Parece haber una
curiosa coincidencia entre líderes políticos, sean de derechas, de izquierdas o
de centro, sean moderados o radicales, universitarios o iletrados. Todos parecen
de acuerdo en la necesidad de evaluar a los ya evaluados.
Es sabido que,
para iniciar estudios de Medicina, no se precisa más que una buena “nota de
corte”. Después vendrán los exámenes de la carrera, los MIR, las OPE… Habrá quien hable de la
vocación, pero… ¿qué viene siendo eso en tiempos de algoritmos, big data y cirugías
robóticas?
Para ser profesor
de secundaria o para ser maestro también se requieren (en el sector público,
claro, no en el privado concertado o sin concertar) unas duras oposiciones.
Pues bien, nada
de eso garantiza la bondad de médicos y profesores, que sólo se confirmará en
el caso de que se sometan a una evaluación permanente. Suena bien; nos da garantías. ¿Por parte de quiénes se hará?
Pues está claro, por expertos, sean vocales de colegios médicos, sean asesores de
ministerios de educación.
Evaluación voluntaria,
dicen, pero ya se sabe lo que implicaría no ser voluntario en este campo y no
es preciso mencionarlo siquiera. Evoca lo que implicaba ser o no voluntario en
la “mili”.
Hoy nos ha
recordado esa necesidad de evaluación permanente la ministra de Educación, Isabel Celáa, que no parece haber tenido ninguna necesidad de ser evaluada para ejercer
de ministra y que, al parecer, ha sostenido tal afirmación asesorada por expertos, alguno
de los cuales ha escrito algún libro aparentemente pueril para quienes somos cortos
de miras, pero que parece de esencial inclusión en cualquier biblioteca de
autoayuda que se precie.
Estamos ante los
expertos. Todos los días, en los telediarios, nos hablan de su existencia. Como
de los ángeles, sabemos que existen, aunque no los veamos. Los expertos hablan del cambio
climático, del metamizol, de los riesgos del tabaco, de los motores diésel, de
la alergia primaveral, de lo que sea. Hoy, los atentos hemos gozado de una visión
cuasi-beatífica al contemplar a alguno de ellos, real. Pudimos ver a alguien
que debe estar especialmente capacitado para evaluar a otros y, desde esa
posición, asesorará sobre inteligencias emocionales o de otro tipo a la Sra.
Ministra o a quien la suceda en el cargo que ocupa.
¿De qué va esto?
¿Qué se pretende? Todo indica que nos dirigimos hacia lo de siempre, hacia la
calidad de los “calidólogos”, esa ISOficación que hemos sufrido médicos y
pacientes resentidos en el sistema sanitario público y que ahora pretenden
sabiamente imponer en las aulas.
Ya hubo un tiempo
en que se hablaba de “formación de formadores”, expresión que a los limitados
nos parece vacía donde las haya. Ahora, descansaremos todos en la garantía que
proporcione a enfermos y alumnos la existencia de expertos que asesoren a ministerios
del ramo sobre qué es eso de la educación, algo que ha de ser ajeno a los "avatares de la vida", propiamente emocional
(Goleman dixit) y que incluye la asertividad, la proactividad, la gamificación,
el empoderamiento, y demás conceptos igual de interesantes Serán ellos quienes nos garanticen (vaya responsabilidad la suya, eso sí que es vocación) que quien
enseñe o cure lo haga desde la inteligencia emocional aprendida en sesudos
seminarios o en un contexto de empatía proporcionada en cursos acreditados de
persuasión.
El neurocirujano
Henry Marsh ya nos contó en algún capítulo de su primer libro su experiencia de
formación en “calidad” por parte de un responsable de hostelería, formación
obligada, por supuesto, en el Reino Unido, de donde parece que nos vienen algunas
de las luces que precisamos, las mismas que hacen que los ascensores de
nuestros hospitales nos hablen diciendo que se cierran o se abren (siempre hay
despistados). Como debe ser.
Es muy probable
que asesores comerciales “formados en calidad” enseñen a médicos y profesores
de secundaria como “saber venderse” al cliente, sea un paciente o un alumno. Claro
que habrá quienes desdeñen tan necesario aprendizaje y será suya la elección de
quedarse arrinconado en la obsolescencia no programada. Allá ellos; serán seleccionados por el mercado que, curiosamente, parece más atractivo en su dinámica
para la administración pública, especialmente si se dice socialista, que para
el sector liberal.
Desde la
ingenuidad o la insensatez, surge la cuestión ¿Quién y cómo evalúa a los
evaluadores?