En este blog he dedicado algunas entradas a médicos amigos. Son personas que he ido conociendo y en los que se ha dado, desde mi óptica personal, la calidad humana que requiere toda praxis médica. He sido paciente de algunos de ellos, como el que destaco ahora. Se trata del médico dermatólogo Walter Martínez, que acaba de cesar por jubilación en el sistema sanitario púbico.
En Walter he visto el brillo del saber clínico como especialista. Rápido, resolutivo, certero. Dotado de una seguridad en su saber plenamente justificada por su estudio constante y enriquecido con una experiencia clínica de muchos años. Un estudio al que dedicó buena parte de su tiempo libre. Hace años, cuando la biblioteca de nuestro hospital albergaba excelentes fondos bibliográficos, era frecuente ver a Walter en ella, en solitario, los sábados, cuando nadie más había allí, estudiando libros, algo que ya era infrecuente cuando éramos jóvenes. Fueron esos libros, con el complemento de separatas complementarias de actualización, el material que acrecentó su gran conocimiento de la piel y también de lo que este “órgano” cubre. La medicina más externa, la de mirada dermatológica, alumbró siempre en Walter una comprensión del cuerpo que semejaba la perspectiva internista.
Hace años, en los 90, le vi diagnosticar un caso raro, que publicó después. Brilló para mí en ese momento por su saber y naturalidad en su práctica. Yo también fui paciente suyo y siempre tuve en él la sabia mirada del médico que usa la ciencia sin ser cientificista y dotado de una empatía que, en nuestra profesión, parece declinar algunas veces.
Desconozco qué porcentaje de pacientes habrá derivado Walter a compañeros de otras especialidades, exceptuando pruebas complementarias imprescindibles, pero intuyo que fue muy bajo. Eso realza sus características de buen clínico, pues Walter es un gran especialista sin sucumbir al carácter fronterizo al que tristemente ceden muchos profesionales cuando su necesaria especialización cercena otros excursos. Para él la piel era opaca a veces, transparente otras, según cada caso que diagnosticaba y seguía.
Su amabilidad se reflejó siempre en atenta disponibilidad. Nada del cuerpo humano le es ajeno, tampoco del dolor anímico que se expresa en la piel. Es esa feliz conjunción de saber científico, curiosidad perenne, docencia fecunda y acogida curativa la que hace que uno sienta, es mi caso, que, al ir a su consulta, no acude sólo al dermatólogo, siéndolo excelente, sino al médico en el mejor sentido del término, curando con su saber científico y clínico, con su receptividad y con la palabra.
Afortunadamente para muchos, seguirá ejerciendo algo que le apasiona, aunque sea a un ritmo asistencial menos exigente en cantidad de pacientes a consultar.
Afortunadamente también para muchos, otros compañeros, algunos muy jóvenes, otros no tanto, que ejercen como médicos de familia, cardiólogos, nefrólogos... encarnan la función médica esencial, su noble intención, recordada por las palabras de Troudeau: “curar a veces, paliar con frecuencia, acompañar siempre”.
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