"Después del temblor, fuego, pero no estaba Yhvh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave"
(1 Ry 19,12).
El viejo problema
de la teodicea (si existe el mal en el mundo, una de dos, o Dios no es bueno o
no es omnipotente) es una estupidez sólo compatible con la limitada imagen
antropomórfica de lo divino.Y afirmo esto a
pesar de Auschwitz, que ya puede parecer osado.
Y es que cargamos
aun con la imagen que, con razón en caso de asumirla, atacan Dawkins y demás,
la de un dios con barba, túnica o bata de casa y zapatillas, que diseña personas,
animales y cosas (haciéndolo tan mal muchas veces). Y es que un dios así no
existe más que en imaginaciones infantiles y abundantes pastorales infantiloides que,
tantas veces, se hacen inmunes al propio desarrollo intelectual, como parece
suceder con una versión del cientificismo (hay la opuesta, no menos insensata).
Lo terrible
ocurre. En todas sus formas. Y sólo contradice una imagen del dios adánico y
edénico. Pero ocurre que no estamos en ningún Edén. El Gran Espíritu que todo
lo abarca, que sostiene amorosamente el Universo (en eso creo), es tan próximo a la mística
como aparentemente lejano, oculto, a la tragedia. Y, si podemos alcanzar alguna
vez, algún segundo eterno, la perspectiva mística, lo propiamente nuestro es,
más bien, la tragedia que ve la propia vida en su fragilidad y en su dignidad,
que percibe la acción ética, noble, como la gran posibilidad de pérdida de la
propia vida si el amor mismo lo requiere (Jn.15,13).
A veces, lo
trágico sólo puede ser simplemente aceptado como pasividad coherente más que
como donación activa. No queda otra opción humanamente digna.
Es en la pérdida brutal que el sentimiento
místico, si se dio, troca en sentimiento de absurdo, de un absurdo brutal que
pone a prueba, a veces de modo insoportable e insuperable, la fe como confianza radical
en el Misterio, en lo que, de existir, se contempla ya como un Deus absconditus. Es en esa
pérdida que el sentimiento de abandono radical, de soledad inaudita, puede ser
la única, terrible y paradójica compañía. Es ahí que el océano de la perspectiva mística
pasa a ser el mar tenebroso para quien ha pasado a la condición de trágico náufrago.
Un buen amigo me
habló serenamente de que en su familia habían perdido la “sonrisa de la vida”. Serenamente.
No es poco. Así de simple. La contingencia en forma de insensatez humana causa un accidente letal y una
sonrisa esencial desaparece para siempre.
La sonrisa es
término femenino, y femenino suele ser quien o que la proporciona, la madre de
uno, una mujer, una hija, la madre Tierra, la Vida. Hasta los que se ganan la vida en el mar hablan frecuentemente de "la mar"… No extraña que la creencia cristiana se hunda
lejanamente en la raíz mítica, anterior a Cristo, de la maternidad virginal y
divina, en esa aporía anticientífica, ilógica, tan absurda como verdadera por íntimamente
humana, porque la propia sonrisa de Dios parece inconcebible sin la aceptación,
sin la sonrisa de una mujer. “Angelus Domini nuntiavit Mariae”. Fra Angelico
imaginó ese momento en el que el ángel esboza una respetuosa sonrisa para recibir la esencial. “Gratia
plena, Dominus tecum”.
Una sonrisa que
también un hombre puede proporcionar, pero desde su manifestación espontánea de
lo que es femenino por antonomasia, la Vida, esa vida que florece en los sueños
de adolescentes, de jóvenes, en la creatividad posible.
Aunque también la
muerte se escriba en femenino y hagamos bien en llamarla hermana, como hacía
San Francisco, hay otro término femenino que facilita un duro consuelo, pero consuelo y
sosiego a fin de cuentas. Se trata de la esperanza. No todo puede estar
perdido para siempre. No pueden haber sido inútiles los millones de jóvenes que
sembraron de sangre los campos y las playas de Europa en el pasado siglo, las penurias de
tantos que murieron como cosas numeradas en los ignominiosos campos
concentracionarios, el terror del hongo atómico en Hiroshima, los vietnamitas arrasados con napalm, tantos y tantos en todo el mundo que han sido sacrificados en el altar de la barbarie. Cada uno de esos cadáveres ha dejado de sonreír, pero es
contemplable que sea sonreído, acogido por la singularidad materna, eterna,
divina.
Creer es esperar, es aceptar lo inaceptable; es asumir que, si maravilloso
es que vivamos, cabe concebir una maravilla que lo es más aún, la de ser
aceptado en nuestro desvalimiento, la de que nuestra tragedia personal sea
aceptada al final por lo que no tiene nombre, por quien Es el que Es, por quien
Será el que Será, por el Absoluto amoroso, cuyo Nombre es indecible y sólo audible en el suave susurro que acaece tras la tormenta, el huracán y el fuego.
A un buen amigo.
Querido Javier: afortunado ese desafortunado amigo que encontrará en tu escrito el consuelo de tu asombrosa fe. Una fe que no se inscribe en ninguna corriente establecida, sino que poco a poco voy aprendiendo a conocer como una creación que solo te pertenece a ti. Algo intransferible, y a la vez fascinante. Sobre el sentido de millones de muertes insensatas me debato entre Kafka, convencido de que Dios nos ha abandonado, y la intuición de Lacan de que los hombres han inventado un dios oscuro al que deben ofrecerle sacrificios sin cesar. En el fondo, ambas posibilidades no dejan de ser un remedio para hacer soportable el fondo primero y último de la existencia: la total ausencia de sentido, algo decididamente aterrador, que necesitamos expulsar de nuestra conciencia cotidiana para seguir viviendo.
ResponderEliminarUn gran abrazo,
Gustavo Dessal.
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias por tu comentario, que induce a la reflexión.
El psicoanálisis supone un saber. Y un saber que es algo a aceptar por su evidencia, no precisamente un bálsamo que alivia un síntoma. Somos puestos ante lo que señalas, la ausencia de sentido. Lo que lo sostenía queda desbaratado, las identificaciones, desmoronadas, el orden vital desordenado. Saber de uno mismo se hace duro, difícil, a la vez que necesario. Saber nos enfrenta a la responsabilidad, pero sin los apoyos en los que se fue construyendo la propia vida, de los que curiosamente también hemos sido responsables. Si había un dios infantil, desaparece. Si había una creencia en el orden universal, se apagará o cambiará radicalmente. Un gran vacío se abre y sabemos que no podemos llenarlo.
Lo religioso sigue impregnado de lo sacrificial, sea en aztecas o en católicos, en un grado o en otro. Weber sostenía la curiosa relación entre el protestantismo y el capitalismo; acaba siendo igual para muchos (algunos considerados grandes referentes) adorar a Dios y al dinero o, de forma más cínica, adorar a Dios a través de la riqueza.
Creo que Lacan tiene más razón que Kafka al indicar la invención de un dios que requiere ese sacrificio perenne, instalado en todas las civilizaciones y en todas las fases de la vida. Por otra parte, no ha sido por renuncia a un dios, sino en su nombre, que lo peor ha ocurrido cualitativa y cuantitativamente. Las catequesis y homilías cristianas, sean para niños o adultos, suelen referirse al ideal de los primeros cristianos, que, desde mi modesto punto de vista, eran en general simples fanáticos (basta con ver las discusiones entre las iglesias nacientes y la intransigencia ante los demás, tanto antes como después de Constantino), un fanatismo que destacó el gran Gibbon. La frase de Tertuliano sigue siendo vigente, pero de modo universal; la sangre de los mártires (sean de la religión que sean) es semilla de nuevos mártires. Lo sacrificial atrae poderosamente, incluso en ese grado.
En el cristianismo se olvida con demasiada frecuencia que Jesús fue un héroe trágico, que lo que sintió al final fue incluso peor que todo el tormento previo, porque fue el abandono absoluto; dicho de otro modo, el fracaso de la ausencia de sentido. Después se hablaría torpemente de la redención y de esas cosas, pero hubo sentimiento brutal de abandono, en plena juventud. El Reino no se instauró tal y como lo concebía. La segunda venida se hizo, se hace, esperar. Y desde el comienzo una elaboración teológica produjo lo que produjo; de todo, bueno y malo. Al cristianismo le es esencial la creencia en la resurrección, la vida eterna, pero eso se ha confundido y se sigue confundiendo con la inmortalidad, siendo así que ésta requiere el tiempo y la muerte nos sitúa fuera de él.
¿Y entonces qué? No sé. Te refieres a mi fe. La concibo como creer lo que veo, intuyendo que tanta belleza, tantos “mirabilia” a los que me refería en la entrada anterior, tienen ese sentido que no puede vislumbrarse desde el saber auténtico en la propia biografía. E intuyo que lo bueno humano, la compasión, el amor, el ser capaz incluso de dar la vida por otro, también sugieren un sentido, aunque no se haya buscado; tal vez precisamente por eso se dé, como aceptación ética. Quizá el sentido resida en asumir su ausencia y actuar humana, amorosamente, a pesar de esa carencia. No hay sentido, pero podemos “crearlo” … ayudando, sosteniendo la esperanza de otros, dándoles algo de nuestro tiempo, de nuestra agua, de lo que sepamos.
Mi fe podría resumirla en lo siguiente: no hay sentido aparente, pero sí cabe la esperanza en conciliar nuestro destino con el sentido amoroso que, para los creyentes, Dios parece otorgar al Universo. Un sentido que no se revela en lo biográfico, pero que es perceptible en el Todo. Y ahí ya entro en la circularidad: creo en Dios porque percibo un sentido amoroso en lo existente, y creo en que puedo aproximarme a ese sentido amoroso desde la creencia en Dios.
Un abrazo
Javier
Una vez más, el dios de Spinoza... El mío. Gracias por la reflexión.
ResponderEliminarGracias a ti.
EliminarTengo cierta tendencia a presentar mi creencia como si lo fuera en el Dios de Spinoza, pero es defecto mío. En realidad, creo más bien en un Dios que es la gran Alteridad, un Otro, un Absoluto, no nombrable, pero que no es indiferente a los asuntos humanos.
Un afectuoso saludo,
Javier