“De pie, oraba en
su interior de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros
hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. (Lc.18,10)
El evangelio de
Lucas prosigue contrastando esta expresión de agradecimiento soberbio con la
humildad de quien no se atrevía a elevar los ojos por sentirse culpable y se
limitaba a pedir la compasión divina.
Las parábolas de
Jesús son hermosas por apuntar específicamente a lo humano y a sus limitaciones,
a sus miserias. Porque ser humano parece incompatible con la inocencia animal.
En realidad, salvando graves impedimentos, todos somos culpables de lo que
hicimos mal, de lo que no se hizo debiendo haberse realizado, culpables porque
somos libres y responsables. Quien sabe de sí propiamente algo, y el psicoanálisis
facilita ese saber, jamás puede enaltecerse y mucho menos, si es creyente,
haciéndolo como gratitud hipócrita ante el mismísimo Dios.
Al contrario, la
sensatez, aunque no excluya el juicio de acciones humanas, absolutamente
necesario, es prudente a la hora de formular condenas a otros, especialmente si
son cercanos.
Según uno de los
Padres de la Iglesia, Orígenes, al fin de los tiempos todos seríamos
reconciliados con Dios. Todos, incluidos los grandes asesinos de la Historia,
incluida la encarnación satánica del mal. Fue mucho decir y la Iglesia condenó
razonablemente este planteamiento, conocido como apokatastasis. No obstante, un
cierto fundamento evangélico parece subyacer en esta idea que lleva al extremo
la misericordia divina, porque Dios sería el ideal de justicia frente a tantos “justos”
y “puros” que se atreven a condenar, desde su supuesta bondad, a quienes tienen
al lado.
El gran valor del
psicoanálisis reside en ayudar a reconocerse en lo esencial, no en lo que uno hace,
no en su bondad aparente ni en logros curriculares, no en sus donaciones, en
sus nobles sacrificios por otros o en su servicio a la sociedad desde su
profesión, sino en la limitación radical, en aquello que le es oculto y con lo
que, aunque sufra, goza en lo más íntimo de su ser. No es el quién sino el qué
somos lo que nos es posible llegar a conocer algo mejor, lo suficiente para
limitar nuestra tendencia a la propia alabanza y a contrastar nuestra
pretendida bondad con los desvaríos biográficos de otros. Y es así que desde
ese saber podemos aspirar a ser hermanos dignos de quienes, también solo en
apariencia, serían peores a los ojos de tantos que se consideran puros y justos.
El psicoanálisis
ayuda a saber de sí mismo y, de ese modo, hacer algo mejor con la propia vida
y, así, también con la relación con los demás. Solicitado desde el síntoma, va
mucho más allá, de tal modo que el valor del síntoma mismo se hace secundario.
Eso lo sitúa fuera de una cura de sosiego, de una ataraxia, más allá del fármaco aunque se precise. Eso lo relaciona
con las preguntas socráticas y con los tortuosos caminos míticos, religiosos y
filosóficos de quienes intentaron a lo largo de los siglos tratar de saber qué
somos, qué hacemos y qué debemos cambiar en el mundo y en nosotros mismos. Eso
hace de él una lenta y difícil pero fecunda senda amorosa.
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