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miércoles, 31 de agosto de 2022

Tenemos tiempo antes de morir.



Imagen tomada de Wikimedia Commons

        Era más frecuente antes, quizá. Ante una imagen radiográfica que sugería un mal pronóstico, el paciente podía preguntarle al médico cuánto tiempo le quedaba de vida. Y el médico, en aquella época de mayor incertidumbre que la actual, no contestaba con estadísticas; se limitaba, desde su experiencia, a decir con relativa claridad tantos meses o tantos años. Así, de un modo tan crudamente sencillo, anticipando una duración última, se inicia una célebre novela de Morris West.
 


    Eso era algo que ahora, en época de incertidumbre insoportable y de instancias a “luchar” hasta el final contra cualquier cáncer o enfermedad degenerativa, sencillamente se calla; se descarta la respuesta asumiendo que mientras hay vida hay esperanza, a pesar de que más bien sea al revés. 


    Sabemos que moriremos. Creemos en la muerte, como decía Lacan. Una creencia sustentada en lo que vemos (mueren los demás) y que permite, nos decía él, soportar la vida. Una creencia que no es macabra sino vitalista. Un límite, un real, facilita que demos valor a la propia vida, por finita, dando a las elecciones que en ella hagamos un carácter irreversible, definitivo, y sostenido en nuestra responsabilidad.


    Si uno no se muere antes, por enfermedad, accidente, suicidio o crimen, lo hará del modo más vulgar, por viejo, por desgastado. Se certificará que alguien falleció por un infarto, un ictus, lo que sea, pero, como nos decía Sherwin B. Nuland, alguien también puede morirse de viejo, aunque tal cosa nunca se certifique oficialmente.


    Ya que queremos vivir (en general), aspiramos a lo que paradójicamente odiamos, a convertirnos en ancianos. Admiramos la longevidad, aunque detestemos a los viejos, sean japoneses de Okinawa o vecinos nuestros, y tenemos curiosidad por sus comidas o su “Ikigai”. No querríamos ser ya uno de ellos en presente, pero sí en futuro, pues concebimos la vejez como garantía lejana de disponer aquí y ahora de una actualidad que no cesará de la noche a la mañana. Vivamos en la “adultescencia”, que ya llegará, tarde, la “gerontolescencia”. Y habrá intentos de congelación de ese presente con excesos preventivos y “fosilizaciones” estéticas. 


    Algunos de los árboles que admiramos ya vivían cuando el niño Calígula era llamado así por legionarios romanos. Pero es muy aburrido ser un árbol. Parece más apropiado atender a la longevidad de animales. No sabemos de qué depende tal cosa, pero ha habido intentos de establecer, en mamíferos, relaciones con el número de pulsaciones cardíacas, por ejemplo. La alometría se ha ido manteniendo, cada vez con menor fuerza, en su intento por lograr establecer relaciones anatomo-fisiológicas, siendo las de Kleiber, con sus limitaciones, las que parecen excepción a la ausencia de legalidad biológica.


    Si no hay antecedentes que auguren una alta probabilidad de cáncer o infarto, si los padres alcanzan una larga vida, se espera que uno mismo también dure bastante. La genética, para bien o para mal, predice en cierto modo una determinada permanencia sobre la tierra. Hay ejemplos llamativos de la importancia de la genética. Cuando, muy raramente, se afecta un gen llamado LMNA, la biología se acelera en niños cuya esperanza de vida se reduce al orden de trece años y que envejecen brutalmente en ese tiempo. Es la progeria.


    Nuestro ADN se ordena en cromosomas y cada uno de ellos está limitado topológicamente por regiones llamadas telómeros. Células aisladas pueden multiplicarse en cultivo unas pocas decenas de veces, a la vez que sus telómeros se van acortando, hasta que esas células dejan de crecer y mueren. Hay situaciones que sugieren inmortalidad; es el caso de líneas neoplásicas, como las HeLa. La tentación está servida; “juguemos” con la telomerasa y lograremos que nuestras células sean siempre jóvenes, a no ser que ese juego nos mate por cáncer.


    El objetivo de una homeostasis perenne que permita alargar indefinidamente la permanencia de un organismo vivo parece muy difícil de lograr. Mientras no se obtengan buenos “elixires” de juventud, tenemos el consejo preventivo procedente de la mirada epidemiológica que nos habla de riesgos evitables, sean generales (virus, contaminación, tráfico…) o individuales (hábitos tóxicos, obesidad...). Las antiguas “miasmas” persisten con otros nombres.


    Claro que quizá no haya que mirar sólo a la genética, sino a la epigenética. Se metilan más o menos citosinas del ADN y cambia el panorama. Parece que una metilación diferencial de citosinas podría estar relacionada con la longevidad. Quién sabe. Curiosos los efectos epigenéticos, que no se contentan con transmitir efectos traumáticos a los hijos de los hijos de quienes los han sufrido en campos de concentración o en confrontación bélica.


    Duración, permanencia, tiempo medido… Decía San Agustín que sabía lo que es el tiempo, pero que no podría explicárselo a quien se lo preguntara. Hay una continuidad entre un antes y un después, entre los que se sitúa un ahora mal definible. Es ese ahora a cuya atención nos requieren los sabios, cobrando las técnicas de meditación un vigor muy llamativo. ¿Gracia o narcisismo? Ya se contempló ese dilema en tiempos de los místicos españoles. Y abunda el narcisismo en la actualidad.


    La sabiduría griega distinguía los tiempos de Kronos, de Aión y de Kairós. Con el ritual monástico cristiano medieval, y más tarde con la aparición de buenos relojes, el reino de Kronos se implantó claramente. Los rezos se ajustaron a las horas y la celebración pascual impulsó la reforma del calendario juliano. Los calendarios, agendas, “cronogramas”, se implantaron por doquier, alcanzando cotas delirantes con el taylorismo. A la vez, el tiempo fue una de las grandes variables de la física clásica. Progresivamente, a medida que aumentaban la precisión y exactitud cronométricas, cobró un gran auge la perspectiva científica del tiempo que, en la mente de Einstein, se hizo dimensión adicional a las espaciales, en la concepción de Minkowski y en lo que se conoce desde entonces como espacio-tiempo. A la vez, la mirada científica al tiempo fue impregnándose por la gran extrañeza que supone la mecánica cuántica, siendo el entrelazamiento un buen ejemplo al respecto (a pesar del propio Einstein).


    Pero una cosa es el tiempo científico y otra diferente o, más bien complementaria, es el tiempo que piensan los filósofos, el que sufren o disfrutan los poetas, el que pasa lenta o rápidamente según nuestro estado de ánimo. Ese contraste se manifestó claramente una tarde de marzo de 1922 en el Collège de France, donde Einstein, invitado por Langevin, habló de la relatividad especial como solución al conflicto entre la relatividad clásica, galileana, y la electrodinámica. Entre el público asistente, se hallaba Bergson, veinte años mayor que Einstein. Un gran científico y un gran filósofo se mostraron, cara a cara, en desacuerdo sobre la naturaleza del tiempo, pero las dos perspectivas parecen ahora no excluyentes y sí enriquecedoras, siempre y cuando se respeten los campos de aplicación de cada una.


    En nuestra vida cotidiana no percibimos efectos relativistas ni extrañezas cuánticas y eso facilita que tengamos una visión del tiempo clásica, generalmente cronológica. Aunque vivimos muy cronometrados, a lo largo de la vida nos vemos a veces con momentos especiales, que son propicios para una decisión que puede cambiarla en mayor o menor grado. Estamos entonces ante el tiempo de Kayrós. ¿Cuántos, cuáles de esos momentos hemos despreciado?  Machado lo reflejó con gran crudeza refiriéndose a esa alegría anunciada por la posibilidad: 

            “Pregunté a la tarde de abril que moría:

        - ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?

        La tarde de abril sonrió: - La alegría

        pasó por tu puerta – y luego, sombría -:

        Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”

 

    Y, sin embargo, puede ocurrir la repetición de una posible elección. Más bien, casi siempre tenemos la opción de dejarnos tocar, en pasiva actividad, por esa “schöner Götterfunken”, por ese relámpago de alegría divina que mueve y conmueve el alma. Si eso lo aceptamos fuera del tiempo habitual, fuera de Kronos, por más que estemos inmersos en él, significará que hemos entrado en la dimensión de Aión, en el éxtasis de tocar lo divino, lo que nos hace más humanos, porque podremos vivir en sentido real, pleno, aunque sea en un tiempo no medible, de instantes eternos. En Kronos habrá quien aspire a una vida muy larga, incluso a la inmortalidad con que sueñan los transhumanistas, ese gran aburrimiento que imaginó Borges. Eso no ocurre en el divino tiempo de Aión, que no sabe de inmortalidad sino de eternidad. 


    En Aión estamos abiertos a la creatividad y al amor, a la eternidad, al gran misterio del Ser. En él lo mejor de lo inconsciente, eso que no sabe de Kronos, aflora, como nos lo sugirió Russell y como mostró la “serpiente” soñada por Kekulé. Una serpiente que se devora a sí misma (uroboros) no sólo fue símbolo sugerente de la estructura del benceno; también representa, rodeando su cuerpo, al mismísimo misterio de Aión, acogido por cultos mistéricos como el mitraísmo, en los que la serpiente puede ser sustituida por la representación zodiacal.


    Podemos percibir que vivimos en el tiempo diferente, el de Aión, al contemplar de otro modo lo que siempre tuvimos al lado, eso que reconoceremos sin ninguna especulación. Lo sabremos cuando la belleza del cosmos alegra el alma. Y así también podremos asumir la petición de Rilke de tener la muerte que nos es propia. Antes de que ella llegue, tenemos tiempo, todo el tiempo del mundo, ese tiempo de Aión abierto al Ser y a la eternidad que implica el abandono en lo esencial. 

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.               



sábado, 14 de julio de 2018

Un pajarito gallego desvela lo eterno.





En su larga conversación con Bill Moyers, Joseph Campbell[1] decía que “la eternidad no se sitúa después. Ni siquiera tiene duración. No tiene nada que ver con el tiempo. La eternidad es esta dimensión aquí y ahora que todo pensamiento temporal destruye”.

A veces es factible esa vivencia y, desde ella, puede intuirse una permanencia gozosa fuera del tiempo.

Leandro Carré Alvarellos[2] recopiló en un libro “Las leyendas tradicionales gallegas”.Una de ellas se refiere al abad del monasterio de Armenteira, San Ero, y es recogida en las Cantigas a Santa María de Alfonso X el Sabio (la 103). Se nos dice que, en una ocasión, reposando junto a una fuente de agua clara y a la sombra de un árbol, el monje le preguntó a la Virgen María si podría ver el Paraíso. Y ocurrió entonces que en ese árbol empezó a cantar un pajarito. Y tan bien cantó que el monje lo escuchó extasiado durante un breve período de tiempo. Cuando volvió al monasterio, lo encontró cambiado y no conocía a nadie. Supo entonces que había sido un “momento” de trescientos años el tiempo que estuvo escuchando al pájaro.

No es una leyenda exclusiva de Galicia, como se indica en el libro de Vitor Vaqueiro[3], “Guía da Galiza Máxica”, que alude a narraciones similares en Portugal o Alemania.

Toda narración mítica esconde una verdad o un interrogante; sugiere el misterio que nos constituye y que nos orienta.
No es éste uno de los grandes mitos o leyendas. Su brevedad es llamativa y su contenido bien simple; lo que para alguien es muy poco tiempo, para otros es mucho, incluso más que la duración de la vida humana más longeva.
Pero alude a algo profundo, como lo es todo lo que tiene que ver con eso que llamamos tiempo. La leyenda no evoca, no podría hacerlo por su contexto histórico, lo que hoy sabemos sobe la relatividad del espacio-tiempo. Tampoco tiene que ver con la afirmación de algunos físicos teóricos de que el tiempo sencillamente no existe en sentido estricto, sino que es un nombre dado a correlaciones fenoménicas. 

Encuadrada en la tradición milagrera atribuida a la Virgen María, no parece una leyenda especialmente edificante. Sin embargo, de un modo muy sencillo, hace contrastar lo inmortal y lo eterno, algo bien distinto. En este caso, el monje no se hace inmortal pero sí ha vivido un instante eterno. En general, en la creencia cristiana suele identificarse erróneamente la eternidad con la inmortalidad, a pesar de que la eternidad esperada desde la fe requiere del paso por la muerte. 

La narración de Borges sobre el Inmortal sería el gran contrapunto de este sencillo relato. El monje ha vivido en la eternidad sin ser inmortal y percibe algo terrible: su tiempo ha quedado atrás, sin compañeros, en un monasterio que le es desconocido; es el precio de haber percibido lo eterno. En cierto modo, es el mismo precio que se paga por la experiencia mística: la inefabilidad implica soledad. Pero saber de lo eterno es, a la vez, saber de la muerte. Por el contrario, el inmortal borgiano no tiene idea de lo eterno, sólo sabe de un perenne aburrimiento y ansía y busca la muerte como liberación de una vida inacabable e indigna de ser vivida.

Mirar al cielo espiritual (en tiempos identificado con el firmamento) ha supuesto siempre un ejercicio de imaginación que, a lo largo de la Historia, ha tenido un resultado cada vez más débil (es más fácil imaginar infiernos y muchos ya los hay aquí mismo). La perspectiva de un nuevo cielo y de una nueva tierra fue asumida por el profeta Isaías (65,17), pero no deja de ser una idealización de lo ya conocido (“morir joven será morir a los cien años”). Una idealización que asumen los testigos de Jehová y quizá de un modo muy parecido los mismísimos transhumanistas. Pero eso bien poco tiene que ver con la eternidad, la que sólo podemos intuir por instantes atemporales en vida.

Tratar de hablar de vida eterna y de la esperanza en ella que para muchos comporta su fe equivaldría a hablar del Innombrable, de Dios. Y así, el teólogo Hans Küng[4] destaca que “la consumación del hombre y del mundo es una nueva vida en las dimensiones inaccesibles de Dios, más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Y, por tanto, al final está también ese misterio inefable, ese gran mysterium que es Dios mismo”.

En síntesis, ese pajarito de Armenteira cantó lo eterno, sugiriendo su preciosa leyenda que quizá sólo desde la asunción de la ignorancia atenta podemos alcanzar a percibir, a intuir, lo Real.









[1] Campbell J. (1991) Puissance du Mythe. Paris. France. Ed. J’ai lu. (Obra original, Power of Myth, publicada en 1988.

[2] Carré Alvarellos L. (1999) Las leyendas tradicionales gallegas. Madrid. España. Ed. Espasa Calpe S.A. (Obra original publicada en 1977).

[3] Vaqueiro V (2003) Guía da Galiza Máxica, Mítica e Lendaria. Vigo. España. Ed. Galaxia S.A. (Obra original publicada en 1998).

[4] Küng H. (2007) Credo. Madrid. España. Ed. Trotta S.A. (Obra original publicada en 1992)

sábado, 16 de junio de 2018

PSICOANÁLISIS. La pulsión de muerte y su afán de completitud tecno-científica.




"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" Hechos de los Apóstoles, 1,11

Sirva esta entrada para el objetivo de difundir y comentar brevemente un excelente artículo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, cuyo título es "El hombre curado definitivamente del síntoma de ser humano".

Leer este artículo es de gran interés por los diversos aspectos en los que incide el estilete analítico de su autor, cuyo discurso se sostiene en una sólida base documental. El delirio transhumanista en sus distintas formas se muestra ahí con claridad meridiana, y sería redundante, incluso necio por mi parte, insistir en un tema tan bien analizado y al que, por otra parte, ya me referí en otra ocasión

Me limitaré aquí a subrayar algo que Dessal sugiere con una frase: “¿Hasta qué punto ese deseo no esconde una voluntad más oscura que, procurando retar a la muerte, es, en el fondo, un demonio aún más letal?” Es esa pregunta la que ha sugerido esta entrada. El texto en donde se formula es de 2015. Desde entonces, en sólo tres años, hemos visto y oído en nuestro propio país, tanto en la televisión como en periódicos, la afirmación de que asistiremos a “la muerte de la muerte” 

Esa patética expresión parece a primera vista realzar el valor de la vida, pero nada más contrario a ello. En realidad, “matar a la muerte” parece obedecer a la pulsión de muerte en su extremo, el que aspira a tal afán de completitud que ni a la muerte perdona. Matar la muerte no supondría un canto a la vida sino negarle a ésta toda esperanza al eliminar lo que le otorga valor, su límite. Es saber de la limitación de la vida por la castración letal, final y definitiva, lo que nos induce a vivirla en plenitud, como si no hubiera un mañana, aunque hagamos (y bueno es hacerlos) todo tipo de proyectos. Es propósito de la Medicina favorecer la vida, retrasar la muerte, pero “matar la muerte” sería el objetivo de una determinación demoníaca mucho peor que asumir la perspectiva de saberse mortales; sería, como sugiere Dessal en su pregunta, mucho más letal que la propia muerte.

En esa vana esperanza, el transhumanismo se hace clímax de lo inhumano. En el supuesto, más bien irreal, de que tal posibilidad se alcanzase, nos encontraríamos con un mundo en el que una elite de viejos tan rejuvenecidos como fosilizados e inmortales paralizaría la Historia, el flujo de la vida colectiva con su posibilidad de innovación, de evolución. Borges ya imaginó en su día el mortal aburrimiento de la inmortalidad, pero su relato se queda corto ante el abanico de posibilidades distópicas que ofrece el transhumanismo en un mundo en el que vivimos ahora más de siete mil millones de personas.

Ni siquiera las creencias religiosas aspiran a algo así. En el budismo, la muerte hace posible el flujo del samsara hasta que sea posible alcanzar el nirvana. El cristianismo, que tiene como elemento nuclear la resurrección de y con Jesús, no promueve la esperanza en la inmortalidad, sino en algo bien distinto, la eternidad. Y es arrojado a esa confianza radical en el Misterio que el cristianismo sólo puede concebir a la muerte como hermana, tal como la llamó Francisco de Asís.

La vida humana es tal porque es limitada. Tanto si se es ateo como creyente, no hay cielo al que mirar mientras estemos vivos.

El objetivo de la Medicina no reside en “salvar” vidas, sino en facilitar el tiempo de vida, si es posible prolongándolo, y siempre enriqueciéndolo, aunque sólo sea paliando el sufrimiento.  

Paradójicamente, la “muerte de la muerte” sería la peor de las muertes porque, a diferencia de la visible en otros, no cesaría, haciendo de nuestra vida algo equiparable a la existencia de un zombi o un robot.