Los síntomas y
signos de que algo puede ir mal en nuestro cuerpo suelen alarmar. Y hay una
tendencia generalizada a calmar la ansiedad suscitada recurriendo a la
enciclopedia máxima que se supone idéntica a internet. Bastará con decirle a Google
lo que va mal (incluso sin usar términos técnicos) y tendremos unas cuantas
posibilidades diagnósticas, que casi siempre incluyen la palabra “cáncer”, así
como remedios de todo tipo, desde la compra de fármacos en la India o EEUU
hasta páginas sobre los efectos terapéuticos del mindfulness o la conveniencia
de atender a los chakras.
Habrá quien
profundice y se lea incluso artículos de revistas médicas. Habrá, en fin, quien
se diagnostique a sí mismo y defienda su conclusión contra el viento y marea
de todos los médicos que no han sabido y siguen sin saber lo que realmente le
pasaba. Si antes había
gente que tomaba lo que le aconsejaba su vecina, ahora es internet el gran
consejero.
En el diccionario
de la Real Academia Española se nos dice que “pornografía” es la “Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”.
Si sustituimos sexo por enfermedad, bien podría decirse que en internet abunda
la porno-medicina, pues son numerosos los enlaces a páginas que nos muestran
abierta y crudamente el organismo enfermo y que producen excitación aunque ésta
no sea placentera precisamente. Es más, esa mirada puede incrementar a niveles
inimaginables hasta hace poco el grado de hipocondría de cada cual, a tal punto
que se habla ya de “cibercondría”.
Internet ha
facilitado el error generalizado de confundir datos con información y ésta con
conocimiento real. Ocurre que, a la vez que hay esa porno-medicina, esa búsqueda
de satisfacción de la mirada y el goce de la hipocondría, existe también la
esperanza suscitada por todo tipo de charlatanes, desde los que venden la
terapia alcalina para el cáncer a los que predican el “bioneuroalgo” o el “neurobioalgomás”.
Comer bayas de Gogi o saber canalizar energías también puede valer al
investigador de panaceas en su casa.
A veces la
víctima solitaria que padece algo que los médicos no reconocen cobrará fuerza
en internet por asociación con víctimas similares, sean electrosensibles o intolerantes
no celíacos al tóxico gluten. Surgirán páginas y más páginas de autoayuda y
otras de denuncia de las perversas industrias farmacéutica y alimentaria (en las que, por cierto,
no trabajan ángeles) haciendo ver todo el daño que hacen y cómo se empeñan en
ocultar las bondades naturales que son reveladas por algunos humanitarios gurús.
No sorprende que,
con tal caldo de cultivo, haya reacciones exageradas e inquisitoriales, como la
llevada a cabo por la OMC, frente a todo lo que no sea o no suene claramente a
ciencia pura y dura, lo que implica cooperar en el fondo con los internautas
ingenuos a destrozar conjuntamente la bondad de la práctica clínica.
No se necesitan
asociaciones que ilustren o que protejan al paciente adulto sino sólo actuar con el
perdido sentido común que sugiere que, cuando uno se encuentra mal o ve algo anómalo
en su cuerpo, lo prudente y sensato es acudir al médico.
Un médico no
siempre cura y no sólo porque haya enfermedades incurables (a pesar de tanta
promesa salvífica cientificista); también por sus propias limitaciones. Pero,
aun así, es el único del que se puede sostener que sabe algo de Medicina.
A pesar de los
pesares, incluidos los recortes salvajes en prestaciones e incluidos defectos organizativos
claramente subsanables, el personal sanitario (no sólo los médicos) ha logrado
que nuestro sistema de salud sea de los mejores del mundo.
La conclusión
parece tan sencilla como tristemente necesaria de proclamar en nuestros tiempos: necesitamos
buenos médicos, pero sólo podrán serlo y no defensivamente si el paciente asume
su papel y pasa de confiar en internet a hacerlo en su médico. No hay relación transferencial con internet, no la que precisa como elemento esencial el encuentro clínico y que pasa por suponer un saber en el otro; un saber que, por otro lado, esta avalado socialmente en forma de titulación, algo que también se olvida con frecuencia.