“Mirabilia vero
dicimus quae nostrae cognitioni nos subjacent etiam cum sint naturalia”
(“Llamamos
maravillas a los fenómenos que escapan a nuestra comprensión, aunque sean
naturales”)
Un amigo y
compañero me ha proporcionado la imagen que encabeza esta entrada. La obtuvo
trabajando en un laboratorio de fecundación in vitro, una técnica que supera la
infertilidad en una pareja. Se trata de algo muy habitual, e imágenes como la
mostrada constituyen un elemento diagnóstico rutinario para observar un cigoto
y su desarrollo en los estadios embrionarios iniciales.
Un sumatorio de diversas contingencias biográficas da lugar a la aparición de un óvulo fecundado por un espermatozoide, a un cigoto.
¿Qué vemos realmente ahí, en una simple célula, en un cigoto?
Desde el saber científico, asumimos que, si todo va bien, esa célula dará lugar a un ser humano. Se transformará inicialmente por sucesivas mitosis en un conjunto de células (mórula) que, tras otra transformación compleja, ya como blastocisto, se implantará en el endometrio de la madre que lo albergará. A partir de ahí crecerá, será embrión, feto, y nacerá ya como un bebé a quien alguien le dará un nombre desde el deseo, si todo va bien.
En el interior de esa célula, los genes heredados de una mezcla cromosómica de sus progenitores, tras la baraja meiótica, determinarán en gran medida los patrones de su desarrollo biológico y capacidades inherentes a él.
Un sumatorio de diversas contingencias biográficas da lugar a la aparición de un óvulo fecundado por un espermatozoide, a un cigoto.
¿Qué vemos realmente ahí, en una simple célula, en un cigoto?
Desde el saber científico, asumimos que, si todo va bien, esa célula dará lugar a un ser humano. Se transformará inicialmente por sucesivas mitosis en un conjunto de células (mórula) que, tras otra transformación compleja, ya como blastocisto, se implantará en el endometrio de la madre que lo albergará. A partir de ahí crecerá, será embrión, feto, y nacerá ya como un bebé a quien alguien le dará un nombre desde el deseo, si todo va bien.
En el interior de esa célula, los genes heredados de una mezcla cromosómica de sus progenitores, tras la baraja meiótica, determinarán en gran medida los patrones de su desarrollo biológico y capacidades inherentes a él.
Gradientes
moleculares citoplásmicos y, más tarde, embrionarios, asociados a la expresión
sucesiva de genes específicos, irán definiendo la topología del ser en
formación. De una simetría esférica se pasará a una bilateral en la que, sin
embargo, habrá asimetrías internas relativas a la situación de órganos
concretos, asimétricos a su vez, como el corazón o el hígado.
A la vez que el cambio anatómico es incesante en cada detalle, todos los órganos en formación se irán haciendo funcionales, íntimamente ligados fisiológicamente entre sí y con el cuerpo de una mujer que cobija la génesis de una arquitectura tan compleja. A través de la placenta, el organismo materno transferirá oxígeno y nutrientes, evitando reconocer lo que, como distinto, se rechazaría inmunológicamente.
Habrá muertes y vidas celulares que se acompasarán para ir formando los dedos de manos y pies, para establecer circuitos neuronales adecuados, para llevar arterias incipientes a todos los recónditos lugares del cuerpo que se forma, para que los huesos crezcan anunciando la rigidez necesaria cuando la ingravidez que propicia el mar primigenio, amniótico, cese.
Aunque la ontogenia no recapitule la filogenia, se ven rastros de ese recuerdo. Un simple ovocito refleja una curiosa síntesis de un largo proceso evolutivo y que sostendrá, a la vez, la singularidad subjetiva. Estamos ante el resultado de un proceso encuadrado en la óptica neodarwinista con restos lamarckianos como los que supone la epigenética, esa interesante interacción entre lo cultural y lo biológico, lo genético. El determinismo genético se complementó con la plasticidad que el error puede permitir en circunstancias especialmente favorables.
Una sola célula dará lugar a otras muchas con mayor o menor capacidad de diferenciación, desde células madre a las que son altamente especializadas.
Ajustes que abarcan desde el orden molecular, como cambios en el tipo de hemoglobina, genes que van siendo expresados o reprimidos, hasta grandes sucesos, como pasar de una respiración umbilical a una pulmonar, serán perfectamente integrados en la dinámica espacio-temporal del ser que nacerá.
Ese cigoto propiciará la génesis de un ser humano que físicamente será, como los demás seres vivos, un sistema termodinámico en el que la extraordinaria complejidad mostrada, asociada a la información genética, respetará la segunda ley. Lo material y lo espiritual van asociados íntimamente.
El saber científico no sólo avanza; también muestra sin cesar nuevos océanos de ignorancia. Mucho conocimiento falta para una comprensión del cómo y del porqué del desarrollo embrionario, abandonada la pregunta teleológica en Ciencia. Pero lo que ya sabemos, muy poco todavía en comparación con lo que, siendo finito, parece inagotable campo de investigación, sugiere preguntas tanto científicas como técnicas y filosóficas.
La ciencia de la vida parece inacabable, habiendo cristalizado por el momento en metáforas limitadas mecanicistas, moleculares e informativas, todas ellas estáticas, bioquímicas. Nuestra concepción del embrión es esencialmente morfológica y química, restringiendo la perspectiva física a una dinámica grosera en la que no se perciben las distintas escalas temporales en que se encuadran los múltiples fenómenos que permiten la vida y que la destinan en mayor o menor grado a algo que será reconocible como humano.
La fecundación in vitro es una técnica que, a la vez, suscita la potencial resolución de problemas médicos. Pueden seleccionarse embriones según que esté presente o no en ellos una mutación causante de una enfermedad. Pueden manipularse los genes mismos, y esa perspectiva, favorecida potencialmente por las técnicas de edición genética (como el CRISPR-Cas), plantea la posibilidad eugenésica en un modo que hasta ahora era inconcebible, no sólo como opción negativa (aborto) sino “positiva” (mejora supuesta de genes determinados). Así es contemplable un embrión como algo a destruir, a utilizar o a mejorar.
Y un bebé nace. Y se ve inmerso, a veces, de muy mala manera, en un mundo que va más allá del biológico; se trata del ámbito de la cultura. Sea ésta paleolítica, agraria o universitaria, el niño hablará (aunque sea ciego y sordomudo, podrá hacerlo de algún modo) e irá atravesando distintas fases de desarrollo biológico y de inmersión cultural, asociadas a ritos de paso. Y así, hasta el final, en que la hermana muerte se lleve al niño, al joven, al hombre maduro o al viejo en que se ha convertido, una biografía siempre inacabada. Pero ya nada será igual. Un ser hablante, un sujeto que lo es por eso, por tener consciencia de sí, por tener un cuerpo que alberga lo subjetivo indecible, dejará su huella en el mundo. Será imperceptible o no, lo será para bien o para mal, pero será singular, irrepetible.
Nada más natural que nacer, vivir y morir. Y, sin embargo, ante el nacimiento de un bebé es fácil que surja, desde la emoción y el asombro, el término “milagro”. Sin duda, esto es una exageración. Lo milagroso supone lo extraordinario asociado a la quiebra de la legalidad física, y los nacimientos de niños no tienen esa característica. Según la web “Worldometers”, en cada segundo nacen varios niños en el mundo. En nuestro país, con una natalidad en declive, nace un niño cada cuatro segundos.
Es algo muy común. Muchos nacimientos se producen todos los días en todos los lugares, incluyendo taxis. No hay milagro. Pero sí que hay algo. Y ese algo se da también, de un modo más especial, al mirar el cigoto. Sólo eso. De esa mirada desligada o no de un supuesto saber científico, surge una pregunta esencial que va más allá de los “cómo” y los “por qué” causales, que acabarían remitiendo al propio origen de la vida en nuestro planeta, único lugar del Universo en el que sabemos que la hay. La cuestión con que se nos interroga es sencillamente… ¿Qué?
¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que cada uno de nosotros ha sido una vez? ¿Qué es eso que ha supuesto millones de años de evolución?
La Ciencia nos puede decir “qué” es una célula (o quizá no; dudemos siempre), qué es un embrión, desde el punto de vista nominativo, taxonómico – nosológico si se comparan unos embriones con otros, nos podrá ir diciendo (aún falta mucho) cómo se desarrolla ese embrión y por qué en unos lugares se expresan unos genes y no otros, pero parece imposible que nos diga lo más mínimo del qué esencial, de qué es la vida, de qué es eso que reconocemos como potencia aristotélica que se actualizará en una subjetividad singular.
No. No es un milagro, pero sí algo maravilloso. Milagro, de “miraculum”, deriva de la raíz latina “mir”, que implica lo visual. Alguien reconoce un milagro desde la fe o sustenta a ésta en él. Shermer defendía la sensatez de requerir pruebas extraordinarias para hechos extraordinarios y, en ese sentido, noble, sencillo, la ciencia no simpatiza con lo milagroso, sino que lo excluye de su atención.
Pero de esa misma raíz, “mir”, deriva también otro término, lo maravilloso, los “mirabilia”, en plural, como le gustaba decir a Jacques Le Goff. Al contrario de lo que ocurre con lo milagroso, lo maravilloso sí que es facilitado extraordinariamente por el conocimiento científico, es realmente desvelado por él. La Ciencia no sólo nos aporta un avance epistémico impresionante, sino que, ligado a él, facilita la contemplación estética, extática incluso, más aún, mística, de la belleza del mundo y de la vida. La maravilla del proceso de desarrollo del ser humano no es única, sino que abarca más bien un número ingente y creciente de “mirabilia”, que, siendo visibles, cotidianos, empíricos, resultan casi increíbles al entendimiento, suscitando una potencial admiración reverencial. Su número, aunque finito, recuerda el de estrellas del Universo, porque parece inagotable.
Lo cotidiano no es milagroso, pero sí maravilloso. Y eso induce a la reflexión o, quizá mejor, a su ausencia, a guardar simplemente silencio, como sugería Lao Tse al decir que “el que no sabe, habla” (Tao Te King, 56). Reconozcamos la gran ignorancia del Ser. Callemos.
No soportamos lo incomprensible y ocurre que la Ciencia siempre acaba ante el límite de incomprensión… o empieza ya con él incrustado en su seno. Acaba así en dos ámbitos fundamentales, el físico y el matemático, con las relaciones de incertidumbre de Heisenberg y con la incompletitud de Gödel, respectivamente. Pero, en el mundo de la vida, el límite ya impregna todo desde que uno se asoma a él, porque al estudiarlo estamos ante lo incomprensible, por más que sepamos de genes, de moléculas, por más que podamos marcar circuitos neuronales o patrones de apoptosis o de expresión génica. Estamos ante los “mirabilia” que sostienen la vida misma, porque quizá lo único que podamos decir de la vida es eso, que, a pesar de los pesares, es maravillosa y remite a algo. ¿A qué?
Desde la creencia que propician las religiones del libro, hay la tentación de conferir a Dios la causalidad de todo lo existente, incluyendo el fenómeno vital, pero esa perspectiva de un Dios como causalidad última (el viejo “motor inmóvil”) o como tapador de agujeros epistémicos es deficiente porque supone la antropomorfización del Misterio y choca con el fácil y triste argumento de la teodicea: ¿Por qué iba a permitir un Dios con rostro humano los errores congénitos metabólicos, las graves malformaciones congénitas o serias enfermedades posnatales?
La simpleza del creacionismo no es superada por la visión de los científicos defensores del Diseño Inteligente. Al contrario, frente a la ingenuidad ortodoxa, esa Inteligencia postulada parece corresponderse a la de un sabio anciano con pijama y zapatillas, no a Dios, porque mal se concilia esa Inteligencia con tantos ejemplos en contra, como el “diseño” de la retina humana, hecho al revés.
Quizá la propia Naturaleza sea, en su misterio, equiparable a Dios o Dios a ella, “Deus sive Natura”. Es la opción de Spinoza que tanto le gustaba a Einstein (“Ich glaube an Spinozas Gott, der sich in der gesetzlichen Harmonie des Seienden offenbart, nicht an einen Gott, der sich mit Schicksalen und Handlungen der Menschen abgibt.").
¿Y entonces, qué?
Parece absurdo pedir más de lo que podemos recibir, porque no damos abarcado lo recibido ni en mínima proporción. Tenemos lo maravilloso, un conjunto de "mirabilia" que parece aumentar indefinidamente, inundándonos de belleza sublime, inefable. Y de extrañeza ante la que toda pregunta choca con la falta de respuesta.
Basta con eso. Basta con el silencio contemplativo. De lo que no se puede hablar, es mejor callar, decía Wittgenstein. Y aunque podamos hablar y hablar científicamente de lo que supone una imagen, la de un cigoto, acabaremos, si somos sensatos, en el silencio. Los creyentes asumimos que Dios es tan próximo como lejano, y para algunos de nosotros la única teología aceptable parece la apofática, callando ante lo inefable que es mostrado, porque nada puede ser dicho del Gran Espíritu, más allá de acogernos al sentido amoroso del Universo, algo armonioso que nos recibe en un brevísimo instante de su historia como constituyentes del río de la vida.
En ese río estamos y en ese breve tiempo podremos hacer algo o, simplemente, percibir el agua que nos lleva, de modo suave o turbulento.
Sólo cabe el silencio ante esa sencilla perfección que inaugura una vida humana. Da igual en esto el contenido de la creencia o su ausencia. Para Eckhart, hablar de Dios o de la Nada parecía lo mismo. El Misterio es demasiado inmenso, incomprensible. Cualquier calificativo se hace superfluo y limitante de algo que parece infinito.
François Cheng decía que parece como si el Universo hubiera esperado al ser humano para ser dicho. Un cigoto es la cristalización de esa esperanza en un inicio posible, único, extraordinario, en todo el espacio-tiempo cósmico. El Logos no cesa de encarnarse y, sin embargo, sólo en el contexto mítico podemos referirnos a lo inefable, ayudados, paradójicamente, por la propia Ciencia. Sólo en el silencio podemos percibirlo.
A la vez que el cambio anatómico es incesante en cada detalle, todos los órganos en formación se irán haciendo funcionales, íntimamente ligados fisiológicamente entre sí y con el cuerpo de una mujer que cobija la génesis de una arquitectura tan compleja. A través de la placenta, el organismo materno transferirá oxígeno y nutrientes, evitando reconocer lo que, como distinto, se rechazaría inmunológicamente.
Habrá muertes y vidas celulares que se acompasarán para ir formando los dedos de manos y pies, para establecer circuitos neuronales adecuados, para llevar arterias incipientes a todos los recónditos lugares del cuerpo que se forma, para que los huesos crezcan anunciando la rigidez necesaria cuando la ingravidez que propicia el mar primigenio, amniótico, cese.
Aunque la ontogenia no recapitule la filogenia, se ven rastros de ese recuerdo. Un simple ovocito refleja una curiosa síntesis de un largo proceso evolutivo y que sostendrá, a la vez, la singularidad subjetiva. Estamos ante el resultado de un proceso encuadrado en la óptica neodarwinista con restos lamarckianos como los que supone la epigenética, esa interesante interacción entre lo cultural y lo biológico, lo genético. El determinismo genético se complementó con la plasticidad que el error puede permitir en circunstancias especialmente favorables.
Una sola célula dará lugar a otras muchas con mayor o menor capacidad de diferenciación, desde células madre a las que son altamente especializadas.
Ajustes que abarcan desde el orden molecular, como cambios en el tipo de hemoglobina, genes que van siendo expresados o reprimidos, hasta grandes sucesos, como pasar de una respiración umbilical a una pulmonar, serán perfectamente integrados en la dinámica espacio-temporal del ser que nacerá.
Ese cigoto propiciará la génesis de un ser humano que físicamente será, como los demás seres vivos, un sistema termodinámico en el que la extraordinaria complejidad mostrada, asociada a la información genética, respetará la segunda ley. Lo material y lo espiritual van asociados íntimamente.
El saber científico no sólo avanza; también muestra sin cesar nuevos océanos de ignorancia. Mucho conocimiento falta para una comprensión del cómo y del porqué del desarrollo embrionario, abandonada la pregunta teleológica en Ciencia. Pero lo que ya sabemos, muy poco todavía en comparación con lo que, siendo finito, parece inagotable campo de investigación, sugiere preguntas tanto científicas como técnicas y filosóficas.
La ciencia de la vida parece inacabable, habiendo cristalizado por el momento en metáforas limitadas mecanicistas, moleculares e informativas, todas ellas estáticas, bioquímicas. Nuestra concepción del embrión es esencialmente morfológica y química, restringiendo la perspectiva física a una dinámica grosera en la que no se perciben las distintas escalas temporales en que se encuadran los múltiples fenómenos que permiten la vida y que la destinan en mayor o menor grado a algo que será reconocible como humano.
La fecundación in vitro es una técnica que, a la vez, suscita la potencial resolución de problemas médicos. Pueden seleccionarse embriones según que esté presente o no en ellos una mutación causante de una enfermedad. Pueden manipularse los genes mismos, y esa perspectiva, favorecida potencialmente por las técnicas de edición genética (como el CRISPR-Cas), plantea la posibilidad eugenésica en un modo que hasta ahora era inconcebible, no sólo como opción negativa (aborto) sino “positiva” (mejora supuesta de genes determinados). Así es contemplable un embrión como algo a destruir, a utilizar o a mejorar.
Y un bebé nace. Y se ve inmerso, a veces, de muy mala manera, en un mundo que va más allá del biológico; se trata del ámbito de la cultura. Sea ésta paleolítica, agraria o universitaria, el niño hablará (aunque sea ciego y sordomudo, podrá hacerlo de algún modo) e irá atravesando distintas fases de desarrollo biológico y de inmersión cultural, asociadas a ritos de paso. Y así, hasta el final, en que la hermana muerte se lleve al niño, al joven, al hombre maduro o al viejo en que se ha convertido, una biografía siempre inacabada. Pero ya nada será igual. Un ser hablante, un sujeto que lo es por eso, por tener consciencia de sí, por tener un cuerpo que alberga lo subjetivo indecible, dejará su huella en el mundo. Será imperceptible o no, lo será para bien o para mal, pero será singular, irrepetible.
Nada más natural que nacer, vivir y morir. Y, sin embargo, ante el nacimiento de un bebé es fácil que surja, desde la emoción y el asombro, el término “milagro”. Sin duda, esto es una exageración. Lo milagroso supone lo extraordinario asociado a la quiebra de la legalidad física, y los nacimientos de niños no tienen esa característica. Según la web “Worldometers”, en cada segundo nacen varios niños en el mundo. En nuestro país, con una natalidad en declive, nace un niño cada cuatro segundos.
Es algo muy común. Muchos nacimientos se producen todos los días en todos los lugares, incluyendo taxis. No hay milagro. Pero sí que hay algo. Y ese algo se da también, de un modo más especial, al mirar el cigoto. Sólo eso. De esa mirada desligada o no de un supuesto saber científico, surge una pregunta esencial que va más allá de los “cómo” y los “por qué” causales, que acabarían remitiendo al propio origen de la vida en nuestro planeta, único lugar del Universo en el que sabemos que la hay. La cuestión con que se nos interroga es sencillamente… ¿Qué?
¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que cada uno de nosotros ha sido una vez? ¿Qué es eso que ha supuesto millones de años de evolución?
La Ciencia nos puede decir “qué” es una célula (o quizá no; dudemos siempre), qué es un embrión, desde el punto de vista nominativo, taxonómico – nosológico si se comparan unos embriones con otros, nos podrá ir diciendo (aún falta mucho) cómo se desarrolla ese embrión y por qué en unos lugares se expresan unos genes y no otros, pero parece imposible que nos diga lo más mínimo del qué esencial, de qué es la vida, de qué es eso que reconocemos como potencia aristotélica que se actualizará en una subjetividad singular.
No. No es un milagro, pero sí algo maravilloso. Milagro, de “miraculum”, deriva de la raíz latina “mir”, que implica lo visual. Alguien reconoce un milagro desde la fe o sustenta a ésta en él. Shermer defendía la sensatez de requerir pruebas extraordinarias para hechos extraordinarios y, en ese sentido, noble, sencillo, la ciencia no simpatiza con lo milagroso, sino que lo excluye de su atención.
Pero de esa misma raíz, “mir”, deriva también otro término, lo maravilloso, los “mirabilia”, en plural, como le gustaba decir a Jacques Le Goff. Al contrario de lo que ocurre con lo milagroso, lo maravilloso sí que es facilitado extraordinariamente por el conocimiento científico, es realmente desvelado por él. La Ciencia no sólo nos aporta un avance epistémico impresionante, sino que, ligado a él, facilita la contemplación estética, extática incluso, más aún, mística, de la belleza del mundo y de la vida. La maravilla del proceso de desarrollo del ser humano no es única, sino que abarca más bien un número ingente y creciente de “mirabilia”, que, siendo visibles, cotidianos, empíricos, resultan casi increíbles al entendimiento, suscitando una potencial admiración reverencial. Su número, aunque finito, recuerda el de estrellas del Universo, porque parece inagotable.
Lo cotidiano no es milagroso, pero sí maravilloso. Y eso induce a la reflexión o, quizá mejor, a su ausencia, a guardar simplemente silencio, como sugería Lao Tse al decir que “el que no sabe, habla” (Tao Te King, 56). Reconozcamos la gran ignorancia del Ser. Callemos.
No soportamos lo incomprensible y ocurre que la Ciencia siempre acaba ante el límite de incomprensión… o empieza ya con él incrustado en su seno. Acaba así en dos ámbitos fundamentales, el físico y el matemático, con las relaciones de incertidumbre de Heisenberg y con la incompletitud de Gödel, respectivamente. Pero, en el mundo de la vida, el límite ya impregna todo desde que uno se asoma a él, porque al estudiarlo estamos ante lo incomprensible, por más que sepamos de genes, de moléculas, por más que podamos marcar circuitos neuronales o patrones de apoptosis o de expresión génica. Estamos ante los “mirabilia” que sostienen la vida misma, porque quizá lo único que podamos decir de la vida es eso, que, a pesar de los pesares, es maravillosa y remite a algo. ¿A qué?
Desde la creencia que propician las religiones del libro, hay la tentación de conferir a Dios la causalidad de todo lo existente, incluyendo el fenómeno vital, pero esa perspectiva de un Dios como causalidad última (el viejo “motor inmóvil”) o como tapador de agujeros epistémicos es deficiente porque supone la antropomorfización del Misterio y choca con el fácil y triste argumento de la teodicea: ¿Por qué iba a permitir un Dios con rostro humano los errores congénitos metabólicos, las graves malformaciones congénitas o serias enfermedades posnatales?
La simpleza del creacionismo no es superada por la visión de los científicos defensores del Diseño Inteligente. Al contrario, frente a la ingenuidad ortodoxa, esa Inteligencia postulada parece corresponderse a la de un sabio anciano con pijama y zapatillas, no a Dios, porque mal se concilia esa Inteligencia con tantos ejemplos en contra, como el “diseño” de la retina humana, hecho al revés.
Quizá la propia Naturaleza sea, en su misterio, equiparable a Dios o Dios a ella, “Deus sive Natura”. Es la opción de Spinoza que tanto le gustaba a Einstein (“Ich glaube an Spinozas Gott, der sich in der gesetzlichen Harmonie des Seienden offenbart, nicht an einen Gott, der sich mit Schicksalen und Handlungen der Menschen abgibt.").
¿Y entonces, qué?
Parece absurdo pedir más de lo que podemos recibir, porque no damos abarcado lo recibido ni en mínima proporción. Tenemos lo maravilloso, un conjunto de "mirabilia" que parece aumentar indefinidamente, inundándonos de belleza sublime, inefable. Y de extrañeza ante la que toda pregunta choca con la falta de respuesta.
Basta con eso. Basta con el silencio contemplativo. De lo que no se puede hablar, es mejor callar, decía Wittgenstein. Y aunque podamos hablar y hablar científicamente de lo que supone una imagen, la de un cigoto, acabaremos, si somos sensatos, en el silencio. Los creyentes asumimos que Dios es tan próximo como lejano, y para algunos de nosotros la única teología aceptable parece la apofática, callando ante lo inefable que es mostrado, porque nada puede ser dicho del Gran Espíritu, más allá de acogernos al sentido amoroso del Universo, algo armonioso que nos recibe en un brevísimo instante de su historia como constituyentes del río de la vida.
En ese río estamos y en ese breve tiempo podremos hacer algo o, simplemente, percibir el agua que nos lleva, de modo suave o turbulento.
Sólo cabe el silencio ante esa sencilla perfección que inaugura una vida humana. Da igual en esto el contenido de la creencia o su ausencia. Para Eckhart, hablar de Dios o de la Nada parecía lo mismo. El Misterio es demasiado inmenso, incomprensible. Cualquier calificativo se hace superfluo y limitante de algo que parece infinito.
François Cheng decía que parece como si el Universo hubiera esperado al ser humano para ser dicho. Un cigoto es la cristalización de esa esperanza en un inicio posible, único, extraordinario, en todo el espacio-tiempo cósmico. El Logos no cesa de encarnarse y, sin embargo, sólo en el contexto mítico podemos referirnos a lo inefable, ayudados, paradójicamente, por la propia Ciencia. Sólo en el silencio podemos percibirlo.
Agradezco al Dr. Tomás Domínguez Rodríguez la imagen fotográfica proporcionada.
Bellísimo artículo. Muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti.
EliminarComo siempre, tan acertado e ilustrativo. Una suerte poder leerte, Javier.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarQuerido Javier: Acabo de leer tu siempre interesante entrada. Y me viene a la memoria una frase que acostumbraba a repetir un viejo amigo cuando escuchaba que algo no podía ser: "Lo que no puede ser es parir sin joder". Y si, ya se puede. Y las imágenes de un espermatozoide lanzado sobre un óvulo. Para mi sigue siendo una fantasía microscópica, como las no menos espectaculares láminas del Espacio, del Universo, el macrocosmos. Tal vez porque estoy demasiado acostumbrado al tamaño humano. Una limitación de la que -para mi desgracia?-, jamás me recuperaré. De ahí que, en esta ocasión, prefiera las leyendas a la ciencia. Como los niños, reclamo la historia de que los bebés vienen de París, que los trae una cigüeña o que una mañana aparecen debajo de un repollo. Un relato más creíble que la fantasía del espermatozoide y el óvulo o la fecundación in vitro, como nos muestra esa formidable fotografía aportada por el Dr. Tomás Domínguez.
ResponderEliminarOtra razón para afirmar que el padre biológico no existe por mucho que lo diga el ADN. Este sólo sirve a efectos de heredar, y no hablamos tanto de genes como de bienes. Para ser precisos, estaríamos hablando de progenitor, ligado a la ley, y no del padre, perteneciente al relato. El padre por el que llamaos cuando tenemos miedo, como reza el título de una obra de Leopoldo María Panero: "Papá, dame la mano que tengo miedo".
En efecto, va a ser "el ser que habla", mas también el ser "del que se habla", incluso antes de nacer. Porque en condiciones normales, ante de poner en marcha el proceso de procreación -coito, fecundación in vitro- se puede barajar el nombre a eligir, esto es, existir como proyecto, dar nombre al deseo. Hablar precisamente de lo que no se puede hablar. Y que me perdone Wittgenstein y Lao Tse, quien -no sé como se llama esta forma gramatical- es capaz de hablar para decir: "el que no sabe, habla"
Una "marabilia", Javier. Un placer. Salud y un fuerte abrazo.
Querido Fidel,
EliminarMuchas gracias por tu lectura y tan agudo comentario, realzado por tu sentido del humor.
Es interesantísimo lo que indicas. Te refieres a ese "antes", el que hace posible el deseo de alguien, de alguien que sabe el nombre de quien ni cigoto es todavía, el nombre que le pondrá a ese que aun no es, que por ello no habla, pero de quien ya se habla.
Todo avance tiene su haz y su envés. En este caso, tenemos el problema no resuelto de un exceso de embriones, que nunca darán lugar a nadie, congelados o utilizados como sistema experimental. Jamás tendrán nombre. Si el deseo puede frustrarse por infertilidad, su satisfacción con las nuevas técnicas no está exenta de efectos colaterales como ése.
En cierto modo, creo conveniente recalcar aun más lo que dices, podría llegar a afirmarse que se es como potencia pura, no siendo, se es como deseo, sin el cual no cabría hablar de ser y, en ese sentido, se entendería que la legislación contemple en unos cuantos países el aborto del resultado de una violación; si falta el deseo, no podría ser-se, porque no se es convocado a este mundo.
Todo lo que dices es coherente con algo tan importante y resalto también lo que dices; el padre no es quien da los genes, sino la mano, cuando se necesita, cuando se tiene miedo, inseguridad.
En cuanto a la limitación que ves en ti (la perspectiva del tamaño humano), no la percibimos como tal quienes te conocemos, pues es por ella y desde ella que podemos disfrutar de tu obra literaria y artística.
En cuanto a Lao Tse, supongo que era un tanto narcisista.
Un abrazo,
Javier
Querido Javier: estamos acostumbrados a tus maravillosas reflexiones. Esta última es particularmente impactante porque nos asoma a ese abismo donde la belleza y lo ominoso se mezclan. La vida es esa fuerza que se propaga de manera infinita, puesto que la muerte solo es un cambio parcial. El cadáver de cualquier ser vivo se descompone dando lugar a nuevas formas de vida. La vida persevera y esa porfía es tan mágica como temible. Leer tu descripción de cómo se va formando un ser humano, los millones de micro procesos que ocurren es escalofriante. Y a la vez produce un sentimiento de que algo grandioso dirige esa orquesta celestial. Poco a poco vas convenciendo a este judío ateo de que en alguna parte se esconde el secreto de la gran máquina que jamás podremos comprender del todo.
ResponderEliminarUn abrazo
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarTe agradezco mucho tu comentario, tan generoso como siempre.
Dices bien que "La vida persevera y esa porfía es tan mágica como temible". La vida, en general, y no necesariamente la humana, que puede extinguirse a expensas de otros organismos, por nuestra propia estupidez o por una sinergia de ambos factores.
Nuestra especie es especial sólo desde nuestro punto de vista, no desde la ceguera de la Naturaleza.
Creo que sí, que estamos ante algo grandioso, con independencia de la perspectiva filosófica o religiosa de cada cual. Tanto para un ateo como para un creyente el fenómeno vital es maravilloso. El descubrimiento relativamente reciente de los mecanismos implícitos en la vida (muy fragmentario en realidad, aunque tenga consecuencias técnicas impresionantes) ha favorecido quizá la perspectiva atea. Crick y Gould, por ejemplo,fueron ateos, aunque este último reconocía dos "magisterios" separados, el científico y el religioso. Por cierto, Gould escribió un libro sobre los fósiles de Burgess Shale y lo tituló "La vida maravillosa".
Hablando del "secreto", en otro orden, el de la Física, Einstein se refería,en una carta a Max Born, al secreto del Viejo ("Der Alte", compatible con el Dios de Spinoza en quien decía creer).
En lo que creo que todos podemos estar de acuerdo es en que ese secreto parece alejarse paradójicamente más y más a medida que más nos acercamos.
Un abrazo,
Javier
Hola Javier. Empiezo las clases de ácidos nucleicos con "En un principio fue el verbo" La clave es una molécula, el ARN, que tiene capacidad de información y de acción. Luego viene "Y el verbo se hizo carne..." con la traducción a las proteínas. Ese comienzo de la vida en el ARN sigue entre nosotros. El ARN materno es el encargado de encender y apagar los genes para que el embrión se desarrolle. Recientemente se ha descubierto que también las moléculas de ARNip del padre, y las experiencias acumuladas en él influyen en como se va a leer la biblioteca del genoma
ResponderEliminarNeuronal Small RNAs Control Behavior Transgenerationally. Rachel Posner et al. Cell, June 06, 2019. DOI:https://doi.org/10.1016/j.cell.2019.04.029
Es como si fuesemos una matrioska en donde los distintos sistemas de información nos llevan a la cultura y quien sabe si a otros “sistemas” sin soporte biológico. Lo que si es cierto es que la linea de tiempo importa, que esa información no es estática, genera otras informaciones y tiene un impacto en el futuro. Me ha encantado la síntesis que has hecho de una vida que une lo biológico con "algo" que ya no lo es ¡Se intuye claramente esa comunicación, esa armonía!
Muchísimas gracias, Esteban, por tu comentario y por el hermoso artículo que me adjuntas. Todavía no lo leí más que por encima (estos días ando liado, pero ya lo tengo ahí dispuesto. Creo que hay algo claro, supongo que para ambos, y es que el mundo de la Biología no sólo es impresionante, sino que cada avance epistémico muestra más y más belleza y, a la vez, más y más ignorancia con la que no se contaba.
EliminarEl ejemplo de la matrioska es excelente. Una matrioska que sustenta a la vez una dinámica constante, compleja, inagotable.
Bueno, parece que Lamarck, aunque no tuviera la más remota idea de estas cosas, no iba tan desencaminado en su hipótesis general.
Veo que sigues en la brecha y eso es algo enriquecedor per se, pero mucho más aún teniendo en cuenta que ese conocimiento no queda sólo en ti y en quienes tenemos la suerte de contar con tu amistad, sino que lo enseñas a unos jóvenes que, si no ahora, algún día sabrán que han sido muy afortunados al tenerte como profesor. Quién sabe, quizá vayas dejando semillas intelectuales para que a corto o medio plazo un ecuatoriano se lleve el Nobel y lo logre trabajando ahí, en su país.
Un fuerte abrazo,
Javier