“Freude, schöner
Götterfunken: Tochter aus Elysium”
(Schiller)
Dura poco, igual que un relámpago, un chispazo, pero es algo
propio de los dioses y que, a veces, nos es concedido.
No es la felicidad, no
precisa siquiera la altura del éxtasis místico; no es, desde luego, ninguna
clase de ataraxia. No puede confundirse con la exaltación maníaca. No es
sosiego. Tampoco tiene que ver con el placer derivado de una química cerebral
alterada por drogas, aunque esa química se altere.
Es un instante de comunión con
los animales, con las plantas, con la arena, con el mar, con las estrellas, en
la eternidad divina. Se relaciona con el enamoramiento, con el estremecimiento,
con el temblor de la vida tan frágil como resistente y hermosa. Bella chispa
divina, escribió Schiller y nos recuerda Beethoven.
Y, por ella, por la alegría, tan eterna como fugaz,
pagaremos, cuando no exista, un precio que valdrá la pena a pesar de todo;
pagaremos con la nostalgia, también con el miedo a la muerte, que será recordado
en el frío de la tristeza, del absurdo con que tantas veces se muestra la vida.
Lo divino desconoce la muerte, y la alegría supone esa
participación de saberse eternamente vivos, aunque seamos mortales. Algunos la
verán como insensatez o cosa de la juventud, pero valdrá la pena.
Dura poco. O no. O no, porque, tal vez, por su carácter
divino, sea asumible pensar en una perfecta alegría, la asociada al
comportamiento ético, como la que recoge el hermoso libro “Las florecillas de
San Francisco”. Y quien hizo posible el propio cristianismo, San Pablo, en su carta
a los filipenses (Flp.4,4), insistía en estar alegres en Dios. Aunque expresado
como imperativo para otros, San Pablo parecía transmitir su propio imperativo
personal, absolutamente espontáneo, que induce a quien ha alcanzado esa
perfecta alegría, que presagió a la franciscana, a tratar de contagiar su
estado.
Quizá resida en eso una diferencia entre el cristianismo y
el budismo, la de asumir una rara alegría y no conformarse con la serenidad, no
siendo ésta poca cosa.
El mundo es demasiado misterioso y, paradójicamente, lo es
más cuanto más próximo, cercano, cotidiano, nos resulta. No sólo las estrellas
lejanas, también la propia mesa en que nos apoyamos, el libro que leemos, el
cuerpo que tenemos, son continuidades solo aparentes por estar constituidas por un
amasijo de discontinuidades minúsculas. Si lo desconocido es enigmático, lo que
creemos conocer es misterioso. Y el misterio aumenta con el grado de
conocimiento. Cada célula se hace más misteriosa cuanto más creemos entenderla.
Y estamos constituidos por millones de ellas, que mueren, renacen, permanecen,
desafiando, aunque sea a veces malamente, el caos letal.
La alegría es fulgor divino porque surge del encuentro con
lo claramente Otro y que,a la vez, nos permea, llamémosle como le llamemos, seamos creyentes o ateos, pero
un otro más misterioso cuanto más cotidiano. Es ese
otro que se muestra con una sonrisa, la de cualquier niño ante el mundo que
empieza a percibir al poco tiempo de nacer.
Todos los días tenemos ocasión de
ver una sonrisa así. Y eso es suficiente; nada más es necesario para poder, quizá, quién sabe, sostenernos ante la tempestad del absurdo.