martes, 13 de marzo de 2018

MEDICINA. Vida y supervivencias.



Todos tenemos una concepción intuitiva de lo que supone estar vivos, pero, en cuanto tratamos de analizarlo, las cosas se complican; basta con echar una mirada a la Historia de la Filosofía y complementarla con la perspectiva de la Biología para reconocer que no es sencillo ni de aplicación universal decir qué entendemos por vivir. A la vez, la Historia muestra que a lo largo del tiempo las formas y duraciones de vida han sido muy diferentes y, desde esa perspectiva, podemos considerarnos en general bastante afortunados por vivir ahora y no, por ejemplo, en la Edad Media.

Parece que se vive más propiamente cuanto menos se piensa en ello, algo que asociamos fácilmente a la juventud y quizá por eso se la añore, aun cuando el hecho de ser joven pueda ir acompañado de serios problemas existenciales. Desde esa perspectiva nostálgica podría llegarse a la exageración pensando inútilmente en la vida de los bebés e incluso la de los fetos flotando en su mar amniótico. Parece que el gran humorista Quino imaginó la bondad de vivir al revés, empezando como viejos en un asilo y acabando en un orgasmo "después" de la fecundación.

En cierto modo, la vida supone la inconsciencia y, por eso, el hecho de hablar, de reflexionar, nos aleja de la vida más propia por no pensada, la animal, en la que estamos enraizados a pesar de la cultura que el lenguaje permite.

El hecho de vivir propiamente nos hace ignorar la multitud de contingencias que pueden afectarnos. En condiciones normales (si de algo así puede hablarse) nos consideramos vivientes, pero hay un término que se relaciona con la vida de un modo muy variable, la supervivencia.
 
Vivir es y no es sobrevivir. El once de marzo de 2004 ocurrió un brutal atentado masivo en nuestro país, cuya consecuencia fueron casi doscientos muertos y dos mil heridos. En casos así, a los afectados que siguen viviendo se les llama supervivientes. Algo inesperado, que no debiera haber ocurrido, sucede y se lleva por delante la vida de otros (hay quien tiene sentimientos de culpa por sobrevivir). Las consecuencias son tan variables como las personas afectadas, a pesar de lo cual en casos así siempre hay una legión de psicólogos enfocada a evitar los efectos de algo que se considera universalmente traumático.


Se sobrevive o no en general a situaciones que se dan en un brevísimo intervalo de tiempo: un atentado, una caída, un accidente de circulación, un terremoto, un tsunami... Siempre situaciones caracterizadas por su carácter de contingencia impredecible.


Pero ocurre que la contingencia se asocia también a la enfermedad (se habla, por ejemplo, de “accidente cerebrovascular”, un accidente de circulación pero en el propio organismo) y, quizá por eso, el término “supervivencia” invade la bibliografía médica, especialmente la referida al cáncer. Tras una apendicitis resuelta quirúrgicamente, uno sigue viviendo, pero, tras un diagnóstico de cáncer, se aspira a sobrevivir, que es algo diferente. En este caso, el acontecimiento traumático es también breve en el tiempo, se da con el diagnóstico y quizá alguna explicación complementaria sobre lo que implica. 
 

Tal vez la única posibilidad de lucha personal contra el cáncer, de la que tanto se habla que llega casi a responsabilizarse al paciente de lo que le suceda, resida en elegir (si fuera posible tal cosa) entre el papel de viviente o el de superviviente. Uno puede seguir propiamente vivo a pesar de haber recibido un diagnóstico infausto, o pasar a concebirse como candidato a una supervivencia que se le confirmaría tras un período de años, durante los que tratamientos y controles harían su función. 
 

Es bueno tener datos numéricos informativos. En ese sentido, las medidas de centralización son útiles y así será mejor un citostático que otro si permite obtener una mediana de supervivencia mayor. Pero la mediana sólo nos proporciona un valor posicional representativo, el cincuenta por ciento de los pacientes morirán antes de ese tiempo y los demás después. El abuso de la estadística facilita el olvido de lo singular, que influye fuertemente en medidas de dispersión mucho menos consideradas. 

De ser una herramienta de gran interés, la Bioestadística se ha convertido en muchas ocasiones en la perversión de la mirada médica pretendidamente científica. Por eso, resulta muy interesante leer una breve reflexión del gran paleontólogo Stephen Gould sobre las limitaciones de una información estadística referida al caso singular. Se trata de “The median isn't the message”. Habiéndosele diagnosticado un mesotelioma, supo que la mediana de la supervivencia era de tan solo ocho meses. Pero Gould se fijó en la dispersión de la distribución estadística, que mostraba un sesgo llamativo hacia la derecha, de mucha mayor extensión temporal que el izquierdo. Prevalecía así ante su mirada la variación frente a la tendencia central. La perspectiva del conjunto, en vez de la fijación exclusiva en un valor representativo, le facilitó a Gould, poseedor de una “personalidad sanguínea”, que reforzase su visión optimista. No es descartable que esa actitud favoreciera que siguiera vivo y activo veinte años más tras su diagnóstico. Los mecanismos psiconeuroinmunológicos hacen milagros. Finalmente, otro tipo de cáncer acabó con su vida, pero ya fue mucho más tarde, tras completar su obra magna “The Structure of Evolutionary Theory”


Es obvio que uno no puede elegir su forma de ser y pasar de la noche a la mañana a hacerse optimista, especialmente cuando las cosas se ven negras; a muchas personas un diagnóstico como el que recibió Gould los hundiría en depresión. La creencia tampoco facilita o perturba las cosas. Gould era agnóstico. 
 
Pero, sea como sea, en Medicina no hay leyes, sólo un determinismo restrictivo impuesto por la legalidad física. La estadística es informativa, tiene una utilidad metodológica evidente, y la epidemiología tiene una gran importancia, pero el sujeto enfermo siempre es único. Por ello, sería bueno concebir la Medicina de otro modo al que lleva siendo habitual en los últimos años. Sería deseable que la mirada se dirigiera a facilitar el hecho de vivir más que a obsesionarse por el sobrevivir. 

Aunque no sean incompatibles ni mucho menos, no es lo mismo vivir que durar. Las actuaciones diagnósticas y terapéuticas no tienen por qué cambiar, sólo el modo de concebir la vida misma y facilitar su entendimiento por el paciente. No importa tanto el tiempo que se viva sino cómo se viva. A fin de cuentas, ya nos dijo Cicerón que “lo que se siente después de la muerte o ha de desearse o no es nada”. Antes de que llegue, parece mejor aprovechar la vida (a pesar de los peores avatares de una seria enfermedad) que aspirar a la supervivencia, algo que, sin embargo, no dejará de resultar difícil.

Hay, lamentablemente, otros modos de supervivencia en los que uno mismo tiene pocas posibilidades de llamarles de otra forma. Son los debidos a condiciones socioeconómicas injustas, inhumanas muchas veces, en las que el progreso general queda al margen, queda para otros. Se trata de todos los que pueden identificar sobrevivir con malvivir, de  quienes perciben pensiones miserables, de quienes tienen la responsabilidad del cuidado de crónicos, de tantos y tantos para quienes la muerte ciceroniana parece definitivamente deseable.

2 comentarios:

  1. Buenas tardes Javier.

    A raíz de leer tu entrada se me ocurrieron varias cosas que ahora me gustaría dejarte por escrito. A mí entender, en nuestro entorno habría otro modo de hablar de malvivir, vivir o sobrevivir, sin que por ello exista un riesgo físico real.

    Me explico, en nuestro lenguaje muchas veces empleamos el término "supervivencia" no solo en su sentido más radical de haber escapado a un peligro para nuestra integridad física, sino también de modo que indicamos que ante un reto, una dificultad, se ha logrado lidiar con ella e incluso superarla. También creo que esos pequeños retos y dificultades son las que hacen que nuestra psique se funda de algún modo con el entorno y nos reconozcamos como tales.

    A mi entender hay un modo extendido de malvivir en nuestro entorno que consistiría en la ausencia de dichas sensaciones de "supervivencia" en nuestra vida cotidiana. Así, ante la ausencia de un peligro, un reto, que suponga un estímulo para aferrarse a la vida, vivir se convierte en malvivir. Sería algo así como si no encontrásemos ningún tipo de resistencia en el exterior al movernos o como si nuestros actos no encontrasen un contrapeso externo. El ejemplo más típico es el de "la vida entre almohadones", en la que nuestros deseos se cumplan sin demasiado problema; vida que acarrea una sensación de comodidad inicial seguida o bien de la apatía o hasta de muchísima tristeza que costaría hasta explicar.

    Sería algo así como la pérdida de sentido de uno mismo si no hay un contenedor, unas resistencias, que se nos opongan. Se correría el riesgo de quedar "difuminado".

    Algo que llama muchísimo la atención es cómo en nuestro entorno la medicina se centra mucho más en eventos que suelen ocurrir relativamente (y afortunadamente) pocas veces en la vida de una persona olvidando aquellos que están de forma un tanto más permanente. Y no me creo que sea por falta de tratamientos, pues todos conocemos la existencia de psicoterapias, sino más bien porque la complejidad del ser humano en el plano psicológico es tal que simplemente es demasiado para ser abordado pensando en términos industriales, que son los que parecen estar imponiéndose.

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    1. Muchas gracias por tu comentario.
      Desde luego, el término "supervivencia" en el sentido que indicas formaría parte de la vida buena, de una eudaimonia que no puede darse desde la perspectiva de educar entre algodones y amortiguar con almohadones cualquier inconveniente. Me viene a la mente el cuento de la princese y el guisante.
      En estos tiempos de excesos de la "psicología positiva", conviene recuperar la sensatez y mirar cómo va el mundo.
      Y tienes toda la razón en el planteamiento de la Medicina, que parece ceñirse a situaciones agudas, con una concepción en general neomecanicista.
      Tenemos una carencia seria en el ámbito de los enfermos crónicos, de los "funcionales", de los viejos (odio el eufemismo "tercera edad") y de todos los que enferman sin causa "médica" pero con causas sobradas que tienen que ver con su situación socioeconómica: soledades, pobrezas... No sobraría, por supuesto, que se facilitara por parte de la sanidad pública una asistencia dirigida a estos sufrimientos y que, por ello, ha de suponer en muchos casos el recurso a la psicoterapia (por otra parte, ¿a quién, por sano que se considere le vendría mal?)
      El último término que usas, "industrial", es el que tristemente está cobrando vigencia, incluso en la contemplación del sujeto enfermo, tomado como individuo muestral y tratado con criterios estadísticos, encauzado en los sacrosantos protocolos.
      Un abrazo,
      Javier

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