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía, no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.


Por otra parte, la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la banalidad de un divertimento .


Aquí y ahora, en este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si podemos aprender algo de eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).


En rigor, podría postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados.


No es éste el medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.


LA FRAGILIDAD. La de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica potencial no es predecible.


EL FRACASO DE LA PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.

Colateralmente, algo beneficioso puede ocurrir y es que, en el futuro, aun cuando ya no exista el riesgo de este coronavirus, seamos más higiénicos, lavándonos más las manos. Algo tan simple como tan olvidado puede literalmente salvar vidas de ser infectadas por microbios de cualquier tipo.


EL VIGOR DE LA PSEUDOCIENCIA. La insensatez conspiranoica campa a sus anchas, no siendo pocas las personas que creen que la causa de la pandemia no es vírica y haciendo viral en cambio la creencia en que todos los males asociados se deben a la conjunción de la maldad de la industria farmacéutica, el desarrollo 5G y el afán de poderosos por vacunarnos, "chipeándonos" de paso para tenernos dominados. No es tan sorprendente esta visión desde el momento en que también hay gente que cree en la tierra plana, así, en sentido literal, siendo afortunados los que no estemos en esos límites fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.


EL FRACASO CIENTIFICISTA. Científicamente, es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos, porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico, sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta porque, en general, se obtienen más aplicaciones técnicas de lo que consideramos “básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).

Todo es digno de estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente, con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux y algún ejemplo más). Siempre es a toro pasado que los vemos como problemáticos. El coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos producido un gran quebranto en vidas y dinero.

El cientificismo venera a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden biológico, una visión miope, a corto plazo. La que se premia tiene miras curriculares bibliométricas. Por eso no extraña que precisamente los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos (incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la pandemia. Una pandemia posible en el futuro nunca será un problema ni un virus interesante. Gran parte de una investigación científica potencial muy interesante se hace imposible por criterios basados en "líneas productivas" y que evitan una investigación que sea claramente libre.

Frente a esa óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o simplemente no es, la ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC o el VIH. Si algo bueno tiene esta triste pandemia es serlo, porque ello, su globalidad, facilita una carrera auténtica para la consecución de una vacuna eficaz y segura.

Pero todo lo que se hace va un tanto contaminado con el modo competitivo de hacer ciencia. Si hasta hace poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.


EL ERROR DE LA CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido profundo a todas las escalas, desde la celular hasta la de cuerpo separado. De hecho, ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible, la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus raíces biológicas, las que nos hacen a todos partícipes de un continuum vital


LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad por pobreza, en la que la falta de recursos, incluyendo el hambre en sentido literal, quiebre muchas vidas.


EL AISLAMIENTO. Se ha jugado en exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso, vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara, facilitando hasta la saciedad el resurgimiento vírico y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes. Cuando pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.

El aislamiento de muchos se ha dado en vida y con mucha frecuencia tras la propia muerte, en la que el duelo necesario ha sido violentado de un modo brutal.

LA PERSPECTIVA RELIGIOSA. La confrontación con la muerte, incluso con un duelo que ha sido inviable en tantos casos, supone, como todos los dramas humanos, la pregunta a la propia cosmovisión, a la creencia o increencia de cada cual. La vieja cuestión de la teodicea resurge siempre (o Dios no es bueno o no es omnipotente, luego no existe). Es curioso que haya habido tantos contagios en donde y cuando más se reza a Dios, en los templos. Tal vez la razón sea simple, un problema de simple confinamiento y de falta de ventilación adecuada.
Pero Dios no es humano y su antropomorfización es absurda. Y se "calla", como siempre, ante la tragedia humana. Como ya advirtió Voltaire con ocasión del terremoto de Lisboa, como en Auschwitz, como ante tanto horror que hay en este mundo, dejando que la vida, misteriosa y sometida a todo tipo de contingencias, siga su curso. Ni es humano ni reside en templos, aunque éstos sean lugares interesantes para la reflexión y la oración si se tercia. Desde la creencia confiada (en la que me instalé), no está de más recordar las palabras de Jesús, quien, tras decir que la salvación viene de los judíos (curioso cuando tantas culpas se les atribuyó por cristianos en otras épocas de pestes), afirmó que “Dios es espíritu y los que le adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn.4,23).

Y MÁS... Muchas otras cosas podemos aprender o, más bien dicho, plantearnos efectos en el modo de trabajo, en la educación, en la planificación sanitaria, etc.,etc.). Otros lo sabrán hacer y decir mucho mejor que yo. Éstas son simples pinceladas y no puedo finalizarlas sin recordar con profunda admiración, respeto y gratitud a tantos que han respondido con honor, con valor, con la mayor muestra de amor que alguien puede ofrecer, dando su vida por otros.

A la espera de que la Ciencia, la de verdad, la liberada de presiones cientificistas, nos ayude a superar este gran y nuevo reto, concluyo aquí mis reflexiones en este blog sobre algo que tristemente no ha finalizado, la pandemia de Covid-19. Otros temas se harán presentes en este lugar, como antes de esta catástrofe.

 

martes, 21 de julio de 2020

Covid-19. El virus no sólo hace turismo. También juega al fútbol.





Ayer nos llegaron a A Coruña unos cuantos jugadores de un equipo de fútbol con el coronavirus puesto (según las pruebas de PCR). Se suponía que eran positivos por la clínica de compañeros y alguna PCR positiva y vinieron. Alguien lo autorizó.

Viajaron en avión, después supongo que en autobús y se instalaron en un hotel de cinco estrellas que acoge además un complejo deportivo y piscinas para socios.Un complejo que había quedado inmaculado de cara a la evitación de contagios con algún caso puntual.

Un periódico local de amplia tirada, “La Voz de Galicia”, difundió en un artículo accesible online un cúmulo de despropósitos que, indudablemente, supone responsables, es decir, quién o quiénes decidieron y autorizaron ese viaje a sabiendas de lo que podía ocurrir. Pero, ahora, allá sus conciencias. A fin de cuentas, estamos en la “nueva normalidad” que no sólo es normal sino hasta nueva, que da gusto por eso, por la creatividad que lo novedoso induce a mucho político.

¿Qué puede suceder, además de la evolución clínica de los afectados confirmados? Obviamente, una serie de contagios (aeropuertos, avión, vehículo de transporte, hotel y sitios varios por donde hayan podido ir esos chicos). 

Los rastreadores tendrán que hacer su trabajo detectivesco a base de bien y de un modo que será probablemente inútil para impedir eso que llaman “rebrote bajo control”, porque lo que nos queda por esperar es eso, que se “controle”, aunque el control no neutralice lo inevitable. 

La vigilancia a posteriori nunca paliará la prudencia de esperar resultados de PCR “en casa” antes de subirse a un avión para llevar el virus a otra ciudad, especialmente de  modo colectivo, en equipo, aunque obviamente no se pretenda tal cosa.

El hotel de cinco estrellas que tenemos, buen atractivo turístico pasará a ser, al menos parcialmente, sanatorio para quienes debieron haberse quedado en casa, a la vez que verá como sus huéspedes sanos se van más pronto que tarde, cancelando lo cancelable, porque parece olvidarse que con el coronavirus ya no se trata de miedos (esos que se han evitado en todo tipo de fiestas clandestinas o no tanto), sino de prudencia elemental.

En cualquier caso, la noticia relevante es si el equipo local será afectado por no haber jugado ayer, y no por la enfermedad, sino por lo realmente importante, la inquietante posibilidad de descender de su posición de segunda división. Así nos va. Así nos irá.


miércoles, 8 de julio de 2020

COVID-19. ¿PRUDENCIA? LA OMS Y LA CALLE.




Volvemos a oír que el coronavirus puede transmitirse por el aire. Y no ya porque viaje en el cuerpo de turistas en aviones y lo haga tan tranquilo porque los controles de pasajeros son ausentes o inútiles. ¿Para qué hacer PCR (aunque sea grupal) en origen o destino? Mejor rastrear a posteriori, tarea imposible, si aparece algún caso en algún avión, algo probable.  

Ahora la OMS no descarta que el virus de la Covid se transmita por vía aérea”. Responde así a una carta firmada por 239 científicos en el New York Times en que pedían a ese organismo que se tomara en serio tal hipótesis.

¿Qué significa proclamar que no descarta? Nada. Supone una prudencia que no es tal, porque no estamos propiamente ante un experimento científico de dinámica de fluidos o análisis de infectividad aérea de modelos experimentales, que también, sino ante una hipótesis que, de confirmarse, implicaría reforzar las medidas de distancia y barreras como las mascarillas. Pero, ¿qué perderíamos si asumimos ya las bases, aparentemente sólidas, que sostienen esa hipótesis y tomamos esas medidas? Nada dañino. Así pues, ¿Por qué no optar por la prudencia preventiva en un ámbito que dista mucho de ser propiamente científico, como ya se vio? 

Sólo hemos tenido una evidencia en España y otros países científicamente desarrollados: los asesores preventivistas no han evitado nada, actuando sólo de elementos de apoyo a un patético y pretendidamente tranquilizador discurso político.

No estamos ahora ante un experimento neutro de contraste de hipótesis, sino ante la decisión de adoptar o no mayor prudencia ante una posibilidad que parece muy probable. Tardar en tomar la decisión correcta de reforzar medidas de distancia y de barrera supondrá más muertes si la hipótesis se confirma y no supondría ningún daño si, por el contrario, la hipótesis no llega a ser confirmada. ¿Por qué tanta parsimonia?

En Scientific American, ya se planteaba esta cuestión el 12 de mayo, aludiendo a un artículo aparecido en Nature, que no es una revista amarilla precisamente, en donde ya se contemplaba esa posibilidad de contagio por vía aérea y se proponía, entre otras cosas, el uso generalizado de mascarillas (aquí mucha gente las lleva como complemento en el codo, el cuello o la muñeca, y más gente no la lleva). Ese artículo de Nature se publicó el 27 de abril. Han pasado más de dos meses, un tiempo insignificante para confirmar una hipótesis, un tiempo vital cuando la hipótesis tiene que ver con muchos cuerpos humanos.

La relajación de medidas de prevención tan elementales como mantener distancias, lavarse con frecuencia las manos y usar mascarillas, se hace evidente en cualquier paseo. Los bares, por ejemplo, parecen considerarse mayoritariamente como salas quirúrgicas en las que la asepsia es tal que las mascarillas sobran. Pasan así a ser lugares propicios al bullicio y al narcisismo gritón que empapa de saliva el aire. En sus aledaños, en esas zonas de vinos ya vemos de forma reiterada lo que ocurre. ¿Distancia social? Sí, del orden de centímetros o de milímetros.

Se descansa en una responsabilidad individual que se sabe que es ausente, como lo fue por parte de tantos conductores sancionados en los tiempos del confinamiento masivo. ¿Por qué no se dan actuaciones policiales correctoras de desmanes que pueden, sencillamente, matar? Vivimos en la ciudad sin ley ante la pandemia. Asistimos a una pasividad que es potencialmente homicida y con un rendimiento cuantitativo que para sí quisiera cualquier asesino en serie. Un automovilista al que se le detecta una alcoholemia peligrosa puede acabar en un calabozo. Un joven sano y fuerte que contagia un coronavirus es indemne hasta de la sospecha misma. 

La consecuencia es evidente, tanto que se ve ya en forma de múltiples rebrotes en España.  Si el virus no sufre alguna mutación que sea bondadosa para nuestros cuerpos, su medio de cultivo, acabaremos de nuevo confinados. El afán de potenciar el turismo podría, curiosamente, destrozarlo por años.

No me resisto, en época de elecciones en mi tierra, Galicia, a incluir este comentario final: 

ELECCIONES GALLEGAS Y ASESORES 

Por poco. Una semana o dos antes y quedaría estupendo. Pero no. Algún asesor se fue de listo y sugirió más bien el día 12 de Julio para celebrar elecciones para el Parlamento Gallego.

Y eso acabó regular. No mal del todo, pero sí regular. De momento, que aún no sabemos cómo evolucionará la cosa. Porque hay un rebrote importante en A Mariña Lucense.

Tan llamativo que resalta en el mapa de España, con otros. Claro que para esto los expertos, que ya lo son sobrados, han aconsejado (y así se ha dictado) un confinamiento local de cinco días. Atrás quedaron aquellos catorce o quince días. Cinco son suficientes. Hasta la voz de su amo, el inefable preventivista, ha mostrado un desacuerdo que no planteó antes del 8M.

Y los colegios electorales estarán, según dicen, inmaculados, primorosos. No habrá, al votar, la posibilidad de contagio que se puede dar en celebraciones, charangas, sitios de copas, incluso en funerales.

Pero... no es, no será lo mismo que sin rebrotes. Porque otros expertos (abundan más que las arenas de las playas) insisten en que el virus, respiratorio él, se contamina por el aire (quién lo iba a decir). Y no sé yo cómo estará el aire de los colegios electorales.

¿Haremos la proeza de ir a votar en esa "fiesta de la democracia" (que para fiestas estamos)? ¿Y, si me contagio, a qué asesor se lo digo?




jueves, 2 de julio de 2020

Ser en el río.






El tiempo aparenta ser algo medible. Pero sólo en una de sus manifestaciones, como Chronos. No lo es Aión, tampoco Kairós.

Decía Lord Kelvin que sólo hay conceptos claros cuando se puede medir aquello de lo que se habla (“When you can measure what you are speaking about, and express it in numbers, you know something about it”). Y eso supondría una buena concepción del tiempo objetivable, cronológico. Sin embargo, algo así es discutible.

Sí sabemos de calendarios con ciclos circadianos, estacionales, anuales, orientados por ritmos astronómicos, pero inscritos en una direccionalidad que estructura las edades del ser humano. "Cumplimos" años. De “flechas temporales” se habla a veces. Nos orientan la cosmológica (el Universo tuvo un inicio y evoluciona), la termodinámica (la entropía del Universo aumenta) y la psicológica (podemos recordar eso a lo que llamamos pasado, pero no el futuro). 

Y, sin embargo, lo aparente apunta a un fondo de misterio. Desde Einstein, la imbricación del espacio y el tiempo, algo tan poco intuitivo, ha mostrado su potencia a la hora de explicarnos precisamente lo maravilloso predecible y no intuible desde la concepción newtoniana. Algo parecido ocurrió con la mecánica cuántica. Si la perspectiva atómica triunfó claramente en la comprensión de la materia y en la discretización de la energía, hay físicos que plantean que algo así también se daría con el tiempo, aunque fuera a escalas inconcebiblemente pequeñas. A la vez, hay quien simplemente niega el tiempo, considerándolo una mera correlación fenoménica.

Heráclito nos dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río. ¿Qué río? No siendo yo filósofo, no osaré interpretar esa frase de alguien a quien se le llamó “el oscuro”. La recuerdo sólo como elemento poético, por llamarlo de alguna forma, seguramente muy exagerada.

Es cierto que un río fluye y que cambia. En ese sentido, puede decirse con propiedad que ningún río será el mismo hoy que ayer. Sin embargo, lo que lo constituye principalmente, el agua, es indistinguible en términos moleculares o, si se prefiere, atómicos. No desaparecen unos para dejar paso a otros distintos. Dos, mil, o un billón de billones de moléculas de agua son idénticas entre sí. Todo cambia... o no tanto. No, al menos, el agua del río a escala microscópica. Sí lo hace macroscópicamente el río y su entorno, de modo cíclico estacional y a mayor escala en términos geológicos.

Pero no es probable que fuera el cambio del río en sentido literal lo que le interesara a Heráclito.

¿Qué cambia? Parece que quien se puede bañar en el río. Nosotros. Los que vivimos y moriremos. 

En su “Nueva refutación del tiempo”, Borges decía que “el tiempo es un río; pero yo soy el río”.  

Yo. Un término curioso. Tenemos tendencia a la visión narcisista, a una perspectiva cartesiana alejada de la realidad y desterrada por el psicoanálisis. Pero más allá, más alejado del presente, si algo es concebible de ese modo, como actualidad tan pretendidamente pura como inasible, vemos que lo individual es un modo de hablar y que hay una experiencia subjetiva que se ancla en la ontogenia misma de la que parte, y también en la filogenia (aunque ésta no sea recapitulada por aquélla).

Somos en y con una dinámica vital compartida con otros seres. Somos en un flujo material, en ese río.

En su obra para la Facultad de Medicina, Klimt pintó solo un afluente, el de la especie humana, que nace, crece, se reproduce y muere. Hygeia, que sabe de ese flujo, le da la espalda, impávida y orgullosa. A fin de cuentas, es hija de un dios.

Ese afluente confluye con otros viejos y se unirá a otros nuevos en el gran río de la vida, rico en especies, en presas y depredadores, en vida y muerte. Relaciones alométricas, determinantes genéticos, contingencias diversas, regirán tiempos de permanencia en el río. Cambios raros en su flujo como la caída de un meteorito modificaran su composición vital.

El río de la vida no es solo biográfico, sino biológico en el sentido más amplio, porque todas las especies, en mayor o menor grado, se relacionan entre sí. Un afluente, el vírico, se ha unido recientemente a nuestro afluente para desgracia nuestra, pero así es la vida y su dinámica. Llevamos incrustadas en nuestro genoma más secuencias virales antiguas que las que llamaríamos “propias”, esas que informan nuestras proteínas. ¿Qué es lo “propio”? Parece pueril hablar de determinismos genéticos de modo excesivo.

Ese substrato biológico lo es de nuestra posibilidad humana, trágica al convertirse en biografía si ésta se pretende auténtica. 

A la vez, cada individuo no es un ente estático en ese río, siendo prácticamente todas sus células removidas a la vez que fluye en él. Nos destruimos y construimos, rechazamos e incorporamos información de seres muy diferentes y que suponíamos alejados. Cambia el río porque cambiamos nosotros y todos los elementos de vida con los que nos relacionamos. Cambia el río porque todo lo que parece diferente y estático en apariencia, las especies, también lo hacen, naciendo, viviendo y muriendo, a veces dando paso a otras que de ellas emergen.

Es un río extraño por maravilloso, por estar lleno de “mirabilia”. 

En realidad, sólo una vez se baña cada cual en él, el tiempo en que vive. Algunos suponemos una desembocadura, un mar. No es raro que Freud hablara de la perspectiva mística como de algo oceánico. Pero eso ya es suponer, creer, incluso confiar, en ese viejo y noble sentido del término "fe", tan deteriorado.

Vislumbrar ese océano hace que el río cobre un cierto sentido direccional, pero, en realidad, eso quizá sea lo menos importante en comparación con sabernos río con tan diferentes seres, incluso aquellos que pueden hacernos salir prematuramente de él.