Eros, thanatos… pulsiones tan aparentemente antagónicas y, sin embargo, tan confundidas en el máximo ideal, en el afán de pureza.
Nosotros no somos ellos. Nosotros, los puros, nos reconocemos en eso que nos une, en la ortodoxia y la ortopraxis de la que carecen ellos, los otros, diferentes por ser negros, inmigrantes, incultos, enemigos, impíos, pervertidos, ateos, chamanes, errados en su creencia…
Ah, la religión. En nombre de Dios, lo más horrible se hizo, lo más ruin se sigue imponiendo, pero no en una religión cualquiera, sino en la que haya cristalizado en un libro sagrado. Borges lo describió de un modo hermoso en su narración sobre “los teólogos”. Teólogo, un término que alude a la palabra, al logos, y que encierra en sí misma el oxímoron mas radical, pues sólo un término se precisa, ni siquiera dos, para referirse a quien estudia lo imposible, a quien aspira a conocer a Dios, al Innombrable, como si no bastara con amarlo.
Cualquier incauto pensará que la religión sólo tiene que ver con una creencia en un dios inmanente o, de modo más habitual, trascendente. Pero no es así. Hace pocos años, John Gray ya nos previno al modo especular, al percibir la religión en lo que menos religioso parece, algunas formas de ateísmo, analizando siete modos en los que éste se expresa. La dificultad de ser ateo coherente es grande, tanto o más que la de creer sin delirios asociados.
Dios, sea lo que sea lo que entendamos por ese nombre tan degenerado o lo que descreamos al referirnos a Él, a Ella, pues primero fue la Diosa, o a Ello, eso que subyace en algo colectivo, como Jung imaginó en su particular y discutible modo de entender el fondo anímico general, es inaccesible. A cambio de esa imposibilidad epistémica, será, a veces sólo en instantes, en el no saber de la gran ignorancia, que alcanza su modo más precioso e inefable en la perspectiva apofática y mística, cuando podremos intuir un poquito del Misterio Amoroso (“Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”, decía San Juan de la Cruz). Podrá haber, desde esa intuición, un desprendimiento poético, en pobreza, pero no base alguna de pretensión ortodoxa.
El libro sagrado atrae poderosamente la mirada que interroga, la que requiere, en su perspectiva del mundo, el dogma. Es tal la atracción dogmática, que lo que parece más racional, la ciencia, puede ser asfixiada por la narrativa cientificista, exageración inaudita del poder epistémico y pragmático del método científico olvidado y traducido en narración de resultados que sustentan las promesas soteriológicas más delirantes. La mayor traición que se le puede hacer a la ciencia es precisamente esa, olvidar su método y hacer de ella pura narración de finales felices, pero será entonces, cuando, convertida en narración, la ciencia pase a ser creencia y, por ello, sustituible por cualquier otra fe, incluso mágica.
Lo religioso, en el sentido del religare, de la ligazón o seguimiento a algo o alguien tiene un inmenso poder. Abundan los ejemplos de la obsesión por la ortodoxia definida por un líder político (recordemos el nazismo) o por un maestro espiritual o filosófico reconocido como tal en el ámbito que sea, por muy liberadores que se perciban sus escritos, sus enseñanzas. También ocurre con quienes criticaron y, a la vez, propugnaron el rebaño, aunque fuera a su pesar. Sí. También sucede con el atractivo que generaron los maestros de la sospecha.
La simplificación religiosa supone el reduccionismo. Y todas las simplificaciones son tan atractivas como potentes a la hora de acoger fieles seguidores. Por ejemplo, el cientificismo relacionado con lo humano puede ser sustituido con gran facilidad, como creencia, por otra que todavía es peor en sus efectos, el psicologismo. La medicina, a su vez, puede ser alejada de su mirada humana y encorsetada, en su práctica, en el sagrado protocolo que decidan las tan mal llamadas sociedades científicas y que promoverá la medicina defensiva.
Desde esa ortodoxia tantas veces lograda, el heterodoxo podrá ser perseguido o simplemente aislado, ignorado. Parece que precisamos luminarias y figuras carismáticas que induzcan seguimientos, influencias u orientaciones para mejorar el mundo. Pero sólo serán buenos humanamente si no sucumben al atractivo del rebañismo eclesial, eso que hace del otro, en el mejor de los casos, un cismático o simplemente un extraño, incluso cuando la diferencia singular parece mínima.
Tengo un amigo musulmán, Omar, senegalés nacido en Touba, la segunda Meca. Cuando me pregunta si creo en Dios y en la reencarnación le digo que no. ¿Eres ateo? Para simplificar (¡Oh, temeridad!) le contesto que sí, soy ateo, pero no estoy seguro de serlo, como no estoy seguro de ser tantas cosas que se entienden como contraposición a otras.
ResponderEliminarNo quiero hacer un comentario de tu texto, sino una alabanza de tu pensamiento, del pensamiento de un humanista que se descubre a lo largo de tus exposiciones en este blog.
Desde las primeras líneas me quedo prendado por la exposición de ideas tan profundas como la que ahora nos propones. Da igual que las comparta o que las matice desde mi propia vivencia. Es un enorme placer leerte. Y ese placer tiene su pulso en el cuestionamiento que hago de mí, de mi “estrategia” intelectual, de ese yo que, tantas veces, no es sino un constructo, una convención. Quiero darte las gracias más sinceras por eso, por provocar ese cuestionamiento, por ese “conócete a ti mismo” tan difícil y tan esencial para vivir.
Un fuerte abrazo.
Miguel.
Querido Miguel,
EliminarMuchas gracias por tu comentario, que supone un gran estímulo para mí.
Un abrazo
Querido Javier: como habitualmente, te respondo por este medio.
ResponderEliminarLacan bromeaba con su habitual ingenio sobre los teólogos. Decía que lo que define a un teólogo es su increencia absoluta en Dios, de allí que dedique su vida a demostrar su existencia.
Pero más allá del chiste, que sin duda encierra una profunda verdad, tú me has enseñado a entender a Dios y al sentimiento de lo religioso como nunca antes lo había comprendido. Ayer vi una hermosa película, que tiene ya muchos años: “Lady Halcón” (“Ladyhawk”). Si no la has visto, te la recomiendo. En en el film se refleja el papel espantoso de la Iglesia Católica a lo largo de la historia, pero habría sido lo mismo si la película tratase sobre cualquier otra Iglesia, en su función institucional reaccionaria y aliada de los poderosos. Pero la religión que tú expresas en tus reflexiones es un modo de apuntar a uno de los elementos más valiosos de la eticidad humana.
Un abrazo.
Gustavo Dessal
Querido Gustavo;
EliminarMuchas gracias por tu comentario.
Lo eclesial es terriblemente peligroso, como bien apuntas. Trataré de ver esa película.
En cuanto algo se hace estructura, organización religiosa, lo bueno de la religión puede tornar en lo peor, y especialmente para los propios, desviados del dogma de pretensión universal. Ocurrió con S.Francisco de Asís, con los místicos españoles (también con los renanos)... Sólo parecen librarse del peso de lo institucional personas con coraje para creer lo que ven (no lo que no ven) y ahí situaría, por ejemplo, a R. Tagore.
Lo importante es buscar y uno encuentra o no. Jesús recomendaba rezar en secreto y aludía en sus parábolas a buscar lo que realmente importa y que es tan importante que sólo uno mismo puede reconocer que lo encuentra en mayor o menor grado. Es natural que las cosmovisiones cristalicen en credos y un credo está bien siempre y cuando sea un contexto de partida (quizá de llegada), pero no un conjunto de creencias, sino de evidencia subjetiva en lo que se cree o, mejor, en lo que se espera.
Al final, lo que importa es eso que indicas, la ética. No concibo un dios tan simplón como para que le importe mucho lo que no sea que alguien trate siempre de autorreconocerse en sus carencias para tratar de ir limando sus defectos y ser mejor persona. La creencia es sólo una vía que uno se encuentra... o no.
El chiste lacaniano sobre los teólogos encierra, como bien dices, una verdad. Un insecto, una estrella, una flor, pueden "demostrar" a Dios mucho mejor que cualquier discurso teológico. El absurdo en todas sus formas, incluyendo las más terribles, puede facilitar la esperanza contra toda esperanza en Dios mucho mejor que cualquier discurso teológico.
Uno tiende a valorar, a veces excesivamente, lo intelectual, y, en ese terreno, los teólogos ganan. Pero parece una vía mucho más sensata la sencillez, el respeto a la vida, la apertura a lo misterioso que nos rodea y constituye. Por poner un ejemplo concreto, Hans Küng me parecía un teólogo excelente, de enorme altura intelectual, pero, más que sus libros, brillantes, me ha gustado uno que adquirí hace poco del Papa Francisco. Lo compré intuyendo, como ocurrió, que el contenido hacía honor a su título, "Te deseo la sonrisa". No es un deseo menor, desde luego, cuando la sonrisa es natural.
Un sonriente abrazo,
Javier