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Creo que quien leyere lo que sigue en esta entrada tendrá una idea predeterminada de lo que significa el término “nostalgia”.
Indagando un poco en el curioso mundo que es internet, encuentro que proviene de νόστος y de ἄλγος. Acuñado, al parecer, por el médico suizo Johannes Hofer, la nostalgia aludiría a ese dolor que se siente cuando uno desea regresar a su tierra, a su casa. Hay algo en el término “nostalgia” que no se ajusta al origen que postuló Hofer, quien aludía al regreso añorado, a eso que constituyó la narración homérica de la Odisea y que hizo surgir la reflexión poética de Kavafis sobre Ítaca, en la que, con brevedad, parecía neutralizar el dolor de la separación de casa, apuntando a la importancia del camino frente a su término.
Ese algo del “ἄλγος” que supone ser nostálgico no tiene que ver propiamente con un lugar espacial, sino más bien con su cambio por el transcurrir temporal. Podemos sentir nostalgia de la propia casa familiar que quizá ya no exista o permanezca muy cambiada, un lugar que supuso unas condiciones pretéritas… a las que no habrá regreso. La nostalgia es más temporal que espacial, e incurable porque las tres flechas temporales, especialmente la psicológica, la alimentan constantemente. Y por eso, quizá hablar de añoranza sea más adecuado que referirse a nostalgia, pero este término se ha consolidado para referirse a lo bueno del pasado que ha desaparecido potencialmente para siempre.
La nostalgia nutre un gran conjunto de canciones y narraciones de amor (Carlos Gardel y Roberto Carlos cantaban sendos temas con ese nombre) o, más bien, de amor frustrado por imposible, pues, según decía Denis de Rougemont, “el amor feliz no tiene historia”, recordándonoslo con el ejemplo de Tristán e Isolda: “Lo que aman es el amor” y “actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva”.
No es a esa nostalgia ni a otras, duras de soportar, a las que pretendo referirme aquí, sino a otras más “básicas”, porque casi cabría concebir que también son accesibles de algún modo a especies filogenéticamente próximas. Se trata de lo que podríamos llamar nostalgia sensorial. Trataré de subrayarla con unos cuantos ejemplos, sin mayor pretensión que la meramente descriptiva.
Aunque no hayamos leído a Proust (yo mismo me incluyo), será raro quien no sepa de la anécdota de la magdalena que tomó un día, cuyo olor y sabor suscitaron en él un recuerdo tan escondido como nítido.
Olor y sabor van íntimamente ligados. En otra ocasión me referí en este blog al “olor del recuerdo” y al intento, quizá vano, de su registro. La nostalgia sensorial puede darse cuando un estímulo similar al producido en un pasado lejano hace revivir, en el área reptiliana de nuestro cerebro, en el rinencéfalo, una experiencia antigua y que se hace presente casi por milagro. Proust la encontró en un instante. Eso ocurre también con lo desagradable. No solemos acordarnos de olores y sabores pasados hasta que un estímulo los revive, sea el aroma de una flor, de un perfume (la conocida novela de Süskind es relevante al respecto), del la descomposición orgánica, del sabor de una comida, del olor a muebles quemados, del aroma del tabaco, del alcanfor o del que desprende una infección por Pseudomona. Sé que existe, pero nunca tuve acceso a la orina de bebés que sufren la “enfermedad de la orina con olor a jarabe de arce”. El olor y el sabor han sido datos de reconocimiento (organolépticos, se dice) de enfermedad, como ocurrió con la diabetes mellitus y la insípida.
Pero otros sentidos sirven de asiento al recuerdo, a veces de modo nostálgico, ese que se da como tal, sin necesidad del estímulo que lo haga presente.
El tacto parece muy primario, aunque puede educarse hasta para poder leer con él usando caracteres Braille, pero eso es otra cosa. Podemos reconocer distintos medios y superficies tocando, pero los recuerdos que puede evocar la palpación parecen poco sutiles, a no ser que pase a ser elemento perceptivo muy importante. Se han hecho experiencias de memoria háptica que desvelan el valor potencial del tacto en el reconocimiento, pero parece un sentido olvidado a la hora de hablar precisamente de eso, de olvidos.
Otra cosa ocurre con el sonido y la vista.
Esta entrada ha sido suscitada por el comentario de un amigo a una reflexión recogida en su muro de Facebook: Nuestras ciudades no huelen ni se oyen como olían y se oían. Tampoco se ven del mismo modo.
Podemos creer que vivimos en una época de hiperexcitación sensitiva cuando, curiosamente, sufrimos de una deprivación sensorial. Eso equivale a decir que hemos pasado del valor de lo particular al de lo general, del disfrute de lo distinto de comunidades de habitantes a la inmersión en lo común de todos y de ninguno.
En la percepción visual esto es especialmente claro. Todas las ciudades de Occidente y muchas más alejadas son esencialmente la misma ciudad, la “urbs” ya constante, porque en todas ellas reina la misma música, la misma asepsia olfativa, los mismos lugares y calles, conformando con leves matices un lugar común tanto para el habitante de ellas como para un turista ocasional que las visite. Lo distinto se hace equivalente a marca de lugar, digna de ser registrada con la fotografía de un smartphone para poder “demostrar” que uno estuvo aguantando la torre de Pisa, viendo la hora en el Big Ben o inmerso en la copia de la cueva de Altamira. No hay recuerdo ahí ni distinción de lo otro. Por una ciudad diferente sólo en apariencia a la nuestra, ya no se pasea, sino que sólo se dan, en la práctica, desplazamientos rápidos para absorber todo lo absorbible, desde museos hasta habitantes vestidos de modo diferente al nuestro. Ni siquiera hay tiempo para usar máquinas de video, instrumentos tan efímeros en su modernidad como los “CD”. El tiempo es, “sirve”, para registrar, con cierto matiz curricular, los innumerables lugares en los que hemos estado aunque no los volvamos a visitar ni a rememorar en esas “instantáneas” que antes no lo eran tanto y precisaban de tiempos de espera asociados al revelado de imágenes fotográficas.
Mi propia ciudad me es irreconocible y no precisamente para bien. Una multitud, de la que formo parte, invade sus calles o las deja vacías, casi al unísono, aunque nadie oiga ya campanas horarias. Impera la rapidez hasta para comer, con motoristas y ciclistas a todo trapo llevando una comida esencialmente uniforme, aunque se llame asiática o africana, a cualquier casa. Han desaparecido las tertulias calmadas, los juegos de mesa, el dominó, el ajedrez, el parchís o las cartas, eso que se asocia al triste término de “edadismo”, en esos lugares a los que sólo se va ya a consumir brebajes entre risas tan sonoras por ser más aparentes que reales. No hay tiempo para comprar frente a tenderos; compramos a entes desde el propio ordenador.
No hay tiempo tampoco para leer; si hace años triunfó el enfoque simplista de “Selecciones del Reader’s Digest”, revista de curiosa permanencia, hoy gana ampliamente Wikipedia. En el cine se ven grandiosos efectos especiales para mostrar historias infantiloides, y propiamente carecemos de películas para mayores, esas en las que se vetaba la entrada de menores de 18 años. En realidad, los cines están en vías de desahucio, pero también la televisión, sustituida por las plataformas ad hoc para cada uno (quedó ya relegado el “home cinema”), que ni siquiera atraen a toda la familia, porque esa expresión es sólo propia de anuncios empalagosos. ¿Qué es ahora “toda la familia”?
Hay prisa, de tal modo que no hay lugar para recuerdos. ¿Quién estudia con libros? En mi propio hospital dos bibliotecas, dejando sitio a espacios de innovación (no sé de qué), se han fundido en una, que acoge curiosamente sólo libros de autoayuda, para médicos, esos seres ya escasos. ¿Quién habla hoy? Los medios de transporte colectivos, desde los taxis hasta los trenes o aviones, son lugares silenciosos (es tan triste como adecuada la frase “en modo avión”) y cuyos pasajeros miran y teclean compulsivamente sus inmóviles “móviles”.
Toda la ciudad es un gran anuncio disperso en pantallas. Todo anuncia nada.
Hay un ejemplo, uno de tantos, que evoco ahora. Hace pocos años había algo que hoy está en desaparición acelerada, los quioscos. En ellos, uno no sólo compraba el periódico, también podía hojear revistas, que las había a cientos (en algún lugar que conocí llegaban a albergar mil títulos de periodicidad diaria, semanal o mensual). Hasta había la posibilidad de coleccionar fascículos. Es llamativo que el periódico se venda en panaderías, hasta que deje existir como tal, como papel. Adiós rotativas, que ya no rotarán.
Ahora todo está o estará (pagando) en la red. Y enredados estaremos los viejos cuando nuestros móviles nos engañen cotidianamente con “fakes”, con el “phishing” y demás novedades estupendas que los sabios mercachifles se imaginen por nuestro pretendido bien, que nunca es tal cosa, hasta vaciarnos nuestras cuentas, que no los bolsillos, en los que ya no tendremos eso que hasta ahora se llamaba calderilla. ¿Para qué, si hay tarjetas para los anticuados que no tengan "smartwatches" para pagar?
Lo que un día fue signo de progreso y libertad, el coche, es hoy un objeto demoníaco, condenable por lo que contamina y por ocupar un necesario espacio para “runners”, “riders” “skaters” y lo que venga, no para tranquilos paseantes. Se trata, a fin de cuentas, de correr, de mantenerse sanos según dicen los “expertos” preventivistas (la bondad de la prevención ya la vimos con el Covid, pero el incremento de la cibercondría no conoce límite). El coche es ya un artefacto justificable sólo para acudir a las grandes áreas comerciales, una vez extinguido el comercio de barrio, de calle.
Es curioso, pero coherente, que, en este estado de cosas, quienes saben de negocios no ignoren el valor de la filosofía y de la religión. Y así, más allá de la importancia de ser asertivos, proactivos, sosegados y reunir demás aspectos virtuosos, como el junco que se dobla sin romperse, hay libros que nos difunden el estoicismo, confundiendo los avatares de la naturaleza con los que son más bien demasiado humanos, en forma de despidos masivos y demás atrocidades a soportar así, estoicamente. A la vez, la bondad de la meditación oriental (la occidental se ignora), traducida por algún autor estadounidense al término “mindfulness”, realza, en medio de sus incuestionables virtudes, el valor de lo egocéntrico. Ande yo presente y desquíciese la gente. Haciendo “meditación” y aceptando la “naturaleza” llevaremos una vida que quizá sea estúpida por acomodaticia, pero que no incordiará a nadie en un sistema capitalista deshumanizador que persigue fácticamente el oxímoron de la homogeneidad de lo distinto. Los “influencers” nos mostrarán, a su vez, que basta con lo sencillo para influir, pues de eso se trata, de influir vendiendo. Incluso, de influir fluyendo, según esa autoayuda tan estupenda.
No es malo estar conectados, al menos electrónicamente. Pero nos estamos olvidando de conversar, de hablar, de “perder” el tiempo. Una hiperconectividad que aún no ha alcanzado su máxima cota de eficiencia, algo tristemente relevante, está haciendo de jóvenes y menos jóvenes seres aislados. Esa misma bondad del acceso online está condenando a los viejos a una soledad insoportable.
La oleada de suicidios en el contexto Covid parece un anuncio, de bajo nivel, de lo que se avecina para una sociedad en la que una cuarta parte de su población vive en perenne e irreversible soledad.
Javier, muy lindo tu articulo sobre la nostalgia sensorial, esa forma de goce,que como en Euridice es dos veces perdida, goce de la pérdida y del olvido. Me gustó tambien tu referencia a Gardel y al tango omitido,Nostalgias ese sentimiemnto que fija la pérdida y que actúa como un automaton.
ResponderEliminarAstor Piazzola, de quien soy rendido fan, comentaba en una entrevista que eél no sed reconcoe nostalgico, sinembargo nunca pudo evitar que muchols de sus temas, hasta de sus titulos rezumaran una nostalgia decidida. Un dia tuve el privilegio de poder hablar con él de eso y no pude o supe explicarlo,como puede algfuien no reconocerse ahi y ser capturado por ese entimiemnto. Creo que no hay mas que la fijacion en una froam de goce.
Gracias por tu artículo.
Un saludo cordial
Oscar Strada
Muchas gracias, Óscar, por tu comentario.
EliminarEscuché mucho a Gardel en mi adolescencia y juventud inicial. Era el contrapunto (relativo) a las rancheras, que también se escuchaban entonces en España, además de otras canciones, algunas de ellas repelentes.
Su canción, "Nostalgia", incidía, en un tiempo que era gris, en otro tiempo, también gris, el de un hombre que perdía a su amada ("Sus ojos se cerraron...") contrastando su tiempo("ya no me besará") con el tiempo del mundo, que "sigue andando".
Me parece especialmente lúcida tu alusión a Eurídice. En este caso, el "olvido" de Orfeo es muy culpable.
En cuanto al "goce", creo que es un término lacaniano que choca tanto como ilustra. Y es que uno puede gozar sufriendo. Aquí se suele decir de alguien empeñado en amargarse la vida repitiendo lo peor que "en el fondo es lo que quiere". El lenguaje popular estabilizado a lo largo de muchos años apuntaría en ese sentido. Gozar puede acabar siendo trágico.
Un abrazo
Javier
La nostalgia me es cercana. Como ejemplo, no suelo revisar fotos del pasado. Me produce un sentimiento de tristeza. Tal vez el tiempo y su irreversibilidad me resulten dos aspectos muy complejos de la vida con los que nunca he sabido hacer mejor, a pesar de que al mismo tiempo poseo un talante alegre.
ResponderEliminarPara mí, el sentido que posee mayor importancia es la vista. El olfato no ha ocupado un lugar preponderante (Freud decía que es aquel del que estamos más alejados desde que adoptamos la posición erecta). El tacto, por supuesto. En cierto modo todos nuestros recuerdos están asociados a esa nostalgia sensorial de la que hablas.
En la actualidad, creo que lo que señalas sobre el ensimismamiento en el mundo virtual es el síntoma de que la soledad se acrecienta, una soledad que nos angustia y a la que al mismo tiempo la inercia de la civilización nos empuja. Es necesario un esfuerzo suplementario para no sucumbir en el autismo.
Un abrazo y gracias por tu reflexión.
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias por lo que dices. La alusión a las fotos es impresionante,
Tu sabiduría evita que te instales en un pedestal del saber humano, precisamente porque sabes de eso que tú mismo eres, humano hasta la médula, algo que las tendencias eclesiales, que existen en todos los ámbitos humanos, no soportan.
Las flechas termodinámicas nos revelan nuestra finitud. Y, sin embargo, nacimos en ellas, por ellas, que nos han dado soporte, consistencia, desde la contingencia de un cigoto que surge hasta que la biografía que es conformada en un instante de la historia del universo. Esa sería la otra cara de la moneda. De la nada a la nada... o no. O no… O no. Y no sé nada más que esa intuición que no evita el desasosiego, sino que lo amplifica, de eso que incluye la desesperación alguna vez, siempre la nostalgia, muchas tristezas, ese afán de parar a Kronos, de retornar al pasado para actualizarlo.
No sé quién dijo que somos como un relámpago en la historia de mundo, pero que ese relámpago lo ilumina todo.
Con nostalgia, a pesar de ella, quizá incluso gracias a ella... si somos, somos. Y ser abarca lo eterno, lo que fuimos y lo que seremos, fuera del tiempo, eso que alguien sugiere que es mera correlación fenoménica o que, simplemente no existe (Rovelli). No es posible demostrar esa atracción por lo eterno, esa esperanza en suponer que nada ocurre sin sentido. Pretenderlo sería una insensatez.
Y, sin embargo, creo que nada está perdido, que el mundo necesita a cada uno de los ocho mil millones que somos y a todos los que fueron y a los que serán.
Y, sin embargo, creo que nadie esta perdido, que cada verso de cada poeta persistirá eternamente.
Ese río de la vida, al que Hygeia le dio la espalda, en el que nos hemos sumergido, por nacer, nos llevará a la vida más propia. Esa es mi confianza, nunca mi paz, al menos hasta ahora.
La realidad no local que revela la m. cuántica, la extraordinaria belleza de un universo que no es infinito pero que lo parece, la belleza de una flor o de un gorrión o del mar, también de las ecuaciones de Maxwell, de la identidad de Euler, la armonía de las relaciones alométricas… tanto y tanto sugiere que la nostalgia real no es del pasado aunque así la sintamos, sino del futuro eterno, gran contradicción y locura, de esa casa a la que todavía no llegamos, pero que espero que nos espere.
La bondad de tantos, que, a pesar de ser “pequeña”,callada, puede dar vida a otros, exige que el sentido mismo exista.
Quizá todo esto sea un mero deseo expresado, pero es mi esperanza más firme, a pesar de mis desasosiegos, caídas en una tristeza que, a veces, parece insoportable, a pesar de los pesares.
Un fuerte abrazo
Javier
La nostalgia está asociada, por definición, a la pérdida y la melancolía que provoca dicha pérdida. Sin embargo, ¿se puede sentir nostalgia por lo no vivido? No seré yo quien se atreva a contradecir o matizar lo académicamente establecido. Sólo puedo decir que escuchar determinadas piezas musicales me hacen sentir nostalgia por “algo” no concreto en el espacio ni en el tiempo. Y sé con seguridad que no se trata de tristeza lo que siento ya que el viaje hacia ese “lugar” es deseado, feliz y, por tanto, me dejo llevar en un estado de ánimo que podría calificar como espiritualmente agradable, sin ajetreos. Pero ¿qué es entonces ese “lugar”? No es fácil dar una respuesta convincente ni mucho menos categórica. Podría decir que se trata de una Ítaca personal, construida por algunas de las lecturas (en mi caso, sobre todo poesía), de la música, o por la observación de determinadas obras de arte… desde luego no se trata de paisajes ni de nada que se pueda recordar, no es un sitio físico sino todo lo contrario. Pongamos que es un pequeño paraíso mental, perdido una y otra vez en el día a día por el simple hecho de vivir.
ResponderEliminarY es la música la que me lleva hasta allí, al paraíso recuperado.
La música pura, sin texto, no puede decirnos nada. Afirmarlo es casi una perogrullada. Sin embargo, puede expresar mucho y provocar con su escucha múltiples sensaciones y emociones. Y, entre todas ellas, reconozco la nostalgia.
Esa música es la que solemos coincidir en calificarla como melancólica (la bilis negra), aunque yo no comparto ese concepto por la simple razón de que no me provoca tristeza, sino un bienestar maravilloso.
No sé si este comentario, además de extraño o enrevesado es oportuno. Quizás lo mejor sea proponer la escucha de algunas de esas piezas musicales y que cada uno sienta. Esto último es un atrevimiento, lo sé, pero no hay vanidad en él.
• “Nocturne in E-flat major Op. 9 No. 2”, Copin. Interpretado por Kim Bomsori y Rafal Blechacz.
• “Blue in Green”, Miles Davis. Del album “Kind of Blue”.
• “Capricho Árabe”, Francisco Tárrega. Interpretado por Pepe Romero.
• “Summertime”, George Gershwin. Interpretado por Albert Ayler.
• “The Astouding Eyes of Rita”, Anouar Brahem.
• Al asegurar que la música no dice nada pero expresa mucho no se me ocurre mejor ejemplo que “Melancholia”, Duke Ellington. Invito al que le apetezca a escuchar al propio Ellington y a Wynton Marsalis.
Por último, creo que viene muy a cuenta el famoso tango “Nostalgia”, de Cadicamo y Cobián, interpretado por Mayte Martín y Tete Montoliú.
Perdón por este “raro” comentario, Javier.
Un fuerte abrazo.
Querido Miguel,
EliminarMuchas gracias por tu comentario, que me parece especialmente oportuno, y por la relación de obras musicales que aportas.
Probablemente se necesite otro término, diferente a "nostalgia", pero que tenga relación con ella, sin ese "algos", sin ese dolor.
Por supuesto, sí se puede sentir nostalgia de lo no vivido y parece dudoso que alguien pueda escapar absolutamente a ella, pero ese es el reto de la propia vida, una condena a la libertad y, con ella, a elegir.
Un gran abrazo
Javier