“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo” (Eclesiastés / Qohélet, 3,1)
Las viejas palabras bíblicas resuenan en una obra del escritor Erich Maria Remarque, llevada al cine con el título en castellano de “Tiempo para amar, tiempo para morir”.
Antes, Remarque había publicado un libro que le dio mayor celebridad, “Sin novedad en el frente”. La cruz de hierro, ganada en el gran conflicto que supuso la primera guerra mundial, no le evitó que tuviera que emigrar de Alemania tras el ascenso del nazismo, como tantos otros.
En la película a la que me refiero aquí se muestra ese contraste entre los tiempos a los que se refiere el libro sapiencial. El protagonista alemán en la segunda gran guerra vive, en unos pocos días de permiso en un Berlín ya bombardeado, la pasión del enamoramiento, que ha de cortarse bruscamente con su regreso al frente ruso; allí la muerte le sorprenderá leyendo la última carta de su mujer (creo que este resumen no evita que se vea la película, sino que puede incitar a hacerlo).
Sobra abundar en el horror que implica una guerra, porque no se puede hablar nunca de ella en pasado. Hoy mismo, ese jinete apocalíptico es algo tan cotidiano que casi ya no es noticia, como no lo son los otros jinetes, peste (llamada ahora Covid), hambre y muerte.
La película mencionada la asocio a otra que ya he visto repetidas veces (también en estas navidades), “Qué bello es vivir”. En ambas se apunta al tiempo propicio, al tiempo de Aión, ese en el que podemos sumergirnos y sentir la eternidad ya antes de morir. La obra de Remarque nos hace sentir el valor del presente. Hay tiempo para amar… aprovechémoslo. Ya moriremos y siempre será absurdo, pero el absurdo de la muerte no implica que la vida sea también absurda; al contrario. En la otra película, James Stewart interpreta a un hombre que, abocado al suicidio, es salvado por un ángel mediocre con forma humana (hay tantos…) que se limita a mostrarle el complemento de lo que los fantasmas navideños le revelaban a un viejo avaro en un cuento de Dickens. Se trata aquí de recordar el pasado para cambiar ya, en el instante presente, el futuro.
El fracasado que interpreta J. Stewart acaba descartando la opción suicida porque se le evidencia que su vida hasta entonces tuvo el gran sentido de haber ayudado a otros en mayor o menor grado, a tal punto que, de no haber vivido, una parte del mundo sería peor. El cascarrabias Scrooge comprende que no lo ha hecho bien precisamente y da un vuelco bondadoso a su vida. En ambos casos, no importa el cuánto se ha vivido ni cuánto queda por vivir, sino el cómo y en los dos se da un tiempo nuevo, el de Kayrós, el de la oportunidad ética. Kayrós fue también el tiempo en que el soldado alemán optó por amar, aunque le quedara poco tiempo cronológico, el de su permiso, que intenta infructuosamente prolongar unas horas.
Siempre tenemos tiempo de mejorar nuestra vida hacia el amor. Siempre podemos cambiar de la simple existencia en el mundo a habitarlo, según sugería Hölderlin.
Remarque mejoró el mundo con sus obras y nos da igual su vida privada, pues a cada uno nos basta con la propia. Del mismo modo, los personajes de ficción citados se hicieron conscientes de la oportunidad ofrecida por la vida y la usaron para cambiarla, para cambiar el mundo.
Ocurre que el mundo no es, podríamos decir, algo estructural, sino que cambia por la acción de personas concretas, y cada uno de nosotros tiene la maravillosa posibilidad de hacerlo, mediante un cambio a mejor, eso que podría decirse con el término de “conversión”, de “despertar” o, quizá, como “metanoia”.
No cabe considerar la posibilidad ética desde un enfoque “top-down”, como si fuera responsabilidad única de quienes tienen el poder económico, político, social, del tipo que sea y a cualquier escala. Sólo es concebible de modo universal un enfoque “bottom–up”.
Hay dos aspectos comunes a las tres historias aludidas (realidad o fantasía es lo de menos) que me parecen relevantes.
A uno de ellos le podríamos llamar “síntoma”. Es sintomático que un soldado alemán en el frente ruso ignore un peligro obvio para un espectador “objetivo”. Es sintomático que un hombre descarte su suicidio para rescatar a un extraño que se ahoga en las aguas a las que aquél iba a arrojarse para morir. Y lo es también que un viejo gruñón se deje llevar por aparentes sueños. Es decir, el síntoma, en su contingencia, impredecible en su aparición y desarrollo, nos interroga más que cualquier interés epistémico, sea científico o filosófico. Y es que el síntoma es incómodo, a veces insoportable.
El otro aspecto, no menor, es la necesidad de un “otro” con el que confrontarnos, no intelectualmente, sino radicalmente, hasta la médula ósea, porque sólo así nos confrontaremos con nosotros mismos, nos descubriremos, aunque seamos viejos. Estamos ante una necesidad que puede verse satisfecha por dos tipos de contingencia, el síntoma que se desencadena y el encuentro con alguien que nos puede ayudar. Un soldado alemán encuentra esa alteridad en una chica de la que se enamora, un ángel con forma de viejo o los fantasmas navideños encarnan ese otro en los demás cuentos aludidos. Se da un elemento de sorpresa.
Un síntoma muy distinto, cualquier síntoma y el de cada cual, de hecho, puede inducirnos al encuentro con otro a quien le suponemos un saber. Eso ocurre en el Psicoanálisis. Ese ha sido el gran hallazgo de Freud. Psicoanálisis, algo que va más allá de lo que el propio término expresa, algo que precisa la alteridad como elemento esencial.
Sólo habría un modo de satisfacción espiritual que no pase por esa criba de un incómodo análisis; sería el encuentro directo, místico, con la Gran Alteridad, con lo Inefable. No son excluyentes. Al contrario, uno puede acercarse a Dios mismo (o salir ateo) desde un análisis… porque el psicoanálisis no persigue la curación del síntoma; simplemente facilita que nos hagamos un poco mejores y ese cambio favorable puede enmarcarse en cosmovisiones muy distintas, a veces sólo aparentemente antagónicas.
Se inaugura un nuevo año, pero esencialmente lo que nos indica es que se inaugura un nuevo día, sólo eso, nada más, nada menos, y con él se nos ofrece la oportunidad de ser radicalmente humanos.
En realidad el titulo del libro es casi un oximoron porque del "Nada nuevo (nichts neues" titulo original, tanto en el caso del texto como de la película, lo que surge, si que es algo nuevo nuevo de esa travesía del fantasma, por lo cual siempre es necesario atravesarlo y por lo cual casi siempre apostamos por ese algo nuevo, por ese "etwas neues"(Endlich), finalmente.
ResponderEliminarMuy buena reflexión, javier lo que para los que te leemos, tampoco es "neues", sino por fortuna habitual.
Un abrazo
Oscar Strada
Muchas gracias, Óscar, por tu comentario.
EliminarSí. Hay que apostar, en todos los órdenes de la vida, por "etwas neues" como indicas, al menos en lo bueno: la creación artística, el descubrimiento científico, el conocimiento en general y, lo más difícil y que el psicoanálisis facilita, ese saber que se refiere a uno mismo y se desvela en el encuentro analítico, ofreciendo la posibilidad de mejorar éticamente.
Agradezco mucho que tu lectura sea habitual y que me estimules con ella y tu última frase.
Un abrazo
Javier
Querido Javier: una vez más, gracias por las hermosas reflexiones que nos regalas. En medio de tanto desasosiego, tu convicción en el valor de la vida y el respeto a la dignidad de la diferencia absoluta de la que cada uno de nosotros somos portadores, hace que podamos despedir el año como una apuesta por el amor.
ResponderEliminarUn gran abrazo,
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarUna buena apuesta. Tú eres un maestro en hacer que esa apuesta sea algo fundado, una esperanza realista .
Un fuerte abrazo !!
Querido Javier, “Nada Nuevo en Occidente”. Trasladando el título original de la novela de Remarque desde la Iª Gran Guerra, pasando por la IIªGuerra Mundial, la de los Balkanes, Irak… al día de hoy, con la Guerra Ruso-Ucraniana, el título resulta certero y amargo, al tiempo. Es como si el sino del Occidente contemporáneo no fuera otro que la guerra y, con ella, la amenaza del apocalipsis.
ResponderEliminarSiempre que te leo, Javier, me pregunto, como ahora, qué despierta en ti evocaciones como las de este post. ¿Las palabras del Eclesiastés? ¿La visión de las dos películas a las que haces referencia?. Creo que antes de ellas estaban tus permanentes reflexiones sobre el tiempo; no el tiempo de la física teórica sino el tiempo, y sus deidade, de la antigua Grecia: Kronos, Andión y Kairós.
Me uno, Javier, al coro de elogios y expresiones admirativas de los amigos que me han precedido en los comentarios a tu último post.
Un fuerte abrazo
JCC
Querido José,
EliminarIncides en lo esencial. Es la pregunta sobre el tiempo, no el de la Física, como bien indicas (aunque también me seduzca), lo que me incita a esa indagación personal y un tanto peculiar. Para bien y para mal, tengo una cierta sensibilidad ante el tiempo. Me atrae particularmente el modo en que lo diferenciaban los griegos, al que aludes, y, siempre que algo me impacta, lo relaciono con eso. Fue la película "Tiempo para amar, tiempo para morir" la que indujo esta entrada. El Eclesiastés simplemente reverberó en esta reflexión. Es curioso ver cómo culturas un tanto diferentes, como la griega y la hebrea, se plantearon el tiempo.
Tu ánimo es muy importante para mí, como bien sabes. Te agradezco muchísimo tus aportaciones, como ésta.
Un gran abrazo,
Javier.