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sábado, 11 de octubre de 2025

Búsqueda y encuentro


Imagen tomada de Pixabay           


“Buscad y encontraréis" (Mt.7,7)

 

Buscad … ¿Qué? El texto sagrado hace intuir lo que se pretende encontrar, aunque sea de modo difuso. Sería una búsqueda de Dios. Pero hay muchos tipos de búsquedas por objetivos independientes del ámbito religioso, aunque pueda darse una relación a posteriori en uno u otro sentido. 


Hay, como afanes, búsquedas geográficas, científicas, técnicas, filosóficas … Se puede ir en busca del conocimiento "per se",  por las ganancias económicas implícitas, por el impacto social general o el brillo curricular que otorga en el contexto académico.


Permanecer de la buena manera en la infancia, siendo adulto, supone una actitud de búsqueda que cuestiona, sin restricciones inherentes a la edad, aspectos importantes del mundo, la vida, el espíritu… Eso implica hacer compatible el saber técnico, científico o artesanal que exige el trabajo cotidiano con una perspectiva de búsqueda del saber que sostiene finalidades vitales, de sentido o, a veces, de su posible ausencia.


            ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Para qué? Son preguntas que pueden atender a banalidades, a intereses profesionales, a proyectos científicos o a la tarea filosófica, pero cuyas respuestas, o la ausencia de ellas, tanto si se consideran inalcanzables como inexistentes, pueden conferir o no un sentido a quien se las hace.


            Pueden ser cuestiones de ámbito científico, con un "qué" generalmente taxonómico que precede a indagar la modalidad, la causalidad y el "qué" esencial. Su respuesta suele requerir del trabajo observacional y experimental de muchos profesionales investigadores y de una generalización teórica, predictiva, que suele expresarse en lenguaje matemático. La ciencia nos sitúa en un espacio-tiempo de decenas de órdenes de magnitud y que alberga la complejidad de la vida, pero sus respuestas no resuelven apetencias de sentido, sino de constitución y belleza, algo que la ciencia realza, tanto con su narración explicativa como con el silencio que sus límites epistémicos imponen.


            Pero esas cuestiones también pueden implicar significado y sentido hacia un "qué" y un "por qué" fundamentales. Preguntas abiertas que pueden acoger la respuesta espiritual de distintos signos, la indagación filosófica, la mirada religiosa, la decisión política, la manifestación poética o la asunción de que tal respuesta no existe o de que las cuestiones son irrelevantes o sus respuestas triviales.


En buena medida, las cuestiones de sentido tienen que ver, en mayor o menor grado, con el hecho cierto de que moriremos nosotros y quienes amamos. En general, las cuestiones mismas y la respuesta que podamos alcanzar tienen mucho que ver con la tradición en que surgimos y que seguimos o repudiamos.


            François Cheng, autodefinido como taoísta y “crístico”, se preguntaba y respondía sobre la muerte: “¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable” A la vez, se refería al “mandato del Cielo” para “designar lo que corresponde a cada vida” y citaba a Rilke y Hillesum como vocados a ayudar a Dios en vez de reclamar el auxilio divino.


            Las preguntas de sentido personal pueden tensar una tradición religiosa milenaria sin que quien se las haga lo desee. Sta. Teresa y S. Juan de la Cruz lo hicieron. Y los místicos renanos. Y Teilhard de Chardin fue un buen ejemplo de esa tensión entre el dogma de su Iglesia y su teología cristiana. La mística se ha asociado con frecuencia a experiencias extáticas de iluminación y de no dualidad y, como tales, se han buscado desde dentro y fuera de las tradiciones cristianas y orientales, tanto con técnicas de meditación y contemplación como con el uso de enteógenos, olvidando con frecuencia que tal experiencia se da como regalo más que como resultado. El Bhagavad Gita enseña al respecto y en general que no procede apetecer los frutos de la acción.


            Brillos y oscuridades se dan en un proceso de búsqueda y posibilidad de encuentro con un sentido vital. Las respuestas son múltiples y pueden trascender los límites ortodoxos de una tradición, sea o no religiosa, llegando incluso al cambio radical de una conversión, como le sucedió a Edith Stein, hoy una santa católica asesinada en Auschwitz por su condición de judía.


Cada cual puede así reconocerse ante sí mismo y otros como buscador, buscador de algo o alguien verdadero y esencial como sentido de la propia vida y muerte de quien busca. Uno puede ser educado desde niño en el ateísmo, en el agnosticismo o en una tradición religiosa, pero lo transmitido será aceptado o no, si surge la búsqueda personal.


            Aldous Huxley, que experimentó con “Las puertas de la percepción” y que pidió que se le leyera “El libro tibetano de los muertos” cuando falleciera, publicó un hermoso libro recopilatorio de perlas de sabiduría bajo el título “La Filosofía Perenne”, tomado de Leibniz. Es un texto recomendable, tanto por lo que abarca como por la invitación a la ética que, desde distintas fuentes, defiende, Una “ética que pone la última finalidad del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todo el ser”.


            Lamentablemente, contrariamente a la posición de Huxley, se da un curioso recurso cientificista o, más bien, pseudo-científico, que pretende una solución combinando toscamente (a veces, mera palabrería) ópticas científicas ajenas a la intuición. Así, se recurre sin base a una explicación cuántica de todo lo que ofrece carácter enigmático. Es ya un tanto habitual asumir como postulado explicativo de lo que no comprendemos un supuesto mecanismo cuántico; no comprendemos la consciencia ni la mecánica cuántica (Feynman dixit), luego asociemos ambos campos y tendremos como explicación de consciencias y trascendencias… nada. Eso no obsta para que un cierto misticismo haya calado en célebres investigadores de la mecánica cuántica.


            La búsqueda de sentido puede ser facilitada si se da en la tradición religiosa del propio contexto biográfico, pero no necesariamente y el descontento con respuestas tradicionales puede llevar a indagar fuera de ellas. Mucha gente ha viajado a tierras muy lejanas en busca de sosiego, de la calma precisa para un encuentro fundamental con el Ser. Otros muchos lo han hecho para propagar la Palabra en la que creyeron. Y otros han hallado el sentido tras muchos años dedicados a la creación literaria o artística o a través de su tarea científica. En muchos casos, el sentido simplemente se muestra como dedicación familiar. A veces, largas vocaciones son frustradas en un choque tardío con la realidad mientras que hay quienes encuentran significado esencial súbitamente en un paseo cualquiera. Puede bastar con contemplar una flor. D.T. Suzuki lo mostró refiriéndose a Basho en el libro redactado con E. Fromm “Budismo zen y Psicoanálisis”.


Finalmente, no basta con haber descubierto lo que se hace ya interior, cosmovisión propia, que llega a ser real cuando puede soportar lo insoportable, como ocurrió en el caso ejemplar de van Thuan, reflejado en su libro autobiográfico “Cinco panes y dos peces”. Ni la tarea de búsqueda ni su resultado, si se da, pueden medirse en tiempos dedicados. No siempre se precisa mucho tiempo de búsqueda para hallar un resultado claramente satisfactorio, pudiendo bastar un instante de gracia para adherirse a una llamada misteriosa que tiene el Amor como vocación esencial. En otras ocasiones, la búsqueda puede suponer toda una vida. Y siempre habrá valido la pena. El "homo" se hizo "sapiens" no porque supiera sino porque buscó y, en medio de muchos fracasos, aprendió.

 

lunes, 13 de febrero de 2023

Terremotos. Movimiento y conmoción.

 

Imagen tomada de "La Voz de Galicia"


    Las placas tectónicas van a su ritmo, los constructores de casas al suyo.


    Se anuncia desde hace años el nuevo terremoto que sufrirá la ciudad de San Francisco. Probablemente, en caso de ocurrir, no sea tan destructivo como lo que aconteció hace pocos días en Turquía y en Siria.


    Lo que vemos en los telediarios es impresionante. Edificios que se derrumban como si su demolición hubiera sido pautada, como castillos de naipes, con gente dentro, llevando vida normal, como la nuestra. Miles de muertos. Horrible. Y lejano. Parece que lo terrible se neutraliza con la lejanía, por ridícula que ésta sea en ese punto azul en el cielo que llamamos, con Carl Sagan, Tierra.


    Y, a la vez, una gran luz nos alumbra. Es la de gestos humanos, sencillos, simples, incluso podríamos decir que “naturales”. Enfermeras que abandonan su puesto de control, pero que no lo hacen para escapar de la debacle que supondría su posible muerte inminente, sino para salvar la vida de quienes aún son tan inconscientes como inmaduros biológicamente hablando, niños en incubadoras. ¿Cuánto “vale” un bebé?


    La zona sísmica se ve ahora, en la televisión, como algo de un país ajeno, extraño (qué horrible es la palabra “extranjero”). Pero no lo es tanto. Tenemos compatriotas allí, a donde han acudido para jugarse el tipo por salvar la vida de desconocidos. No buscan grandes ni pequeñas glorias, no tienen seguramente más de una decena de “likes” en redes sociales (quienes las usen), “instagrames” y demás historias de seguidores. Podríamos decir que es normal, que eso va incluido en su sueldo, y seríamos solemnemente estúpidos si nos atreviéramos a semejante despropósito, porque su heroicidad no es, no puede ser, mercantil, sino, quién lo diría, natural, vocacional, inscrita en su propia madera de buena gente.


    Yo no sé qué sentirían quienes han rescatado personas, algunos a niños muy pequeños, de esa masacre. Pero están justificados. Hagan lo que hagan o lleven la vida más normal del mundo a partir de ahora, salvando a indefensos se han salvado a sí mismos, parece que se han justificado sobradamente. No sé el nombre de ninguna de esas personas, hombres y mujeres que me han servido de espejo tan crudamente humano. Y tú… ¿Qué has hecho que valga realmente la pena? ¿Hay otra cosa, que no sean los otros, que te haya desviado la atención egocéntrica? Es eso lo que, sin querer, sin necesitar ellos saberlo, preguntan sin preguntar. La respuesta siempre parece pobre, burda.


    Vida y muerte van unidas, íntimamente. Y no hay mejor vida que la que se da por otros, ya nos lo dijo Jesús, ni mejor muerte que la tragedia de compartirla con y por los indefensos. 


    Un terremoto mueve de la peor de las maneras, a la vez que conmueve del mejor modo. Habrá la tentación de la arcaica teodicea de que no nos puede regir un Dios bondadoso, visto lo visto, pero es una idea paupérrima de Dios. Somos libres ante el Gran Misterio. Podemos hacerlo mejor, con las casas, con las personas, con nosotros mismos. Muchos científicos (hay más vivos que muertos, se dice) han dejado de perseguir el saber fundamental y también su aplicación en aras del afán narcisista. Muchos políticos han dejado hacer. No es que Dios se calle ante los despropósitos humanos; simplemente estos ocurren porque Dios no es escuchado. No hay silencio para oírlo. También es cierto que Dios tiene sus modos de hablar. Lo ha hecho en las miradas de esos bebés rescatados tras días de entierro en vida.


    La tierra se ha movido ... y ese movimiento, con sus efectos, ha conmovido el alma.

 

 

lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.