Boltzmann fue un gran científico que contribuyó poderosamente a la consolidación de la teoría atomística de la materia (Einstein acabó de hacerlo con su estudio del movimiento browniano). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático, se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años.
Antes de ese paso al acto final, parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza.
Al enterarse, los amigos y conocidos tratarán de explicar ese horror aludiendo a dificultades para ser reconocido en su ámbito por colegas. También ocurrió con Cantor y tantos otros. Turing mordió la manzana envenenada y Gödel se dejó morir de inanición. La película de Walt Disney “Blancanieves” los fascinó del peor modo.
El caso de Boltzmann es sólo un ejemplo que ilustra el riesgo letal de la depresión. Sabemos que bastantes personalidades y gente anónima han sucumbido a ese absurdo de no poder más. Y sabemos también que, a veces, los antidepresivos dan fuerza al paciente, antes de ejercer un posible efecto benéfico, para que la inhibición depresiva ceda al paso al acto letal.
El suicida no lo cuenta o, como Virginia Woolf, se limita a “disculparse” en una carta de despedida, cuando ya no hay remedio. Pero hay también quien tiene la necesidad, una vez libre del demonio, de contar cómo ha sido atrapado por él y los efectos que eso tuvo en su vida. No suele describirse en forma de libro cómo uno es afectado por una insuficiencia cardíaca o un cáncer, pero sí se produce esa expresión tras librarse de una depresión grave, porque la depresión es otra cosa. Aunque haya grandes elementos comunes en pacientes deprimidos, siempre es singular y misteriosa en su aparición y curso, y por ello hay personas que, desde su narración personal del infierno vivido, pero habiendo salido de él, pueden ayudar a sus lectores. Kay R Jamison fue seriamente afectada por un trastorno bipolar y salió de él gracias al litio, lo que la indujo a hacerse psiquiatra. También vio algo que no es agradable de ver. Su libro “Touched with Fire” relacionó esa enfermedad con la creatividad artística. Claro que… maldito fuego.
Hace años tuvo un gran éxito la película “La decisión de Sophie”. Su director y guionista, Alan J Pakula, se basó en la novela homónima de William Styron, quien recibió por dicha obra el “National Book Award” en 1980. Seis años más tarde recibiría el “Prix mondial Cino Del Duca”, pero no estaba entonces en las mejores condiciones para el acto de recepción, hasta el punto de que una serie de torpezas sociales, atribuidas a su depresión con un gran componente angustioso, le hicieron disculparse a una de las organizadoras: “Estoy enfermo, dije, un problème psychiatrique”. Se le hacía imperioso ver a un psiquiatra e incluso tenía la necesidad de hospitalización, quejándose de que ésta fuera mucho más habitual en el caso de enfermedades orgánicas que en el de las psiquiátricas. No estaba para disfrutar.
Styron recoge esta sensación interna, con muchas emociones más, en su libro “Esa visible oscuridad”. Indica ahí que “la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Sintió el viento al que aludió Baudelaire (“J'ai subi un singulier avertissement, j'ai senti passer sur moi le vent de l'aile de l'imbécillité”). Finalmente, tras un ingreso hospitalario, pudo salir airoso de tan infausto proceso.
Otros sucumben. En la tradición cristiana se decía que el suicidio es propio de cobardes desesperados, y hace tiempo se les negaba la sepultura en sagrado, “ad sanctos” que diría Philippe Ariès, a quienes así morían. Pero no es tan sencillo, porque hay quien no puede más con una vida que no merece tal nombre.
No es algo que implique sólo a la aproximación clínica, sino que también atañe a la filosofía. Camus fue categórico al decir que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Y se sigue y se seguirá pensando, como pensó Romain Gary, que el accidente mortal de Camus no fue propiamente mera contingencia. Gary, un hombre distinguido con la Cruz de Guerra, Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, también acabó suicidándose con una pistola. El valor reconocible no impide que una determinista cobardía moral se imponga al final, anulando la posibilidad de vivir. El equilibrio sutil entre biología y biografía se rompe súbitamente del peor modo, irreversible. Diez años antes se había matado su entonces esposa Jan Seberg por sobredosis. Recuerdo una imagen contenida en un número de “Le Magazine Littéraire” en la que ambos disfrutaban de un paseo en barca por Venecia. Más tarde vendría la impotencia (ahora también dulcificada como “disfunción eréctil”) y Gary llegó a escribir en alusión al declive (“Próxima estación: final de trayecto”).
No hay claras relaciones de causalidad aparentes y generales entre factores biográficos y biológicos con la depresión y el suicidio. Viktor Frankl y Primo Levi sufrieron y sobrevivieron a la terrible experiencia de haber sido internados en un campo de concentración. El primero escribió “El hombre en busca de sentido” y fundó la escuela conocida como “Logoterapia”. Levi escribió varios libros y murió tras arrojarse por el hueco de una escalera en 1987. Se habló de posible muerte accidental porque sus vecinos no pensaron en que fuera poseído por una depresión. Tal dilema no se resolvería con ninguna prueba morfológica o bioquímica post-mortem, carentes de resultados concluyentes de momento.
En el libro mencionado, Styron revela la íntima relación que se da entre la hipocondría y la depresión, lo que parece añadir un plus de absurdo. Se teme la enfermedad, cualquier enfermedad, aunque pueda haber preferencias, a la vez que, en cierto modo, se vive bajo la pulsión de muerte que algunos satisfacen con la muerte misma.
Nadie sabe realmente lo que es una enfermedad hasta que la sufre, y esto es especialmente cierto en el caso de las enfermedades del alma, esas que sustentan el término “psiquiatría”. Por eso, las narraciones de quienes han sufrido lo que, a pesar de su singularidad, se engloba bajo el término “depresión”, pueden servirnos para ver realmente qué tienen de común la pluralidad de cuadros llamados así, para acercarnos a la enormidad de su absurdo aparentemente inviolable ante cualquier confrontación racional.
Frente a tantos libros de autoayuda, frente al fracaso personal del planteamiento filosófico, uno puede hacerse una idea de lo que es tan prevalente como la depresión sólo a la luz de testimonios de personas que, curándose, supieron describir lo realmente demoníaco que les arrebató una parte de su vida, su única, singular, depresión.
Otros testimonios seguirán.
Estimado Javier:
ResponderEliminarMuy acertadas como siempre tus reflexiones sobre el suicidio y la depresión. Solo quisiera comentar el caso del suicida que fracasa y se queda ciego.
Ya lo describían los tratados clásicos de tanatología, tiene lugar cuando el intento se realiza con pistola si apoyan el extremo del cañón en region fronto-parietal y en el último momento al apretar el gatillo separan el cañon del craneo (según los clásicos esa acción de separar la pistola de su apoyo en el craneo, tiene un significado de duda o arrepentimiento en los últimos instantes), esto determina que la bala en su trayecto secciona los dos nervios ópticos sin producir ningún daño intracerebral, por el contrario cuando el disparo se produce con el cañón apoyado la onda expansiva de la explosión se transmite al interior del craneo y afecta a los centros vitales del bulbo raquídeo.
Recuerdo un caso que al acudir de urgencias para reconstruir los parpados izquierdos, pues la bala con un trayecto oblicuo y daño conoide por afectación osea, habia seccionado el nervio óptico derecho y eliminado el globo ocular izquierdo, el paciente perfectamente consciente cuando le atendimos, sin ningúna lesión cerebral, había pasado en un instante de tener su visión normal a la mas absoluta de las tinieblas, por lo que no cesaba de repetir "No me hagan la autopsia que estoy vivo".
Un abrazo
Santiago
Querido Santiago,
EliminarMuchas gracias por tu lectura del blog y por este comentario. No solemos pensar en las consecuencias de un suicidio frustrado. Es muy interesante lo que dices, centrado en los efectos sobre la visión. Resulta sorprendente el hecho de que la ceguera real, sensorial, y no la muerte, pueda suceder a la ceguera vital que indujo a un suicidio no culminado (quizá no deseado en las últimas fracciones de segundo del paso al acto).
Es terrible que la separación de la pistola, muy probablemente por una última duda lúcida o temerosa, y su disparo, cieguen literalmente al suicida que no culminó su acto, haciendo que las tinieblas de su alma cristalicen en tinieblas reales, como las que, con el caso que presenciaste, revelas.
Sin duda, tu especialidad, puesta en práctica con tu sabia mirada, contemplando la visión del paciente, o su ausencia en él, abarca ejemplarmente lo que la Medicina siempre debe atender, la singularidad de cada paciente, en su cuerpo y en su alma, algo que pones de manifiesto con ese caso tan tristemente interesante. A la vez nos regalas una brillante lección de anatomía.
Un abrazo
Javier.