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viernes, 8 de febrero de 2019

El feliz descamisado.




“Te preocupas y agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. (Lc.10, 41-42).

Hay quien se recrea en la mentira de la felicidad supuesta en ricos y famosos. Y la envidia, un tanto frecuente en nuestro país, no se conforma con personajes de televisión; también los de al lado, muchos que "no lo merecen", parecen felices. En general, siempre son los otros los agraciados por ese estado de felicidad. 

¿Cómo se consigue? Crecen los anaqueles de libros de autoayuda que nos informan al respecto. No parece difícil y, sin embargo, algo tan supuestamente natural se nos vende como manual de instrucciones, al lado de otros libros sobre cocina o yoga. Libros de Seligman, Punset, Fuster, al lado de ricos testimonios vitales de gente feliz y luchadora (incluyendo los que “luchan” contra el cáncer) nos ayudarán a ser felices y, de paso, eficientes. 

Es conocido el breve cuento de Tolstoi sobre “La camisa del hombre feliz”. Y sabida es la conclusión; la felicidad, que muchos dicen que existe, no es transferible; el hombre feliz no tenía camisa con la que poder pasarle al poderoso zar un remedio para su melancolía.

No se “tiene” algo que proporcione felicidad, sean camisa, dinero, fama o genes. Simplemente, sólo a veces se percibe la felicidad, se instala brevemente uno en ella, como cuando se enamora. Y después se evapora.

Cuando la vida sonríe, el sonreído puede, sin embargo, precipitarse en el abismo de la depresión e incluso suicidarse. Si lo tenía todo…, se dirá ante su féretro. Pues claro, por eso está ahí, por no soportarlo.

Desde la percepción trágica, uno puede, si no es capaz de asumirla, acudir al médico, y entrará en un apartado del DSM III, del IV o del que venga. Se le tratará con psicofármacos para que sus espacios sinápticos se den cuenta de que no hay motivo para la depleción amínica asociada al hundimiento anímico.

El caso es que, como con el cuento de la camisa, hay que buscar eso que no se tiene, incluyendo neurotransmisores o aspectos no materiales. Quizá no se tenga sueño suficiente, o haya falta de ejercicio, o ausencia de recogimiento o haya que cambiar una relación tóxica por otra condescendiente. La ausencia de felicidad se asocia así a la ausencia de algo. La camisa, que reviste el cuerpo, es un buen símbolo para esa carencia, para esa falta de trabajo, de salud, de amor, de reconocimiento, de todo lo que parece necesario.

Y sí. Hay condiciones necesarias, pero nunca tanto como se cree y, sobre todo, nunca suficientes. No las hay porque la falta real es la que atañe al ser. Se está en falta con, en, uno mismo y, si eso se reconoce, la necesidad de felicidad pasa a ser considerada como lo que es, algo fugaz, interesante, gozoso, pero no un fin en sí mismo. No estamos aquí para obtener una camisa de felicidad.

Schöner Götterfunken”. Eso es la alegría de Schiller y Beethoven, un bello fogonazo divino.  Fugaz y, a la vez, señal de que con eso basta, con ese breve instante en que el relámpago amoroso ilumina el mundo y nos recuerda que estamos vivos. Anuncio de algo singular, atemporal, cósmico y eterno, soplo divino. Alegría, hija del Elíseo.

No cabe hablar de felicidad, pero sí de ser feliz, porque la felicidad nunca se tiene más que en instantes. Ser feliz no excluye la tragedia de la vida y es, con todas las consecuencias, la asunción de estar en el mundo, de ser parte esencial de él, aunque sea soportando lo más terrible. Abundan ejemplos heroicos de esa perspectiva. 

Quizá no quepa mejor expresión que la de Bertrand Russel: “El hombre feliz es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.

Se trata de eso, de sabernos partícipes en el Misterio, en esa corriente de la vida a la que entramos un día y de la que saldremos otro, sin que importe demasiado cuánto tiempo estemos en ella. Y por eso no cabe buscar una felicidad racional, pues sólo puede aproximarla la imagen mítica. Y por eso no nos satisfará la Medicina, porque Hygeia, ya nos lo mostró Klimt, es ajena al río de la vida en el que podemos participar como seres libres, a pesar de todos los pesares, como seres que aman a pesar de odios, como portadores de sentido en el sinsentido de la Historia.




lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.